Este domingo, 7 de noviembre, se llevarán a cabo las elecciones presidenciales en Nicaragua, donde la actual fórmula presidencial de Daniel Ortega y Rosario Murillo, buscará extender su mandato por un nuevo periodo. Todo parece indicar, y salvo sorpresas, que Ortega gobernará por cuarta vez de forma consecutiva, luego de que llegara al poder en 2007.
Por Redacción Marcha
Las elecciones se dan en medio de un llamado de la oposición a no votar, luego de que algunas de las principales candidaturas opositoras fueran sacadas de contienda y al menos 7 precandidatxs detenidxs bajo la acusación de realizar acciones para favorecer la injerencia extranjera en el país, según se establece en “Ley de Defensa de los Derechos del pueblo a la Independencia, la Soberanía y Autodeterminación para la Paz”.
Esta acusación ha sido cuestionada por la arbitrariedad en las detenciones que incluye a ex integrantes de la guerrilla del FSLN, como Dora María Tellez y Victor Hugo Tinoco, ex canciller durante el gobierno revolucionario en los 80. Otra de las detenidas es la activista feminista Tamara Dávila, por quien las organizaciones feministas vienen reclamando su pronta liberación.
Desde la Articulación Feminista de Nicaragua, señalaron una persecusión contra el movimiento feminista y denunciaron en un video en redes sociales que al menos 150 nicaraguenxs guardan prisión por razones de conciencia, sumándose al llamado a no votar.
¿Qué pasa en la tierra de Sandino?
En el último tiempo hablar de Nicaragua levanta pasiones y polémicas no siempre debidamente contextualizadas. Para el progresismo latinoamericano, Nicaragua aparece muchas veces como una enorme interrogante o un gran silencio. Atrás, en el recuerdo, quedan los años de un pueblo que hizo lo que muchxs decían no se podía: una revolución por la vía armada. Hoy, 42 años después, los símbolos e imaginarios del sandinismo aparecen, cuando menos, en crisis. La pregunta sobre qué tanto queda de aquella gesta en la actual política del gobierno de Daniel Ortega levanta suspicacias entre la izquierda internacional.
Decir en qué momento arranca esta crisis puede variar según a quién se le pregunte. Pero hay coincidencia de que hay un momento de quiebre que, al menos en la subjetividad popular, aparece como un antes y un después. Se trata del 19 de abril de 2018. Fecha del inicio de rebelión, para la oposición, o del intento de Golpe, para el oficialismo.
Hasta antes de esa fecha, el gobierno de Daniel Ortega podía presumir de logros sociales y económicos demostrables. Desde 2010 hasta 2017, por ejemplo, el PIB de Nicaragua creció a tasas de más del 4% anuales, lo que lo convirtió en uno de los países con mayor inversión extranjera y, contrario a sus vecinos centroamericanos, no se vio afectado por el auge de de violencia social. Además, través de políticas públicas, logró una reducción importante, aunque insuficiente, de la pobreza.
Para garantizar la gobernabilidad, Ortega construyó una alianza de poder tripartita, compuesta por el empresariado, los sindicatos y el gobierno. Un modelo que fue avalado en su momento por el propio Banco Mundial. También el empresariado local vio con buenos ojos esta alianza. Desde El Instituto Centroamericano de Administración de Empresas (INCAE), uno de los principales tanques de pensamiento de la derecha centroamericana, definieron al gobierno de Ortega como un “populismo responsable”, término con el que justificaban mantener las inversiones en Nicaragua, pese a sus diferencias ideológicas.
2018. El inicio de una crisis
A favor o en contra del gobierno, 2018 es sin duda un punto de quiebre en la historia reciente de Nicaragua. Pero antes unos cuantos antecedentes para quienes no estaban al tanto de nada:
- En 2016, Daniel Ortega corrió por su segunda reelección y logró un triunfo del 72%, según conteos oficiales, para un tercer mandato, acompañado de su esposa, la actual vicepresidenta y ex comandante guerrillera, Rosario Murillo. Eso sí, las elecciones fueron cuestionadas por la oposición señalando que fueron inconstitucionales y acusaron a Ortega de controlar a la Corte Suprema de Justicia y de irrespetar al poder legislativo.
- En 2017, y a raíz de la reelección de Ortega, se reactivó en Estados Unidos la discusión del Proyecto de Ley Nicaraguan Investment Conditionality Act (NICA),o “Nica Act”, que establecía que Estados Unidos solo aprobaría préstamos a Nicaragua por razones humanitarias. Esta Ley se aprobó a finales de 2018.
- En 2018, el gobierno de Daniel Ortega impulsó una reforma del sistema de pensiones que incluía un aumento en los aportes de empleados y patronales. Si bien la medida era más “moderada” que la inicialmente propuesta por el Fondo Monetario Internacional, la misma generó descontento entre un sector de la población, principalmente estudiantes. La protesta, legítima, generó un despliegue excesivo de las fuerzas represivas del gobierno. La represión sirvió como fósforo para prender la mecha y permitió que más sectores se sumaran a la movilización. La amplitud ideológica de las movilizaciones en rechazo a la reforma, inicialmente, y a la represión, posteriormente, incluía tanto a sectores de izquierda como a sectores conservadores. Durante el periodo más álgido de movilizaciones, organizaciones de derechos humanos hablan de más de 300 muertos, en su mayoría a manos de las fuerzas represivas.
La crisis de 2018 representó un golpe a la hegemonía del FSLN y puso a tambalear al liderazgo de Ortega que, hasta ese momento, parecía gobernar de forma cómoda el país. De ahí que la elección del domingo será un termómetro de qué tanto el FSLN mantiene un carácter mayoritario en términos de apoyo dentro de Nicaragua. Periodistas afines al gobierno, señalan que estiman una participación cercana al 70%, algo a lo que desde el oficialismo apuestan para darle legitimidad al proceso.
En este punto es importante reconocer dos cosas. La primera es que la intervención de Estados Unidos efectivamente existe. Durante la última semana, por ejemplo, el gobierno estadounidense decidió excluir del Tratado de Libre Comercio con Centroamérica a Nicaragua, una medida que tiene como objetivo principal incidir en la participación de las elecciones del domingo. La segunda es que hay una subjetividad popular antiimperialista en Nicaragua que data desde el siglo 19. Una de las fortalezas del orteguismo, como expresión hegemónica del sandinismo, es el hecho de haber construido una narrativa que conecte con esta tradición y con la poética de la revolución de los 80. Pero lo cierto, es que el gobierno de Nicaragua, en términos económicos, ejecuta desde hace años una política centrada en el pragmatismo y no en un programa necesariamente de izquierda.
Salvo sorpresas, todo parece indicar que Daniel Ortega seguirá siendo el presidente de Nicaragua. Que la elección será rechazada por un amplio sector de la oposición y por los Estados Unidos y otros países de la región. La principal interrogante será saber cuál será la postura de países como México y Argentina, que durante el último año se han mostrado distantes al gobierno de Nicaragua. Cabe recordar que durante la cumbre de CELAC, en septiembre de 2021, el canciller de Nicaragua criticó duramente el gobierno argentino y le acusó de apoyar una agenda imperialista. Lo que está claro es que el resultado del domingo no será la salida de la crisis política y social, pero sí tendrá incidencia en el entramado regional, sobre todo en un mes donde también se llevarán a cabo elecciones presidenciales en Chile y Honduras.
La situación en Nicaragua nos pone frente a un debate alrededor de la política antiimperialista, ¿cómo cuestionar prácticas autoritarias y centralistas sin responder a una agenda intervencionista? ¿Cuál es el rol de la policía y de las fuerzas represivas en un gobierno de izquierda? ¿Se puede seguir apoyando a gobiernos que no incorporan la agenda feminista y ambiental? ¿Qué pasa con la renovación dentro de los partidos de izquierda? ¿Se puede hablar de gobiernos progresistas en general o es necesario comenzar a trabajar distinciones? Estas preguntas son algunas de las que giran alrededor de la situación actual en Nicaragua y que son punto de debate para la izquierda y los movimientos populares. Un debate que no se puede seguir postergando.