Seguimos recordando multitudes. Esta vez, sobre partido más importante que jugó Colón de Santa Fe en Asunción. Una crónica que da cuenta del viaje, las ilusiones, la cancha, la gente… todo en marcha hacia Paraguay.
Por Waldemar Fink
Gestando un sueño
3 de diciembre de 1997: Ya hacía bastante tiempo que vivía en Buenos Aires, tenía 17 años. Colón le ganaba a Independiente el partido que definía el equipo que, junto a River, jugaría la Copa Libertadores del 98. 9.000 hinchas fuimos a la cancha de Lanús y varios miles terminamos festejando en el Obelisco a la salida del partido.
Tres días tardaba en llegar el diario El Litoral al kiosco de diarios de Retiro. Allí fui a comprarlo, por el sólo hecho de tener ese recuerdo histórico. Ël día que Colon festejó en el Obelisco”, tituló el diario. Yo estuve ahí, fui parte de esa historia, pero nada se compara con lo que viví casi 22 años después…
Todo comenzó el 26 de septiembre de 2019 en la definición por penales de la semifinal contra Atlético Mineiro en Brasil. Terminé abrazado en el piso del living de mi casa con Ricky y Obed, dos amigos hinchas de Boca que me hicieron el aguante. Eso generó Colón, que muchos y muchas hinchas de otros equipos siguieran su campaña. (Y ni hablar después de la banda de gente que llevamos a Paraguay y del himno sabalero de Los Palmeras). En ese momento, antes de levantarme del piso, ya estaba pensando en el viaje a Asunción.
A la mañana siguiente llamé a Santa Fe al “Sejo” (amigo sabalero). Él y la banda de La Píldora de la Vida serían los encargados de la logística y mis compañeros de viaje. Después de un mes de idas y vueltas, en las tantas llamadas, me confirmaron la entrada y los pasajes. Fue un alivio. En el medio cumplo 40 años, y tuve un regalo muy especial de mi familia, un sobre con plata que decía: “Esto no es solo tu regalo, es nuestra forma de ayudarte a cumplir un sueño”.
El éxodo
Partí a Santa Fe el jueves 7 de noviembre. Esa noche terminamos de definir qué llevaria cada uno, fundamental en un viaje que se esperaba que fuera largo: sanguichitos, tartas, bizcochos, facturas y mucha cerveza.
A la mañana siguiente ya estábamos en las afueras de la cancha de Colón mitigando la ansiedad y contemplando el hermoso espectáculo de la salida de cada micro entre aplausos y cerveza. Salimos a las 13 hs y llegamos a la frontera a las 5 de la mañana. Sí 808 km en 16 horas de viaje. ¿El motivo?: la ruta 11 era una caravana roja y negra interminable. Estuvimos 5 horas más esperando en un playón enorme, lleno de colectivos y gente de todas las edades: familias enteras, amigos, amigas, padres e hijos, madres e hijas….
Una vez que cruzamos a Paraguay nos guiaron hasta la costanera y desde allí saldríamos en tandas hasta la cancha. Esa espera con 40 grados y con poca sombra fue áspera. Los “trapos”, uno de ellos de uno de los pibes que ya no estaba y que sus amigos llevaron para tenerlo presente, nos sirvieron de refugio del cruel sol atados a los pocos árboles.
Dos horas después partimos escoltados hasta las afueras del estadio. A lo largo de los kilómetros de ciudad que recorrimos, cientos de banderas sabaleras colgaban de balcones y ventanas de casas. Asunción parecía Santa Fe una tarde de clásico; una hermosa locura.
Con la advertencia de que iba a haber controles de alcoholemia con tolerancia cero fuera del estadio, hacía varias horas que, con gran dolor, habíamos dejado algunas latas sin abrir en las conservadoras (jamás lo hubo, pero quedarse afuera de semejante evento por escabiar un poco demás hubiese sido un precio que nadie estaba dispuesto a pagar).
El Partido
Todo era una fiesta. La sensación una vez que traspasé el control de ingreso a la cancha fue indescriptible. Ya estábamos ahí, nada ni nadie iba a impedir que formara parte de la historia sabalera. Sí, uno de esas y esos 40.000 era yo; 39.999 y yo.
Fue increíble ver ese estadio todo pintado de rojo y negro, y todo tuvo sentido cuando Los Palmeras y 40.000 almas cantaron “Soy Sabalero”: tres generaciones se unieron en una sola voz.
De la fiesta y el calor agobiante a la lluvia y el frío implacables. Los nubarrones, que eran un hermoso contraste, terminaron castigándonos demasiado. La mayoría aguantó estoica, pero muchos de los abuelos y abuelas tuvieron que refugiarse o ser atendidos por el operativo de salud. Tres horas bajo el agua, 3 a 1 abajo.
Salimos de la cancha caminando despacio mientras nuestra sombra por los fuegos artificiales del festejo (que a nuestras espaldas no quisimos ver), se proyectaba ecléctica.
Apenas lloré, era demasiado grande lo que estaba viviendo como para que terminara mal. Lloré muchas veces por Colón, pero este acontecimiento no se merecía un final triste. Toda esa gente que vi durante kilómetros, en cientos de colectivos, autos y combis; a dedo y hasta en bicicleta con 53 años, pedaleando durante 4 días, jamás vamos a olvidar lo que vivimos. Pensé en la cantidad de abuelos y abuelas que vi que no van a llegar a ver a Colón campeón. Sí, sentí pena por ellos y ellas pero yo tengo la esperanza de poder vivirlo…
Antes de llegar al colectivo compramos cerveza, ahora sí tomaríamos sin restricciones.
Y mientras, pensaba que 22 años después no iría a comprar ningún diario. A los minutos de terminado el partido publicaron en las redes sociales de ESPN: “¿Cómo le explicás a estas 40.000 personas lo que consiguieron hoy, más allá de su dolor? Desde ahora cada equipo argentino va a ser medido con la vara de Colón. El 9/11/19 es una efeméride: El éxodo sabalero.”