Por Guillermo Cieza
Del Dossier “Bicentenario: la Independencia en debate”, producido conjuntamente por Marcha y Contrahegemonía. “Reflexionar sobre la experiencia de la Revolución Paraguaya merece especial interés, porque se trata de un experimento social que duró más de medio siglo, que prueba la existencia de un proyecto de país alternativo al que nos ofrecieron quienes se apoderaron de los proyectos independentistas para rebajarlos a un cambio de patrón”, explica el autor.
Al referirse a los procesos independentistas de principios del siglo XIX en América Latina, se suele utilizar el término de “revoluciones inconclusas”, para caracterizar a grandes epopeyas populares que consiguieron la independencia política de los distintos territorios coloniales, pero no pudieron concretar sus objetivos sociales de democratizar las riquezas, en particular la tenencia de la tierra, y su objetivo político de que las decisiones sobre el futuro en los nuevos países quedaran en manos de los pueblos que se esforzaron en liberarlos.
Hay una mirada colonial que ha contaminado a nuestra izquierda, que pone en duda la existencia de un proyecto popular alternativo al que efectivamente se impuso, que fue cambiar la dominación española por la inglesa, manteniendo los privilegios económicos y políticos de las élites. Esa mirada reduce a una mera anécdota las luchas independentistas, reduciendo las diferencias existentes entre los distintos proyectos a contradicciones interburguesas. No pueden distinguir la existencia de luchas de clases, entre oprimidos y opresores en una prolongada guerra, con miles de muertos y donde las fuerzas patriotas no constituyeran ejércitos formales, sino que eran pueblos en armas
Desde esa mirada, el “Manual de Operaciones” de Mariano Moreno fue apenas un libelo conspirativo que nunca se concretó, la experiencia artiguista una breve aventura oriental, el ejército libertador de San Martín una campaña militar y la revolución paraguaya un delirio de dictadores tropicales. Peor aún, presentan a esas experiencias como desconectadas.
Esta desconexión tiene precisamente la matriz de su estrategia de aniquilamiento a manos de las elites conservadoras locales y el imperio británico.
Mariano Moreno fue asesinado en 1812, la experiencia artiguista fue aplastada por la invasión portuguesa de 1820, a San Martín lo mandaron al exilio en 1824, y en 1864 comenzaron la campaña para aniquilar al Paraguay.
Reflexionar sobre la experiencia de la Revolución Paraguaya merece especial interés, porque se trata de un experimento social que duró más de medio siglo, que prueba la existencia de un proyecto de país alternativo al que nos ofrecieron quienes se apoderaron de los proyectos independentistas para rebajarlos a un cambio de patrón.
En la revolución paraguaya se concretan las ideas de proyecto de país autónomo de
Moreno, la preocupación artiguista por democratizar el uso de la tierra integrando a los pueblos originarios y la decisión de San Martín de expropiar riquezas a los propietarios acaudalados para sostener el proyecto liberador.
Paraguay, un punto débil de la dominación colonial
Para tratar de entender los procesos que se produjeron en el Virreinato del Río de la Plata, creado en 1776, debe caracterizarse el papel que jugaban estos territorios en el esquema de dominación colonial española.
El Virreinato tenía más importancia geopolítica y comercial que económica. Desde lo geopolítico era importante para tratar de controlar las pretensiones expansionistas del imperio portugués. Desde lo comercial era importante porque contaba con puertos en el océano atlántico donde se concentraba el mayor volumen de intercambio comercial de la época colonial. Pero desde el punto de vista económico las tierras vinculadas al sistema fluvial Paraná-Río de la Plata tenían escaso valor. No había oro, ni plata, ni perlas, ni tierras aptas para los cultivos tropicales como el café, el tabaco, el cacao y la caña de azúcar. Para exportar, apenas cueros de vacunos y de animales nativos.
En 1810, Buenos Aires, la ciudad más poblada de la cuenca del Plata, no superaba los 50.000 habitantes; y estaba caracterizada por los dominadores imperiales como una ciudad de “tenderos y contrabandistas”.
La condición de marginalidad y de desinterés por parte de las administraciones coloniales se agravaba en tanto se alejaban del puerto en el atlántico. Con mucha precisión ha reflexionado el intelectual oriental Gonzalo Abella sobre las condiciones materiales en que se construyó el sueño artiguista. En esos territorios poblados por gauchos, charrúas, guaraníes y negros alzados, se había construido una convivencia basada en el respeto de sus culturas y relaciones de amistad y lazos comerciales, que llegaron a construir una economía autónoma antes de ser independientes. Era la economía de los pueblos que se autosustentaban y vendían sus cueros al mejor postor, fuera español, francés, portugués o británico.
El Paraguay compartía esa condición de marginalidad que lo obligaba a autosustentarse, pero también estaba impactado por la herencia de las misiones jesuíticas que durante casi 200 años, habían ejercido influencia sobre pueblos guaraníes preservando y desarrollando sus conocimientos agrícolas, textiles y de alfarería. Debe acotarse también que después de la expulsión de los jesuitas, la iglesia –que era la gran propietaria de tierras– había perdido influencia en la economía y la política local. La experiencia de sustentarse autónomamente, estaba reforzada por episodios políticos como la Revolución Comunera de 1650, y los reclamos al rey en 1778 por los impuestos a la producción de tabaco y yerba mate.
Anoticiados de los sucesos en Europa que aflojaban los lazos de la dominación colonial, el gobierno de Asunción, que siempre percibió a los porteños como representantes del imperio y onerosos intermediarios, reafirma su autonomía de Madrid y de Buenos Aires. Los porteños, que tenían problemas más graves que afrontar y que compartían con los españoles la opinión sobre el carácter marginal de la economía paraguaya, aceptan la proclamación de autonomía sin queja alguna. En consecuencia el proceso que va de la autonomía a la independencia entre 1811 y 1813, se desarrolla sin costos económicos, ni de vidas humanas. El Paraguay no interesaba a nadie más que a los propios paraguayos.
Un proyecto autónomo con identidad nacional
El gobierno de José Gaspar Rodríguez de Francia elegido en 1814 y que se prolonga hasta su muerte en 1840, pone los cimientos de la revolución paraguaya. Rodríguez de Francia nacionaliza la iglesia paraguaya, suprime las comunidades religiosas y expropia sus bienes. En los varios millones de tierras expropiadas a la Iglesia construye las “Estancias de la Patria”, preservando la propiedad estatal de las tierras pero entregándolas a campesinos y originarios para que las hagan producir a cambio de un canon anual. Lo recaudado con esa contribución y lo que percibe el Estado que monopoliza y controla el comercio exterior, se destina a desarrollar otras producciones, los servicios, y extender la educación gratuita en todo el país.
En lo político se preocupa por fortalecer la identidad nacional, tarea que van a continuar sus sucesores.
La vocación por desarrollar un proyecto de país autónomo se expresa particularmente en la decisión de aprovechar al máximo los recursos existentes, la tierra, las tradiciones agrícolas y textiles, pero tratando de cambiar la matriz productiva, intentando substituir los productos importados por producciones locales, impulsando el desarrollo industrial y de empresas básicas como la siderúrgica. Durante el gobierno de los López se propicia la política de contratar técnicos europeos y enviar jóvenes a capacitarse a los países más avanzados, tratando de superar la brecha tecnológica con las economías más desarrolladas. En estos intercambios se explican el desarrollo de los servicios más avanzados de la época como los ferrocarriles y los telégrafos, pero además un diseño de las redes de comunicación en beneficio de las necesidades locales y no de las terminales portuarias.
El punto más débil del proyecto paraguayo fue su vocación de aislamiento que, asumido en un principio por razones históricas y coyunturales, se tornó en orientación permanente.
Hay una carta profética de José Gervasio Artigas a Rodríguez de Francia donde le reclama la necesidad de avanzar en la unidad de sus proyectos, advirtiéndole sobre las consecuencias funestas de luchar por separado. El mandatario no le contestó esta carta, pero, después de la derrota de Artigas, le concedió asilo político en el Paraguay.
Hasta el último hombre…
En la valoración política de los gobiernos de Rodríguez de Francia, como los de sus continuadores Carlos Antonio López (que gobernó entre 1844 y 1862), Francisco Solano López (entre 1862 y 1870), hay cuestiones fácilmente mensurables como son: el desarrollo de la economía paraguaya en entre 1814 y 1870; el de la construcción del Estado paraguayo; y el de su relación con los procesos políticos de liberación en el continente, o, mejor dicho, de su postura de aislamiento, salvo en el último período del gobierno.
Hay debates abiertos sobre la caracterización del proyecto que oscilan entre reducirlos a la supervivencia del poder local colonial, en un nuevo país autónomo, a identificarlos con un capitalismo de Estado, como propone Vivian Trías.
Lo seguro es que se trata de un proyecto diferente al que se constituyó en otras repúblicas liberadas de la opresión colonial, caracterizadas por la gran influencia de las clases terratenientes. También es indiscutible el papel desempeñado por el Estado, como gran impulsor de producción y el empleo nacional, con la curiosidad de que durante los 26 años gobernados por Rodríguez de Francia (1814 a 1840) se produce una concentración de funciones ejecutivas, legislativas y judiciales en su persona, que limita el crecimiento de la burocracia estatal.
El carácter autoritario que se acentúa durante el gobierno de Rodríguez de Francia se ejecuta principalmente contra el poder de la Iglesia y los residuos de la anterior administración colonial, que se ven expropiados de sus propiedades e influencia política. La relación con los campesinos y pueblos originarios se inscribe dentro de lo que podríamos valorar como un gobernar en nombre del pueblo y para el pueblo, sin participación protagónica del pueblo, que caracteriza a los gobiernos paternalistas y a las etapas blandas de la burocracia. Podría asegurarse que para aquellos pueblos que venían de la experiencia de las misiones jesuíticas, y que no participaron activamente de las luchas independentistas del siglo XIX, no hubo un despojo de derechos políticos adquiridos, sino una continuidad de las prácticas paternalistas.
La mejor valoración del pueblo paraguayo sobre su proyecto se expresó cuando fue atacado por fuerzas extranjeras.
En la segunda mitad del siglo XIX, para la nueva potencia imperial, Gran Bretaña, el Paraguay volvió a ser importante, porque más allá de sus riquezas naturales y de su condición de primera potencia de Sudamérica, se había convertido en un vivo ejemplo que los latinoamericanos no estábamos condenados a la dependencia y a la miseria. Decidió arrasar la revolución paraguaya, con la complicidad de los gobiernos oligárquicos de Brasil, Argentina y Uruguay.
La respuesta del pueblo paraguayo fue resistir hasta el último hombre, y esto no es un eufemismo. En la llamada Guerra de la Triple Alianza fueron masacradas las cuatro quintas partes de la población masculina paraguaya. Sólo quedaron vivos los ancianos y los varones menores de doce años.
No derramar sangre de hermanos
Hay muchos relatos y pruebas documentales de que ir a pelear contra el Paraguay fue una propuesta sumamente impopular para los pueblos del interior de nuestro país. Vivian Trias menciona la carta de Emilio Mitre desde Córdoba donde anuncia que “van los contingentes atados codo con codo” y al gobernador porteño de La Rioja que agrega “a la sola mención de contingentes huyen despoblando pueblos enteros”. Da cuenta también de la sublevación de numerosos batallones, destacando la campaña organizada contra la guerra por Felipe Varela.
Quizás la expresión más potente y menos reconocida de esa memoria histórica, sea el culto mítico a Antonio Mamerto Gil, “el gauchito Gil”, que supo ser soldado en las tropas correntinas que pelearon contra su voluntad en la guerra del Paraguay, y que de regreso a su tierra desertó en la primera convocatoria negándose a volver a derramar sangre de hermanos.
Lo que todavía no sabemos de la revolución paraguaya
Se ha calificado a la historia como un recuerdo del futuro. Y esto es así porque el presente condiciona en el momento de leer nuestro pasado histórico.
No es casualidad entonces que los países que mejor conocen su historia, son aquellos en que se han desarrollado procesos revolucionarios. Cuba y Venezuela son un ejemplo.
La historia del Paraguay después de la masacre de la Triple Alianza ha sido una sucesión de presentes oprobiosos. Paraguay, como Haití, otro gran referente revolucionario del siglo XIX, parecen haber sido castigados por su osadía.
Desde su pasado cercano que incluyen sangrientas dictaduras como las de Stroessner, breves intervalos democráticos y nuevos regímenes oligárquicos surgidos de golpes de Estado, ha sido muy difícil reconstruir el pasado.
Que la historia del Paraguay pueda ser iluminada es importante porque su proyecto encarnó y concretó en un experimento social nacional de existencia prolongada, los mejores sueños independentistas de los revolucionarios del Río de La Plata y, me animaría a decir, de América del Sur.
Lo que todavía no sabemos de la revolución paraguaya es un tema pendiente que tendrán que alumbrar su propio pueblo y sus revolucionarios, pero será un aporte indispensable para reconstruir la historia de nuestro continente.
Mientras tanto nos limitamos a comentar lo más grueso, lo inocultable.