La brutal represión de las protestas sociales que estallaron durante las últimas semanas en Colombia y Palestina responde en cada caso a la idiosincrasia propia de su país, pero apunta a un mismo objetivo: aterrorizar y escarmentar a la población para sofocar la disidencia como parte de los entramados geopolíticos en los que se inscriben sus estrategias de seguridad.
Por Eduardo Giordano
La protesta social en Colombia es sofocada por el gobierno del presidente Iván Duque masacrando a las y los manifestantes con el Ejército y la policía. La rebelión palestina es reprimida en la franja de Gaza con todo el poder de fuego del Ejército israelí, incluyendo ataques de la aviación y bombardeos de artillería. Los proyectiles israelíes derriban edificios enteros a la vista del mundo, con la misma impunidad con que la policía colombiana y los paramilitares disuelven las marchas ciudadanas disparando a la multitud. Durante el actual Paro Nacional en Colombia ya hubo más de 50 manifestantes asesinados y asesinadas por la fuerza pública y un policía muerto al reprimir un saqueo. En los 11 días de bombardeos de la franja de Gaza y lanzamiento de misiles de Hamás hacia Israel, murieron 232 palestinos (de los cuales 67 eran niños) y 12 israelíes (2 niños). En ambos casos, el desequilibrio en el balance de víctimas refleja claramente la desproporción de fuerzas entre un estado militarizado y su población civil indefensa.
Aunque la situación de ambos países no sea en muchos aspectos comparable, existen varias coincidencias que nos permiten indagar sobre posibles vasos comunicantes de esta tragedia humana de violencia extrema que sufren, simultáneamente, en plena pandemia de covid19. Antes de profundizar al respecto, conviene resaltar la singularidad de cada proceso de conformación de la identidad nacional: Colombia con su historia jalonada de guerras civiles y con un estado que ejerció el terrorismo desde tiempos inmemoriales para eliminar la disidencia y centralizar la posesión de las tierras y los recursos naturales; Israel con su militarismo exacerbado y la peculiar complejidad que se deriva de la naturaleza colonial de la ocupación de Palestina.
En el plano de las similitudes, apuntemos en primer lugar que ambos países, a pesar de ser formalmente democráticos, practican el terrorismo de estado cuando masacran a la población civil indefensa, un crimen de lesa humanidad característico de las formas de gobierno dictatoriales. Otra importante coincidencia es la intervención de sectores sociales que, además de vitorear la represión estatal, aspiran a hacer justicia con sus propias manos; como aquellos civiles que disparan en Colombia contra los grupos de indígenas para expulsarlos de Cali, o las/los judíos xenófobos que protagonizan una vergonzosa noche de los cristales rotos contra comercios de árabes israelíes o linchamientos de taxistas palestinos.
Hay cierta semejanza en el determinante racista que tienen estas agresiones. La represión en Colombia se focaliza en Cali, una de las ciudades con mayor población afrodescendiente de América, capital del Valle del Cauca, y donde las comunidades indígenas reafirman constantemente su identidad y cultura, como es el caso de los Misak. La discriminación de estas comunidades “racializadas” y empobrecidas a lo largo de décadas, su desplazamiento y aniquilación por grupos armados y el abandono ancestral por parte del Estado es el caldo de cultivo que alienta las protestas, reprimidas salvajemente por el gobierno de Iván Duque.
En el caso de Israel, la ofensiva devastadora va dirigida contra las y los palestinos de la franja de Gaza, pero también alcanza indirectamente a las y los árabes israelíes, dos millones de habitantes cada vez más discriminados en su propio país por no ser ciudadanos de pleno derecho. La ley de Nacionalidad aprobada en 2018 a instancias de Benjamín Netanyahu consagra como única lengua oficial al hebreo y da carta de naturaleza al expansionismo de los colonos judíos: “El estado ve el desarrollo del asentamiento judío como un valor nacional y actuará para alentar y promover su establecimiento y consolidación” (artículo 7). También establece en su artículo 3 que Jerusalén es la capital del Estado de Israel. Un año después de aprobada esta ley, el gobierno de Donald Trump anunció que dejaba de considerar ilegales los asentamientos judíos en Cisjordania. Tiempo más tarde trasladó la embajada estadounidense a Jerusalén, violando así resoluciones de la ONU, en un gesto que enfureció a las y los palestinos y a todo el mundo musulmán.
Por otra parte, en ambos países existen millones de desplazados por los conflictos bélicos, y aún hoy continúan los desplazamientos de legítimos pobladores/as y la usurpación de sus tierras. En el caso de Colombia, los depredadores se valen de grupos paramilitares o del propio Ejército para extender las fronteras de sus negocios ilícitos expulsando a los campesinos e indígenas. El Estado de Israel se edificó sobre la catástrofe (la Nakba) que supuso la expulsión de 750.000 palestinos, y aun hoy la justicia permite el derribo de viviendas palestinas para ceder el terreno a colonos judíos que supuestamente eran propietarios de ese suelo antes de la creación del Estado de Israel. Una justicia que no se aplica a la inversa, impidiéndoles a los palestinos recuperar sus tierras.
No hay otros países en nuestros días en los que se produzca una permanente expansión de las fronteras internas, como ocurre en Colombia e Israel. En ambos casos, el expansionismo de los sectores dominantes sobre las poblaciones subalternas impone formas de ocupación del territorio características del siglo XIX, cuando las naciones americanas independientes, herederas del etnocentrismo europeo, pretendían consolidar su integridad territorial con la “conquista del oeste” norteamericano o la “conquista del desierto” en el cono sur. El desierto, tal como lo veían las élites blancas, era un vasto e inconmensurable territorio que debía ser arrabatado a los indígenas para incorporarlo a las haciendas de los caudillos y militares criollos que se atrevían a conquistarlo. Este proceso colonizador y de expansión de fronteras concluyó en la mayor parte de América hace mucho tiempo, excepto en Colombia, donde hay más de seis millones de campesinas y campesinos desplazados, expulsados de su tierra, y cada semana se informa de nuevas incursiones de grupos armados que provocan más desplazamientos.
El investigador chileno Rodrigo Karmy, que estudió los fundamentos filosóficos de la noción de “pueblo elegido” y sus implicaciones políticas (1), considera al movimiento sionista como una “proyección del colonialismo europeo” en Oriente Medio. En su opinión, no existiría un conflicto religioso ni cultural entre personas judías y musulmanas, sino como consecuencia del colonialismo implícito en la expansión territorial del Estado de Israel. Esta tesis no es nueva, también la suscriben en un libro de conversaciones dos judíos de renombre internacional, el lingüista Noam Chomsky y el historiador israelí Ilan Pappé, quienes asumen que el Estado de Israel practica de forma sistemática la limpieza étnica al despojar a los palestinos de su territorio (2).
Racismo, ultraderechismo y terrorismo de estado
A pesar de estas similitudes, hay diferencias sustanciales derivadas de la historia de cada uno de estos países. Las características demográficas de Israel, cuya población judía es minoritaria en una región geográfica de mayoría árabe y musulmana, dan lugar a un contexto específico insoslayable. Esto alimenta, desde el origen del Estado de Israel, la ideología de atraer a las y los judíos de la diáspora como objetivo geopolítico prioritario. Aunque esta población con derecho a la nacionalidad israelí siempre será numéricamente inferior a la de sus vecinos musulmanes, su número está en permanente crecimiento -con altísimas tasas de natalidad entre los religiosos ultra ortodoxos- y las fronteras “judías” avanzan día a día sobre tierras palestinas, en Cisjordania y Jerusalén, mediante la construcción de nuevos asentamientos o el derribo y la reapropiación de viviendas palestinas.
En Israel hay dos poblaciones que comparten territorio pero no una misma identidad nacional. No hay lugar al cruce de identidades en una misma formulación estatal. La alternativa de crear dos estados resulta ya un espejismo, mientras el único estado existente devora el territorio del otro estado supuestamente embrionario. Los palestinos de Gaza y Cisjordania son ajenos a la condición de ciudadanía de la que gozan los ciudadanos judíos. Tampoco tienen derecho a la ciudadanía plena los árabes israelíes (palestinos/as) por su condición de no judíos/as. Muchos organismos nacionales e internacionales de derechos humanos han advertido sobre la situación de apartheid en la que viven estas comunidades musulmanas bajo las leyes del Estado de Israel. Dentro de Israel actúa B’Tselem, una organización hebrea que denuncia “el avance y la perpetuación de la supremacía de un grupo -judíos- sobre otro -palestinos- (3).
En Colombia, paralelamente, las clases acomodadas llaman a la policía y el ejército a masacrar manifestantes para acabar con los bloqueos vinculados al paro. En algunas ciudades, como Cali, la represión estatal y paraestatal adquiere tintes racistas. Entran en acción los grupos paramilitares, que desde varias camionetas Toyota blancas alineadas en formación militar disparan contra los manifestantes indígenas de la Minga que llegan a la ciudad, provocando una docena de heridos. Los vehículos atacantes -todos de color blanco, como la vestimenta de sus ocupantes- se retiran del lugar escoltados por motos de la policía. Para justificar esas operaciones paramilitares, las élites caleñas realizan falsas denuncias de ataques a sus propiedades por parte de los indígenas. Un caso de racismo extremo es el de una médica que escribe en una red social a sus colegas: “Dan ganas de que vengan las Autodefensas y acaben literalmente con unos 1.000 indios, así poquitos nada más para que entiendan”. El 25 de mayo, a pocos días del primer mes de paro, un sector de la sociedad caleña (la gente de bien para el gobierno) salió a las calles vestido de blanco y con pañuelos blancos, en una llamada Marcha del Silencio, para reclamar “libertad para trabajar” y el fin de los bloqueos. Esa misma noche en Tuluá, cerca de Cali, se produce la espectacular quema del Palacio de Justicia en una acción atribuida al vandalismo pero que en realidad fue planificada y coordinada, según afirmó el alcalde, y en las inmediaciones del lugar murió un joven estudiante por disparos de arma de fuego. Hay denuncias de que los encapuchados que incendiaron ese edificio histórico actuaron en connivencia con la policía, en una operación de falsa bandera que benefició a los capos del narcotráfico cuyos legajos desaparecieron. A medianoche, en una acción de grupos paramilitares, los ocupantes de una camioneta blanca asesinaron a dos manifestantes en un punto de bloqueo (4).
A diferencia del régimen de apartheid de Israel, Colombia no discrimina jurídicamente por estatus de ciudadanía a las y los indígenas o afrodescendientes, ni a la juventud pobre de los suburbios urbanos, pero con frecuencia los extermina como población desechable. Darío Monsalve, arzobispo de Cali considerado “comunista” por la ultraderecha colombiana, asegura que “en Colombia persiste una mentalidad de ‘limpieza social’ o de lo que yo he llamado ‘genocidio generacional’ entre los más pobres”. La sociedad bien pensante, la gente de bien, les envía los escuadrones de la muerte para que cometan “asesinatos ecológicos” o “muertes con sentido social” (5).
Históricamente, y en particular desde la década de 1980, el Estado colombiano ha delegado la represión de la disidencia social en diversos grupos paramilitares. La etapa más agresiva de estos grupos se desarrolló con la conformación de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), lideradas por los hermanos Castaño, que centralizaron su accionar y sembraron el terror entre la población rural, participando entre otros crímenes en el genocidio político de la izquierdista Unión Patriótica (UP). Las AUC contaron con entrenamiento directo de oficiales de espionaje y ex militares del ejército israelí. El periodista Alberto Donadio reveló en enero de 2021 que durante el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990) fue contratado un alto oficial de inteligencia israelí, Rafi Eitan, pagado con fondos opacos de Ecopetrol, quien habría aconsejado “eliminar” a todos los miembros de la UP a través de grupos paramilitares que él mismo se ofreció a crear (6). El asesor de Barco no era una figura irrelevante, ya que en su currículum destaca el haber dirigido la captura del mayor criminal de guerra nazi huido a Sudamérica, Adolf Eichmann, en Buenos Aires en 1960. Otro ex militar y conocido mercenario israelí, Yair Klein, tuvo un papel destacado en el entrenamiento y suministro de armas de guerra a los paramilitares colombianos en aquellos mismos años. Al publicarse la investigación de Donadio, la UP solicitó a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) que citara a declarar al general Rafael Samudio Molina, ministro de Defensa de la época, así como al empresario de seguridad israelí Yair Klein en condición de “mercenario en el genocidio”.
Esos grupos paramilitares no solo aprendieron a asesinar a opositores políticos y a enfrentar a las guerrillas de izquierda sustituyendo en esta misión al estado colombiano. También adquirieron la habilidad de conquistar tierras productivas para grandes terratenientes de la ganadería extensiva y el cultivo de la palma africana, expulsando a la población local por encargo de hacendados que se apropian del territorio intimidando a sus legítimos propietarios para ensanchar sus fincas a precios de saldo. Muchos de estos desplazamientos afectan a pueblos indígenas o afrodescendientes, que se ven obligados a abandonar su hábitat por el temor que les infunden los sicarios paramilitares. Esta forma de terror fue especialmente cruel en Urabá y otros municipios de Antioquia durante la segunda mitad de los años noventa, bajo el gobierno de Álvaro Uribe (7).
Esta dinámica de desplazamiento de grandes masas de población rural, que afecta a varios millones de colombianos, ha continuado con mayor o menor intensidad durante las presidencias de Uribe (2002-2010), Santos (2010-2018) y Duque. Aun hoy, en muchos lugares de Colombia se expulsa a las y los indígenas o se los asesina (y en particular a sus líderes sociales) para robarles el territorio, y así extender las nuevas formas de colonización: la frontera cocalera, ganadera, de la palma… La frontera “productiva” avanza sobre las culturas nativas y destruye la biodiversidad gracias a los desplazamientos masivos de población, inducidos por las masacres.
El reclutamiento de jóvenes para convertirlos en sicarios de los grupos paramilitares es incesante. A finales de abril, Norma Vera Salazar, defensora de Derechos Humanos del departamento de Magdalena, denunció que en la Sierra Nevada de Santa Marta el grupo paramilitar Autodefensas Conquistadoras de la Sierra estaraba reclutando menores de 15 a 17 años procedentes de Venezuela, uniformándolos y pagándoles un sueldo por incorporarse a ese grupo criminal (8). Y durante el mes de mayo, en una operación que muchos consideran vinculada a la represión del paro nacional, antiguos paramilitares de las AUC desmovilizados en 2005 denunciaron que fueron localizados por las Autodefensas para que volvieran a integrar sus filas. “Están como locos reclutando gente”, declaró a Radio Caracol uno de ellos, que fue acosado en Risaralda -donde viven unos 600 paramilitares desmovilizados- tras haber cambiado varias veces de domicilio, y que denunció a la Fiscalía porque “ellos son los únicos que tienen esa información” para identificar a los antiguos sicarios (9).
Alianzas político-militares con Estados Unidos
A pesar de la naturaleza claramente diferenciada de cada proceso histórico, existe una coincidencia fundamental entre ambos países: tanto Colombia como Israel son los principales aliados estratégicos de Estados Unidos en sus respectivos continentes y los mayores receptores regionales de ayuda militar estadounidense. Colombia cuenta con al menos siete bases militares norteamericanas en su territorio (de las 70 bases que Washington tiene desplegadas en América Latina), sus fuerzas armadas realizan operaciones conjuntas con asesores del Comando Sur en enfrentamientos contra las guerrillas o el narcotráfico y es el único país latinoamericano que tiene un acuerdo de colaboración con la OTAN. Desde el año 2000 hasta 2016, Colombia recibió 9.500 millones de dólares, de un total de 20.500 millones de ayuda militar para toda América Latina. Esta ayuda triplica la cantidad entregada al segundo receptor de la región, México (2.900 millones de dólares), que comparte con Colombia el carácter de país prioritario en la “guerra contra las drogas”. Durante 2020 la ayuda militar a Colombia alcanzó los 330 millones de dólares. Aunque esa cuantiosa asistencia militar oficialmente se destina a la lucha antinarcóticos, esta siempre sirvió como pantalla para la intervención militar estadounidense en el conflicto armado colombiano (10).
En el caso de Israel, primer aliado estadounidense en el mundo no anglófono, las magnitudes de la asistencia militar son de una escala superior. La ayuda militar al estado hebreo, de unos 3.000 millones de dólares anuales, se incrementó en 2016, al final del gobierno de Barak Obama, con la aprobación de un paquete de 38.000 millones de dólares distribuidos en los 10 años sucesivos. Esta ayuda sirve para equipar al ejército israelí con cazas ultramodernos y se destinan 500 millones de dólares anuales a financiar el escudo antimisiles para blindar el espacio aéreo de Israel.
Durante los 11 días de bombardeos de la franja de Gaza por parte del ejército israelí, Estados Unidos bloqueó varias resoluciones presentadas ante el Consejo de Seguridad de la ONU para frenar la ofensiva. No fue una sorpresa, porque la comunidad internacional está acostumbrada al veto de Washington en todo lo que afecte a Israel. A lo largo del año 2020, la Asamblea General de Naciones Unidas emitió 17 resoluciones contrarias a Israel, según el recuento de un organismo próximo al gobierno israelí. Entre ellas, una resolución aprobada en diciembre referida a la ilegalidad de explotar los recursos naturales en los territorios ocupados, tanto de los palestinos en Cisjordania como de los sirios en los Altos del Golán. Varias resoluciones reclaman a Israel que se retire de los territorios que ocupa y le exigen fijar sus fronteras internacionales. Pero estas resoluciones de la Asamblea tienen solo un carácter simbólico, no son vinculantes. En el Consejo de Seguridad, cuyas resoluciones son de obligado cumplimiento, Estados Unidos ejerce su poder de veto para evitar que se condene el carácter criminal de las ofensivas del ejército israelí.
Los sucesivos gobiernos de Estados Unidos, sin distinción de partidos, han vetado hasta 45 resoluciones de condena del Consejo de Seguridad de la ONU por todo tipo de abusos y violaciones de soberanía cometidos por el Estado de Israel, dos tercios de los cuales se refieren al conflicto interno con el pueblo palestino (11) (12). Esta situación mantiene de forma permanente el status quo, impidiendo al Consejo tomar medidas efectivas para impedir las masacres de población civil palestina. Los representantes de Washington ante la ONU alegan que “Israel tiene derecho a defenderse”, tal como acaba de hacerlo el presidente Joe Biden para justificar el veto actual.
En la cuenta de los desequilibrios de la región de Oriente Medio hay que sumar también que las potencias occidentales, encabezadas por Estados Unidos, han permitido que Israel desarrollase capacidades de armamento nuclear en instalaciones secretas, fuera del riguroso escrutinio de las inspecciones internacionales a las que se somete a su adversario persa cada vez que añade un puñado de centrifugadoras a sus instalaciones de uso civil. Este poderío, conocido aunque no explicitado, dota a Israel de una capacidad disuasoria que no es meramente defensiva, ya que le permite atacar instalaciones militares o civiles en países vecinos y no temer represalias. Recordemos que el ejército israelí ha bombardeado abiertamente centrales nucleares de Iraq, Siria e Irán sin que la comunidad internacional hiciera nada por impedirlo.
Geopolítica, petróleo, drogas y armamento
Israel y Colombia constituyen dos grandes plataformas militares desde las que Estados Unidos y sus aliados controlan la temperatura social y política de los respectivos escenarios regionales. Ambos tienen una ubicación geográfica privilegiada, muy próximos a los principales pasos estratégicos del comercio internacional, el canal de Suez y el canal de Panamá. Además, ambos países son territorio de frontera con las mayores reservas de petróleo del planeta. En el caso de Colombia, aparte de sus propias reservas, la vecina Venezuela cuenta con las mayores reservas mundiales comprobadas. En el caso de Israel, la vecindad es con los grandes productores de la OPEP, que extraen una tercera parte de los hidrocarburos que se consumen en todo el mundo.
Durante la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI, el control de la producción y circulación de los recursos energéticos fue una pieza central de la estrategia geopolítica estadounidense para el despliegue de su ejército en el exterior. Las principales multinacionales del sector, muchas de capital estadounidense, aunque también europeo, se cuentan entre las primeras compañías del mundo por capitalización bursátil. Las llamadas “guerras del petróleo”, encadenadas década tras década en Oriente Medio y principalmente en el Golfo Pérsico, no solo sirvieron para saquear los recursos de los países productores; también incidieron en la fijación del precio del petróleo, favoreciendo los intereses de esas mismas corporaciones cuando merman sus beneficios por exceso de oferta con caída del precio del barril. Los bombardeos en Oriente Medio siempre alientan la especulación en los mercados de futuros petrolíferos, ya que la cotización remonta en razón de la inestabilidad que genera la situación bélica.
Por otra parte, el despliegue de bases militares de Estados Unidos en Colombia se efectuó como una pieza clave de la lucha antinarcóticos de Washington en el país con la mayor extensión de cultivos de coca, pero su enfoque puramente represivo fue un fracaso y un flagelo para las comunidades rurales afectadas por la fumigación aérea con glifosato. Después de dos décadas de haber aplicado esta estrategia errada, la exportación de cocaína no se ha reducido, más bien al contrario, y Colombia sigue produciendo el 70 % de la hoja de coca que se cultiva en todo el mundo. Los carteles mexicanos se han implantado en el país y controlan, junto a los grupos paramilitares y bajo la atenta mirada de la DEA, el flujo de estupefacientes hacia los mercados occidentales de consumo.
El despliegue militar antinarcóticos encubría de hecho una intervención directa de Estados Unidos en la lucha contra la guerrilla colombiana, reforzando entre otras cosas el entrenamiento del Ejército con técnicas de guerra contra la insurgencia impartidas por oficiales estadounidenses. Pero la instalación de bases militares en Colombia tiene también un efecto disuasorio en el caso de un potencial conflicto con Venezuela, que sufre constantes incursiones de militares y tropas irregulares colombianas a través de sus fronteras, por no hablar de la implicación directa del presidente Iván Duque en los planes de Estados Unidos de derrocar a Nicolás Maduro y sustituirlo por el presidente ficticio Juan Guaidó.
La ubicación estratégica de estos países, colindantes con los mayores yacimientos de petróleo conocidos, les permite actuar como “pupilos consentidos” de la superpotencia occidental, pero también ha facilitado que sus poblaciones pudieran convertirse en rehenes de la militarización extrema que implica ese rol de subpotencias regionales que se les ha asignado en el tablero geopolítico internacional.
Una estrategia extemporánea
La estrategia geopolítica estadounidense de fortalecer el poderío militar de Israel y Colombia como zonas de retaguardia en el control de las mayores reservas de combustibles fósiles mundiales resulta hoy completamente extemporánea. Durante el gobierno de Donald Trump, la extracción de petróleo no convencional a través del fracking convirtió a Estados Unidos en un país autosuficiente para el consumo interno (una cuarta parte del total del planeta) y en el mayor productor mundial de petróleo. Este desarrollo, económicamente viable en un mercado con precios elevados, se derrumbó completamente con la caída del consumo en pandemia; el precio del petróleo descendió hasta valores negativos y eso supuso la ruina de este modelo de extracción y el cierre de infinidad de pozos (13).
Pocos días después del cambio de gobierno en Estados Unidos, el presidente demócrata Joe Biden declaró su voluntad de combatir el cambio climático junto a la comunidad internacional, retomando una senda de la que se había desviado el presidente anterior. Biden aseguró en enero pasado que “la justicia ambiental estará en el centro de todo lo que hagamos”, y creó una Oficina de Política del Clima en la Casa Blanca, incorporando así esta cuestión a la agenda de seguridad nacional.
Si esta opción fuera sincera y el gobierno estadounidense redujese sustancialmente el consumo de combustibles fósiles, y en particular de hidrocarburos, cumpliendo así con los acuerdos internacionales, la estrategia geopolítica de Estados Unidos basada en la concentración del gasto militar en regiones con abundancia de petróleo quedaría completamente desfasada. La imponente maquinaria bélica que se ha desarrollado para proteger ese recurso estratégico dejaría de cumplir su función, ya que la antigua amenaza de una eventual escasez habría desaparecido y sería más previsible que existiera una constante sobreoferta de esta materia prima por la necesidad de reducir su consumo a nivel global.
Sin embargo, las grandes multinacionales petroleras están en el centro del sistema de poder estadounidense y las buenas intenciones del gobierno de Biden en materia ambiental vendrán condicionadas por su poderosa influencia. Y más aún las decisiones estratégicas adoptadas por el Pentágono, siempre reacio a desmantelar ese entramado geopolítico orientado a sostener una estrecha vigilancia de los mayores productores de hidrocarburos y de los flujos mundiales del mercado del petróleo. A esta resistencia se suma la de una industria de armamento que acapara las ventas de material militar a los países receptores de ayuda. En efecto, la contraprestación del acuerdo de asistencia a Israel por 3.800 millones de dólares anuales es la obligación de este país de equiparse solo con proveedores de armas estadounidenses. Un negocio sobresaliente para la industria bélica, financiado con el dinero de los contribuyentes.
Por lo demás, existen vínculos de colaboración y propiedad muy estrechos entre empresas de seguridad israelíes y estadounidenses, y un Israel armado hasta los dientes es el señuelo de la industria bélica para rearmar de forma permanente a las monarquías petroleras del Golfo, empezando por el mayor comprador de armas del mundo (después de la India), Arabia Saudí, con un gasto militar de 69.000 millones de dólares en 2017. Egipto, que recibe anualmente 1.300 millones de dólares de ayuda estadounidense, y el nuevo aliado árabe de Israel, EUA, son los siguientes países en la lista de importadores de armamento.
El complejo militar-industrial seguirá presionando a la Casa Blanca para mantener este suculento mercado cautivo. La industria de hidrocarburos, por su parte, no cederá terreno fácilmente y buscará recomponer sus alianzas para alcanzar una nueva época dorada del petróleo, con una vuelta al gobierno de Donald Trump o con cualquier otro candidato republicano negacionista del cambio climático. Y los lobbies de ambos sectores seguirán presionando en el Congreso para mantener el status quo de la implicación militar de Washington en esos enclaves que consideran estratégicos.
Esta es la tendencia estructural de fondo, impulsada por las presiones políticas que propician la complicidad con las masacres que perpetra el Estado de Israel en Palestina, o las razzias del Estado colombiano contra su juventud pobre, negra e indígena. Pero durante los últimos años se produjo un cambio en la percepción de la opinión pública estadounidense que se refleja en las contradicciones y desacuerdos existentes dentro del partido Demócrata. Decenas de congresistas rechazaron las declaraciones del gobierno de Joe Biden de apoyo incondicional al ejército israelí en la ofensiva bélica contra la franja de Gaza. Al mismo tiempo, otro numeroso grupo de congresistas reclamó la suspensión de cualquier ayuda directa de Estados Unidos con destino a la policía colombiana (14). El presidente afronta importantes discrepancias internas, como la del senador Bernie Sanders, judío, que en una tribuna publicada en The New York Times recuerda a sus compatriotas que “las vidas palestinas importan”, o la congresista Alexandria Ocasio-Cortez, quien no duda en calificar a Israel como un “Estado de apartheid” y acusa al presidente de su país de complicidad con la muerte de civiles palestinos. (15)
En el caso específico de Colombia, la presencia militar estadounidense no es menos extemporánea con el fin de combatir a las guerrillas, que han quedado muy mermadas tras la firma del acuerdo de paz con las FARC en 2016. Tampoco tiene fundamento sostene esa asistencia militar invocando la lucha contra el narcotráfico. Hace algo más de 20 años, el ejército colombiano, asesorado por militares estadounidenses, ya fumigaba con glifosato las plantaciones de marihuana. Paradójicamente, hoy Estados Unidos es uno de los mayores productores de cannabis del mundo para uso recreativo y Colombia ni siquiera ha autorizado su cultivo para fines medicinales. ¿Podría devenir Estados Unidos uno de los mayores productores de cocaína del mundo en un futuro no muy lejano? Si esto finalmente ocurriera -y no parece demasiado utópico- los clanes del narcotráfico perderían su suculento negocio y los países que padecen esta lacra experimentarían un enorme alivio.
¿Quiénes dieron la orden?
Durante las manifestaciones de protesta en Colombia resuena siempre una pregunta respecto de las masacres y la violencia policial: “¿Quién dio la orden?” Es una pregunta retórica, ya que se presupone la respuesta: el ministro de Defensa, responsable de la policía (cuya moción de censura no prosperó en el Senado), y el presidente Iván Duque como máximo responsable político, y por encima de él, ejerciendo el poder en la penumbra, teledirigiendo los destinos del país, el no menos “presidente” Álvaro Uribe, el máximo responsable de los 6.402 “falsos positivos” entre muchos otros crímenes de estado. En estos días, después de haber instigado a la fuerza pública a usar sus armas durante el paro nacional, una etiqueta recorrió las redes sociales: #uribediolaorden
Tampoco hay dudas de que en Israel las órdenes de atacar las dio el presidente ultraderechista Benjamin Netanyahu. Como lo ha hecho en otras ocasiones, este corrupto dirigente del Likud volvió a coquetear en este ataque a Gaza con los patidos ultraortodoxos y supremacistas para mantenerse en el gobierno y así evitar las causas por corrupción que lo persiguen. En la actual coyuntura, sin haber conseguido hasta ahora formar gobierno y teniendo que convocar nuevas elecciones, los bombardeos contra enclaves palestinos le servirían en sus cálculos oportunistas para mejorar sus expectativas de voto.
Uribe es el máximo responsable del genocidio perpetrado contra su pueblo, su principal brazo ejecutor, pero hay otra instancia desde la que también se impartió la orden. Netanyahu es el mayor criminal de guerra del Estado judío contra la población civil indefensa de un territorio bajo su custodia, contra sus súbditos palestinos. Pero por encima de Uribe, por encima también de Netanyahu, hay un sistema de poder bien aceitado y refractario a los cambios. Un sistema político y económico que no disimula su voracidad por hacer negocios con traficantes de armamento y petróleo, o con narcotraficantes, y por ello muy complaciente con las atrocidades que cometen sus aliados militares estratégicos contra la población civil dentro de sus fronteras.
Hay una diferencia cualitativa y una cuestión de escala en el apoyo político y militar de Estados Unidos a cada uno de estos dos países. En ese sentido, la situación no es comparable. En el caso de Israel, la fidelidad de Washington es tal que el recurso al veto en el Consejo de Seguridad de la ONU se da siempre por descontado ante cualquier resolución en su contra. Es improbable que esto ocurra si el país condenado por violaciones de derechos humanos fuera Colombia. Algo que sí es comparable, sin embargo, es que sin ese apoyo incondicional de Washington, los responsables políticos de ambos países no podrían masacrar de manera impune a su propia población.
(1) Ver Karmy, Rodrigo: Escritos bárbaros. Ensayos sobre razón imperial y mundo árabe contemporáneo, LOM, Santiago de Chile, 2016.
(2) Conversaciones sobre Palestina. Noam Chomsky e Ilan Pappé, Icono Editorial, Bogotá, 2017.
(3) https://www.btselem.org/topic/apartheid
(4) La cifra de muertos durante la represión de las protestas esa noche en el municipio ascendió a cinco personas, pero también se reportó otra masacre de cuatro personas en la misma localidad un día antes, en este caso de jóvenes manifestantes secuestrados por grupos paramilitares (Águilas Negras y AGC, entre otros) que distribuyen panfletos contra los bloqueos. Ese mismo día se notificaba otra masacre, la número 40 en los primeros cinco meses de 2021, en la localidad de Suárez, Cauca, con resultado de tres personas jóvenes asesinadas. Ver acá.
(5) https://ctxt.es/es/20200801/Politica/33198/colombia-ivan-duque-masacres-awa-eduardo-giordano.htm
(6) https://losdanieles.com/columnista-invitado/virgilio-barco-y-el-exterminio-de-la-up/
(9) https://caracol.com.co/emisora/2021/05/28/pereira/1622201980_584490.html
(11; 12) El gobierno de Donald Trump fue especialmente generoso con su amigo Benjamin Netanyahu, en particular cuando le ofreció dos dádivas muy codiciadas por el expansionismo judío: la capitalidad de Jerusalén, que Trump ratificó trasladando la embajada de Estados Unidos a esa ciudad, y la anexión de los Altos del Golán, territorio estratégico arrebatado a Siria en las guerra de 1967 y 1973, ocupado desde entonces y cuya soberanía fue ‘asignada’ a Israel en 2019 por el magnate ultraderechista en un gesto imperial de rectificación de fronteras. Las resoluciones de la ONU contra estas decisiones de Washington también fueron vetadas. Ninguna resolución en este sentido ha prosperado, con la sola excepción de una histórica abstención en diciembre de 2016, en los últimos días del gobierno de Obama y contra la voluntad del ya elegido presidente Donald Trump. https://www.multimedios.com/internacional/historica-abstencion-de-eua-en-resolucion-de-onu-contra-israel
(15) Algunos crímenes de guerra cometidos por Israel, como el derribo de un edificio utilizado por la agencia AP y otros medios de comunicación internacionales, así como las informaciones de ataques a infraestructura hospitalaria con resultado de médicos muertos, socavan cada vez más la posición oficial del presidente Joe Biden dentro de su partido.
(*) Publicado originalmente en Contexto (España), 04/06/2021.