Para Uribe y Duque, las protestas forman parte de un ataque delincuencial contra la democracia. Respaldan así las teorías de Alexis López Tapia, defensor a ultranza de Pinochet y asesor del ejército colombiano.
Por Eduardo Giordano | Fotos: Lisbeth Montaña
La represión militarizada de la protesta social durante el Paro Nacional contra la reforma tributaria ha causado, hasta ahora, al menos 47 muertos por disparos de la fuerza pública, la mayoría de ellos en Cali. Seis meses atrás, durante el Paro Nacional de noviembre de 2020, la cifra de civiles asesinados por la policía fue de 14 personas. Y hubo ‘solo’ un muerto en el Paro Nacional de noviembre de 2019, que no obstante se convirtió en un símbolo de lucha en las siguientes protestas. Es evidente que durante el gobierno de Iván Duque la violencia represiva ha escalado, ascendiendo en progresión geométrica, y ha entrado ahora en una espiral fuera de control.
Pero, ¿Qué tan fuera de control? La escalada violenta contra los manifestantes, la militarización de las ciudades, los disparos deliberados a la multitud, los civiles motorizados que disparan a quemarropa contra las concentraciones pacíficas de ciudadanos, la enorme cifra de desapariciones forzadas y muchos más hechos gravísimos podrían responder a una matriz represiva deliberada, consistente en crear caos entre la población urbana para debilitar la protesta.
La forma en que fue sofocado el levantamiento en Cali, esa tragedia causada por la policía y el ejército para imponer sin éxito el toque de queda, sugiere que las masacres ordenadas por los mandos militares no tienen otro objetivo que incrementar el número de víctimas para aterrorizar a los manifestantes. “Cali ha sido el epicentro de mayor violencia. Allí se ha producido una especie de golpe de Estado. La Fuerza Pública se ha tomado la ciudad y para responder a las marchas pacíficas o a los desmanes ciudadanos ha recurrido a una utilización ilegal de las armas y ha dejado un reguero de muertos”. Así describen la situación de esta ciudad tras la primera semana de paro el analista y escritor León Valencia y el politólogo y periodista Ariel Ávila en un artículo publicado en la página web de la Fundación Paz y Reconciliación, un centro de pensamiento sobre el conflicto armado, la paz y el postconflicto.
Uribe y la “revolución molecular disipada”
El expresidente Álvaro Uribe, caudillo de la derecha colombiana, no es precisamente un hombre muy versado en filosofía política. Sin embargo, en medio del Paro Nacional y la fuerte oleada represiva con la que se lo intentó atajar, lanzó un trino en twitter que para muchos de sus seguidores resultó enigmático:
“1. Fortalecer FFAA, debilitadas al igualarlas con terroristas, La Habana y JEP. Y con narrativa para anular su accionar legítimo; 2. Reconocer: Terrorismo más grande de lo imaginado; 4. Acelerar lo social; 5. Resistir Revolución Molecular Disipada: impide normalidad, escala y copa”.
La “revolución molecular disipada” mencionada por Uribe es un pseudo-concepto atribuido erróneamente al filósofo francés Félix Guattari, quien desarrolló una idea de desalienación del individuo como parte de un proceso de autoconciencia al que llamó “revolución molecular”, y que dio título a uno de sus libros. El calificativo “disipada” es un desarrollo posterior, y ajeno al concepto original, inventado por el publicista y entomólogo chileno Alexis López Tapia, un personaje vinculado a organizaciones nazis y defensor a ultranza del general Pinochet. A raíz del mensaje de Uribe, muchos medios pusieron el foco tanto en el concepto aparentemente oscurantista como, de forma prioritaria, en la trayectoria del personaje que lo había divulgado. Tirando un poco más del ovillo se supo que este ultraderechista chileno imparte cursos al Ejército colombiano en los que expone sus teorías políticas.
Según el enfoque maniqueo de López Tapia, adoptado por Uribe, la institucionalidad estaría enfrentando una guerra sistemática contra delincuentes que intentan tomar el poder y acabar con la democracia. En el marco de esa guerra se inscribiría la protesta social, que por tanto debe ser reprimida. Así, Uribe se dirige en su tuit a sus seguidores y apunta a levantar la moral de las fuerzas de seguridad. ¿Cómo se resiste a esa potencial revolución que estaría en marcha y de la que el Paro Nacional formaría parte? Impidiendo que se realicen las manifestaciones sin reparar en medios. La fuerza pública tiene derecho a usar sus armas y, si resulta insuficiente el toque de queda, se sugiere disolverlas disparando directamente contra los manifestantes.
Un ex-asesor del presidente Duque, Carlos Enrique Moreno, influyente en círculos empresariales, forma parte del círculo de exégetas que “resisten” a esta revolución posmoderna: “El modus operandi se basa en acciones revolucionarias horizontales para generar de forma gradual y cotidiana conductas que alteren el estado de la normalidad social del sistema dominante, y así derogarlo. El objetivo es generar caos y el cese de la normalidad diaria, para crear un estado de crispación y crisis permanente”, advierte en una tribuna publicada en El Espectador.
Para el investigador Richard Tamayo Nieto, que indica que el exmandatario se ha referido en varias ocasiones a este concepto, “Uribe utiliza su plataforma en esa red social para adoctrinar en los lineamientos de este constructo y lo que supone es que los grandes movimientos que desestabilizan al Estado, y que darían inicio a lo que ellos llaman una guerra civil permanente, comienzan de manera molecular”.
El partido de gobierno, el Centro Democrático, emitió a su vez un comunicado en el que afirma que el Paro Nacional es “un macabro plan de la izquierda radical y criminal financiado por el narcotráfico para desestabilizar la democracia”. Desde este punto de vista quedaría legitimado el terrorismo estatal, el ejercicio sistemático de la violencia policial contra los manifestantes. Así pues, la retórica uribo-pinochetista de la revolución molecular disipada no sería más que un envoltorio posmoderno para un viejo remedio contra la rebelión del pueblo: reprimir a mansalva. Sin embargo, las declaraciones de Uribe comulgando con esta forma de neonazismo posmoderno ponen sobre la pista de un hecho aún más preocupante: la influencia del ideólogo neonazi en la definición del modus operandi de las fuerzas de seguridad colombianas.
López Tapia ha sido invitado en dos ocasiones este año a exponer su teoría en cursos de formación académica de la Universidad Militar Nueva Granada. En sus disertaciones expresa así sus ideas sobre las protestas sociales: “No existe estructura jerárquica. Hay anarquía funcional. Como ya mencionamos, los mandos y tropa son irregulares, no identificables. Los objetivos tácticos estáticos son dinámicos. Las unidades móviles son estratégicas. ¿Por qué? Porque capturan área de influencia. Hay guerra de guerrillas con emboscadas, asedio, incursión y sabotaje. Hay batallas”.
Una mirada apocalíptica, basada en su interpretación de estos años de revuelta en Chile. Contra esa “anarquía funcional” y “guerra de guerrillas” que representa la población movilizada, todo militar que se precie empuñará sus armas para restaurar el orden. No hace falta ni siquiera decirlo, el mensaje de reprimir la disidencia está implícito en la misma forma de describir los hechos.
El instructor neonazi de los militares colombianos justifica implícitamente la violencia criminal de la fuerza pública porque la protesta acumulada y fuera de control podría derribar el orden constitucional establecido: “Se produce un estado de guerra civil horizontal, molecular y disipado”, afirma Alexis López en sus exposiciones ‘académicas’. Su teoría nada tiene de innovadora, solo reviste con un look posmoderno los manuales de la vieja Escuela de las Américas, esa institución que velaba por la formación de represores bajo el ala de EE.UU. y que veía en todas partes al “enemigo interno”.
Esmad: los escuadrones de la muerte
El principal cuerpo represivo en Colombia es el temido Esmad (Escuadrón Móvil Antidisturbios), la fuerza de choque que convierte las marchas pacíficas en campos de batalla disparando ráfagas de gases lacrimógenos y munición real contra los manifestantes. Esta dependencia de la Policía Nacional cuenta con 3.500 policías y está adscrita al Ministerio de Defensa.
Después de la masacre de 2020 en Bogotá, uno de los principales reclamos de los organismos de derechos humanos fue el de regenerar la Policía, empezando por desmantelar el Esmad. La Corte Suprema de Justicia ordenó en 2020 al Esmad suspender el uso de escopetas, como consecuencia de la muerte del estudiante Dylan Cruz en las protestas del año anterior, en Bogotá. Desde su creación en 1999 y hasta 2019, se han registrado 43 casos de “ejecuciones extrajudiciales” por parte de esta fuerza policial, según una investigación del Centro de Investigación y Educación Popular. Entre 1999 y 2018, las intervenciones del Esmad produjeron la muerte de 18 personas solo en Bogotá, según la ONG Paz y Reconciliación.
Aunque tenga mayor resonancia su represión de las protestas urbanas, la mayoría de sus intervenciones se han producido en el departamento del Cauca, zona de presencia guerrillera e indígena, una de las regiones más mortíferas del país, donde se produce el mayor número de masacres y asesinatos de líderes y lideresas sociales y de dirigentes indígenas. Y donde las intervenciones del Esmad son tan temidas como las de los grupos paramilitares a los que nunca dan caza.
En medio de la brutal represión del Paro Nacional, el director de la Policía de Colombia, el general Jorge Luis Vargas, definió a los agentes del Esmad como “los héroes de la patria”, y el presidente Iván Duque rechazó desmantelar los escuadrones represivos a pesar de su gran desprestigio social e internacional.
Entre los, al menos, 40 fallecidos durante los primeros 10 días del Paro Nacional, en 15 casos se sabe que los autores fueron agentes del Esmad. En otros cinco, fueron policías. Por distribución geográfica, 29 asesinatos de manifestantes se produjeron en el Valle del Cauca, la mayor parte en la ciudad de Cali. Hay también varias víctimas asesinadas por civiles motorizados (paramilitares o policías de civil) que atentan contra la población en los puntos de encuentro de los manifestantes.
Otra vuelta de tuerca
Tras dos semanas de paro y situaciones fuera de control en algunas ciudades, en particular en Cali y su departamento, el gobierno colombiano incrementa la militarización en su respuesta a las manifestaciones. Presionado por las autoridades locales, Duque visitó Cali en un viaje relámpago durante la madrugada del 10 de mayo, entre las 12:30 de la noche y las tres de la mañana. El presidente celebró un consejo de seguridad acompañado de sus ministros del Interior y Defensa, la gobernadora del departamento y el alcalde de Cali, entre otras autoridades. Un usuario de Twitter describió así este viaje: “Tenemos un presidente cobarde, que entra a Cali a hurtadillas, agazapado, sin que nadie lo vea, solo para tomarse la foto. Usa palabras duras cuando graba desde el estudio de Palacio, pero tiene el temple blando a la hora de darle la cara a su pueblo y hablar con él”. Esta es la imagen actual más generalizada entre los colombianos sobre su presidente.
Además de militarizar las calles y convocar a las autoridades locales a restringir los movimientos de los manifestantes, el gobierno consiguió cohesionar el liderazgo político con las clases medias urbanas caleñas, dando otra vuelta de tuerca en su política de seguridad. El presidente prohibió la movilidad en todo el departamento y reforzó el despliegue de la fuerza pública con el máximo potencial disponible: otros 10.000 policías y 2.100 militares.
La exigencia presidencial de interrumpir los bloqueos fue secundada esa misma mañana por una transmisión conjunta de las emisoras de radio, tanto públicas como privadas, cuyos periodistas interpelaron a los manifestantes para que continuaran ejerciendo su derecho a manifestarse en paz, pero depusieran su actitud de interrumpir la circulación con bloqueos.
El mensaje es unidireccional porque ignora que el Estado no respeta ese derecho a manifestarse en paz; la advertencia se dirige por supuesto a la juventud urbana que sigue en la calle a pesar de las balas, pero también y sobre todo a la minga indígena, un colectivo que agrupa a diversas organizaciones de pueblos originarios, desplegada en Cali.
En un tono similar se pronunciaron las iglesias tras una reunión con el presidente, en el marco del llamado “diálogo” con los sectores sociales. Arropado por altos dignatarios católicos y evangélicos, Duque consiguió legitimar su política de seguridad ante los fieles de esas confesiones. Con la honrosa excepción de la iglesia menonita, que denunció el montaje presidencial. Su presidenta declaró que “al final de la reunión, después de que el presidente justificó muchas de las políticas que ha implementado, se leyó un comunicado en donde supuestamente el sector religioso se pone de acuerdo con él en que vamos a trabajar juntos; pero es un comunicado que no fue construido desde nosotros, ya llegó el comunicado hecho, y se leyó como si fuera parte realmente de un trabajo conjunto que se hubiera hecho en ese espacio”.
En el comunicado impuesto por el gobierno no hay exigencias de respeto a los derechos humanos ni un análisis de las causas del conflicto, solo se reclama que cesen los bloqueos y retenes.
El primer intento de diálogo real de Duque con el Comité Nacional del Paro, el 9 de mayo, acabó sin acuerdo porque el presidente “no rechazó la brutalidad policial ni se atrevió a hablar de los 47 manifestantes asesinados”, según los dirigentes de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT). Para el presidente de la CUT, Francisco Maltés, “esta ausencia de compromiso no nos deja otro camino que continuar con el paro nacional, vamos a repotenciar el paro con muchas movilizaciones el día miércoles 12 de mayo”.
Mientras tanto, se genera un clima de enfrentamiento entre los integrantes de la minga indígena, acribillados por disparos de civiles, y las élites caleñas que los acusan de hostigar a la población urbana que vive en condominios privados. El desgaste de la convivencia causado por dos semanas de paro y disturbios generalizados lleva a sectores de la clase media a reclamar más mano dura. En medios de comunicación hegemónicos como Noticias Caracol se alienta la confrontación cuando se informa, por ejemplo, de que “Ciudadanos e indígenas se enfrentaron” en Cali, como si los indígenas fueran ajenos a la noción de ciudadanía.
El conflicto social sigue escalando y, a modo de profecía autocumplida, sería una expresión cabal de lo que el propagandista nazi inspirador de los trinos de Uribe llama la “guerra civil” permanente. El gobierno del Centro Democrático prefiere preparar la guerra antes que atender unos reclamos sociales que cuestionan de raíz el modelo neoliberal y represivo al que se aferra ciegamente el presidente Duque.
* Publicada originalmente en “CTXT: Contexto y Acción”