Desde el primer día de la COP, flotillas amazónicas, caravanas indígenas, campesinas y urbanas, cuerpos organizados y territorios en movimiento llegaron para recordarlo: la Amazonía no es un escenario, es un territorio vivo. Y no, esta no es una COP distinta porque la ONU lo diga. Es de los pueblos porque los pueblos ya la están ocupando.
Por Camila Parodi | Fotos: Cobertura Ninja
Desde el lunes, la ciudad amazónica de Belém se convirtió en epicentro del clima global: allí comenzó la 30ª Conferencia de las Partes (COP30), el espacio donde gobiernos, organismos internacionales y grandes corporaciones negocian qué hacer ante el colapso climático. Pero esta vez, la historia no se escribe solo entre oficinas con aire acondicionado.
Desde el primer día, flotillas amazónicas, caravanas indígenas, campesinas y urbanas, cuerpos organizados y territorios en movimiento llegaron para recordarlo: la Amazonía no es un escenario, es un territorio vivo. Y no, esta no es una COP distinta porque la ONU lo diga. Es de los pueblos porque los pueblos ya la están ocupando.
El segundo día de la cumbre lo dejó claro: centenares de indígenas ocuparon la Zona Azul, el área central de las negociaciones oficiales, históricamente reservada a gobiernos, empresas y organismos multilaterales. La acción —convocada por la COP de los Pueblos Indígenas— denunció la exclusión sistemática de estas voces en los acuerdos climáticos y reafirmó una verdad ineludible: no hay futuro posible sin la protección de los territorios y los modos de vida ancestrales.
Zona azul, territorio en disputa
La COP30 comenzó en Belém, en el corazón de la Amazonía, con un contraste imposible de disimular. En el centro de convenciones, los jefes de Estado hablan de paliativos y negocios; en los ríos y caminos, las comunidades indígenas y campesinas llegan con demandas urgentes y con la esperanza de que la defensa climática se imponga.
El presidente Luiz Inácio Lula da Silva abrió la cumbre con una promesa: “La COP30 será la COP de la verdad”. Llamó a enfrentar las advertencias de la ciencia con determinación y recordó que “si los hombres que hacen la guerra estuvieran en esta COP, verían que es más barato invertir en la agenda climática”. Pero esa apelación a la paz y a la acción se cruza con una contradicción ineludible: días antes del encuentro, el gobierno brasileño autorizó a Petrobras a iniciar exploraciones petroleras cerca de la desembocadura del Amazonas, una decisión cuestionada por organizaciones socioambientales y comunidades locales que ven en ese proyecto una amenaza directa al equilibrio del bioma amazónico.
Belém es el espejo donde se reflejan esas paradojas: un lugar de belleza y desigualdad, de esperanza y agotamiento, donde las palabras de los líderes conviven con la fuerza de las movilizaciones populares. En ese contexto, durante el segundo día de la COP, una acción coordinada de comunidades indígenas irrumpió en la llamada zona azul, el área reservada exclusivamente a los Estados, las agencias internacionales y las grandes ONG. El gesto no es nuevo, pero su potencia se renueva: ocupar ese espacio es hablar con el cuerpo, es poner límite a una política climática que sigue diseñada a espaldas de quienes sostienen la vida.
A la narrativa oficial del diálogo multilateral, los pueblos oponen una verdad incómoda: mientras se negocian bonos de carbono y financiamiento para la “adaptación”, los territorios arden, los ríos mueren, las defensoras son criminalizadas. No hay más tiempo para esperar invitaciones. Por eso, esta COP se abrió con pasos firmes y colectivos, no con discursos.
MST: ocupar para vivir
La ocupación de la COP no es una acción aislada. Es parte de una genealogía de luchas populares en América Latina y el Caribe. En Brasil, esa historia tiene un nombre clave: el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST). Nacido oficialmente en enero de 1984, en plena transición de la dictadura militar, el MST es heredero de siglos de luchas campesinas contra el latifundio, la concentración de tierras y el despojo. Surgió como respuesta directa al empobrecimiento rural y al aumento de las desigualdades agrarias, con apoyo de organizaciones como la Comisión Pastoral de la Tierra.
Su táctica fue clara desde el inicio: ocupar tierras improductivas, organizarlas colectivamente y demostrar que otro modelo agrario era posible. Su lema, “Ocupar, producir, resistir”, no fue solo una consigna: se convirtió en una pedagogía política y campesina que echó raíces en todo el territorio brasileño. En cada asentamiento, el MST construyó escuelas, bibliotecas, radios comunitarias, cooperativas y una cultura del cuidado colectivo. Desde allí, no solo recuperaron tierra: reconstruyeron el campo desde abajo, con justicia y autonomía.
Y son las mujeres y disidencias del MST quienes empujan las fronteras de esa lucha. Todos los 8 de marzo, sus acciones directas visibilizan la relación entre agronegocio, extractivismo y patriarcado. Denuncian que el mismo modelo que envenena los cuerpos y la tierra es el que sostiene la violencia de género. Desde su praxis, el feminismo campesino propone una alternativa: sin feminismo, no hay agroecología posible.
Hoy el MST es uno de los movimientos sociales más grandes y relevantes del continente. Su lucha por una reforma agraria popular no se limita al acceso a la tierra: también impulsa la producción de alimentos sanos, la agroecología, la organización comunitaria, el rechazo al uso de trabajo esclavo y la construcción de economías solidarias. Es el mayor productor de arroz orgánico de la región y ha conformado asentamientos legales para cientos de miles de familias, además de una red de cooperativas, asociaciones y agroindustrias autogestionadas.
La ciudad también se ocupa: derecho al centro
El Movimiento de los Trabajadores Sin Techo (MTST) tradujo esa misma lógica de lucha a las ciudades. Frente a la especulación inmobiliaria y el despojo urbano, las ocupaciones organizadas por el MST y el MTST en territorios urbanos reclaman el derecho a vivir dignamente, a construir comunidad y a poner en discusión a quién le pertenece la ciudad. Sus acciones no son sólo respuestas a la emergencia habitacional, sino propuestas colectivas de otro modelo urbano: uno que priorice la vida por sobre el lucro.
Ambos movimientos —MST y MTST— enseñan que ocupar no es irrumpir sin rumbo. Es construir desde abajo, señalar lo que duele y lo que falta, pero también ensayar alternativas. Es abrir futuro donde el sistema sólo ofrece desalojo o marginalidad. Y ese lenguaje político volvió a hacerse presente en Belém.
La urbanista y ex Relatora Especial de la ONU sobre el derecho a la vivienda, Raquel Rolnik, ha puesto palabras a esa disputa con una idea clave: el “derecho al centro”. No se trata solo de una consigna, sino de una crítica profunda a la lógica de ciudad impuesta por el capital financiero tan visible en Sao Paulo, la ciudad más grande y desigual del continente. La investigadora sostiene que el derecho a habitar la ciudad no puede reducirse a poseer una vivienda en la periferia, sino que implica acceder a todos los bienes urbanos: transporte, salud, cultura, educación, trabajo, afecto y pertenencia. Una ciudad donde el suelo no sea mercancía, sino territorio común.
En Belém, ese derecho también fue ocupado. Las marchas, los encuentros y las asambleas populares que desbordaron la COP mostraron que la ciudad no puede ser privilegio de unos pocos, ni construirse en función del turismo verde o los megaeventos. Habitar dignamente el centro es, también, una forma de resistencia climática.
Flotillas y caravanas: todos los caminos llevan a la COP
Los ríos y caminos que conducen a Belém comenzaron a llenarse semanas antes de que se inaugure la COP30. Desde distintos puntos de la Amazonía, los Andes y Mesoamérica, flotillas y caravanas de pueblos indígenas, comunidades ribereñas, campesinas, quilombolas y movimientos urbanos comenzaron a movilizarse hacia la Cumbre de los Pueblos, en una travesía que es mucho más que geográfica: es política, afectiva y territorial.
En el río Tapajós, el 8º Grito Ancestral dio inicio a esta movilización continental con una acción pacífica en la que más de 300 indígenas interceptaron balsas extractivas para exigir el fin de megaproyectos como Ferrogrão y las hidrovías del Arco Norte, denunciando su impacto sobre los territorios, los ríos y los modos de vida tradicionales. “El río es nuestra casa”, dijeron, marcando una postura ética y existencial que no cabe en los modelos de desarrollo dominantes.
A esa corriente se sumaron flotillas amazónicas como la Yakumama, que navegó desde Ecuador y Perú atravesando kilómetros de ríos con liderazgos indígenas y defensores del agua. Cada parada fue encuentro: las comunidades ribereñas recibieron a las embarcaciones con cantos, frutas, tejidos, ofrendas y abrazos, en una red de solidaridad transfronteriza que fortalece la resistencia.
También partieron caravanas desde el altiplano, el Cerrado, el Chaco y las periferias urbanas, cargadas de historias de sequías, incendios, desplazamientos y criminalización. Pero también de saberes ancestrales, agroecología, cocinas comunitarias, autogobierno, espiritualidad y redes populares de cuidado. Viajan con los cuerpos cansados y el horizonte claro: la transición ecológica real nace en los territorios, no en los salones de negociación.
Entre las múltiples delegaciones, se realizó la llamada Caravana de la Respuesta, una movilización continental que rehace el trayecto del llamado “corredor de la soja” en sentido inverso. Su mensaje es directo: “Los pueblos son la respuesta”. Frente a las falsas soluciones que propone la arquitectura oficial de la COP, como la financiarización de la naturaleza o las tecnologías verdes al servicio del extractivismo, los pueblos movilizados anuncian otras formas de vivir, de producir, de compartir.
En total, se espera que más de cinco mil personas de más de sesenta países lleguen por agua, por tierra y por aire para participar de esta COP desde abajo, protagonizada por quienes cuidan los ríos, los bosques y las periferias del mundo. No vienen a pedir permiso. Llegan con historia, con futuro, con prácticas colectivas que ya están sosteniendo el mundo que vendrá.
Una COP desde abajo
Aunque esta COP se anuncia como “la COP de la adaptación”, la brecha entre el discurso y los hechos sigue creciendo. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), los países del Sur necesitarán más de 310 mil millones de dólares anuales hasta 2035 para adaptarse a los impactos del cambio climático. Pero esa cifra contrasta con un dato más concreto: los pueblos ya están adaptando y resistiendo sin recursos, sin reconocimiento y sin permiso.
Belém es hoy una ciudad tomada por los cantos, los colores, las banderas, las lenguas diversas. Y también por una certeza compartida: los pueblos ya están adentro. Esta no es una COP “incluyente”; es una COP ocupada. Y eso hace toda la diferencia.
A partir de hoy, comienza en paralelo la Cumbre de los Pueblos rumbo a la COP30, un espacio autónomo que reunirá a más de 15 mil personas de todo el mundo en Belém para debatir propuestas, visiones y estrategias desde una perspectiva popular, feminista, territorial y comunitaria. Será un punto de encuentro entre pueblos tradicionales, movimientos sociales, comunidades urbanas y organizaciones internacionales, todos atravesados por una certeza: la justicia climática no vendrá desde arriba, ni desde las cúpulas, sino desde los territorios que viven, resisten y transforman.
Durante cinco días, se desplegarán foros, encuentros, talleres, asambleas, expresiones artísticas y acciones directas. El 15 de noviembre será una jornada clave: una movilización global para denunciar el modelo extractivista y anunciar las alternativas construidas desde la experiencia de los pueblos.
La Cumbre recoge el legado del Foro Global de la Eco 92, la Cumbre de los Pueblos de Río+20 y los Foros Sociales Mundiales, donde la sociedad civil fue protagonista de debates y propuestas estructurales. Con más de 546 organizaciones firmantes de su Manifiesto, esta edición fortalece una articulación internacional que se proyecta hacia 2025, cuando la COP30 regrese a Belém.
Desde las periferias urbanas hasta las comunidades del Cerrado, desde los pueblos originarios hasta los movimientos de mujeres negras, la Cumbre quiere popularizar y politizar un espacio que históricamente fue elitizado. Belém se convierte así no solo en sede de una cumbre oficial, sino en epicentro de una contracumbre global, donde se discute lo que de verdad importa: la vida, los territorios, los cuerpos, los vínculos. Una Cumbre de los Pueblos que no espera concesiones: ocupa y construye un futuro distinto, desde abajo y entre todas.
*Artículo publicado en el marco de la cobertura de la COP30 junto a Latfem, Tierra Viva y Kaja Negra.

