Durante el último mes, el gobierno paramilitar de Ivan Duque acumuló una cantidad desmedida de masacres hacia la población. Si bien estos hechos en su historia son la punta del iceberg, lograron la repercusión que puso en evidencia el genocidio sistemático.
Por Eduardo Giordano | Fotos: Luis Carlos Ayala
La historia de las masacres de población civil en Colombia es de larga data y está muy bien documentada. Desde hace décadas se extermina de forma sistemática a quien se interponga a los grupos paramilitares en su estrategia de ocupación del territorio. También se llevó a cabo el genocidio de toda una fuerza política, la izquierdista Unión Patriótica, con más de 4.000 militantes asesinados por paramilitares. Hubo también masacres causadas por la guerrilla en su disputa con los grupos paramilitares por el control del territorio. Y el Ejército ha eliminado de forma aleatoria a una parte de la juventud rural, como se ha documentado en las masacres de los llamados “falsos positivos”, civiles sin ningún nexo político, fusilados por el ejército para abultar la cifra de “guerrilleros” exterminados en supuestos enfrentamientos.
Otras masacres y asesinatos son más recientes, posteriores al proceso de paz con las FARC. En estos casos, la desmovilización de la guerrilla no fue acompañada por la presencia del estado en el territorio, lo que permitió el avance de las llamadas autodefensas (grupos paramilitares financiados por terratenientes y narcotraficantes) que están asesinando de forma sistemática a los ex miembros de la guerrilla que dejaron las armas y se integraron a la vida política. Estos asesinatos selectivos ya alcanzaron a 200 ex miembros de las FARC desde 2016, la mayor parte durante el actual gobierno de Iván Duque. A los que se suman más de 500 dirigentes sociales asesinados. Los grupos paramilitares siguen avanzando en la ocupación del territorio y ya tienen presencia en el 90 % del país.
El plan Colombia y la militarización
Han transcurrido más de dos décadas desde que se lanzó el llamado Plan Colombia (2000), que dio impulso a un terrorismo de estado preexistente, pero que pasó a ser instigado, armado y arropado políticamente por Estados Unidos. Este plan, diseñado supuestamente para acabar con el narcotráfico, supuso una enorme inversión de 11.000 millones de dólares del gobierno estadounidense en equipamiento y entrenamiento de las fuerzas armadas colombianas, con el fin real de capacitarlas en contrainsurgencia para acabar con la guerrilla. Colombia se ha convertido desde entonces en el tercer receptor mundial de ayuda militar de Estados Unidos, después de Israel y Egipto, y en su territorio se instalaron nueve bases militares estadounidenses. Colombia también fue el primer país latinoamericano que estableció una relación oficial con la OTAN, en 2008, con acuerdos de colaboración en cuestiones de seguridad marítima, narcotráfico y -paradójicamente- sus vínculos con organizaciones criminales.
El ex presidente Álvaro Uribe, que llegó al gobierno en 2002, fue el principal artífice de la estrategia antisubversiva alentada desde Washington por el no menos belicista presidente George W. Bush, que sumó así un frente americano a su guerra contra el terror. Pero a pesar de tanto apoyo exterior, el plan Colombia no consiguió la derrota de la insurgencia, que recién abandonó las armas tras el proceso de paz negociado en La Habana con el gobierno de Juan Manuel Santos, ex ministro de Defensa de Uribe.
En el transcurso de las conversaciones de paz con la guerrilla, Uribe quiso imponer sus condiciones al gobierno de Santos, que equivalían a exigir el reconocimiento de una derrota de las fuerzas insurgentes. Santos se mantuvo firme en defender los acuerdos ya firmados con los dirigentes de las FARC, y Uribe forzó la convocatoria de un plebiscito en 2016, lideró la campaña por el “NO” y consiguió ganarlo por estrecho margen de votos. Un amplio sector de la sociedad colombiana decidió votar entonces por la opción política que representaba continuar la guerra bajo el disfraz de la Seguridad.
La aceleración de las masacres
Iván Duque, el candidato del Centro Democrático impulsado por Uribe para reagrupar a las derechas tradicionales, ganó las elecciones presidenciales de 2018. Estas elecciones fueron muy disputadas por el empuje del principal candidato de la izquierda, Gustavo Petro, de Colombia Humana. Petro ganó en primera vuelta, pero perdió frente a la coalición de la derecha en la elección final. Aun así, el ascenso electoral de la izquierda incentivó el accionar de los escuadrones de la muerte, que tras el ascenso de Duque reanudaron las masacres y se reactivó la disputa por el control del territorio.
Las masacres fueron habituales en Colombia durante la década de 2000. En 2010 se notificaron 38 masacres. En años posteriores este número fue decreciendo, hasta llegar por única vez a cero en 2016, año de la firma de los acuerdos de paz y del plebiscito que los impugnó. A partir de entonces los asesinatos en masa vuelven a remontar año tras año, con un gran incremento durante los dos años de gobierno de Iván Duque.
El escritor y actual senador Gustavo Bolívar, aliado político de Colombia Humana (sin pasado en ninguna guerrilla), resume así la escalada del terrorismo de estado durante lo que va del gobierno de Iván Duque. En los primeros seis meses “fueron asesinados 46 indígenas, 106 líderes sociales y más de 50 excombatientes de las FARC y se perpetraron 29 masacres […] En 2019 hubo 29 masacres […] También fueron asesinados 66 indígenas. En 2020 han asesinado 128 líderes sociales y se han cometido 43 masacres. A hoy, 22 de agosto de 2020, desde la posesión de Iván Duque, han sido asesinados 435 líderes sociales, 197 indígenas y 197 excombatientes de las FARC”. Se han perpetrado 105 masacres, tres en las últimas 24 horas”.1
Escalofriante. No hay que perder esta perspectiva para entender lo que ocurre ahora, en medio de la pandemia, donde todas las poblaciones rurales están confinadas por razones de salud y los únicos que campan a sus anchas son los grupos irregulares armados.
La comunicación gubernamental sobre supuestos causantes de las masacres se refiere siempre a “disidencias de las FARC”, “miembros del ELN” o “narcos”. En el caso de una reciente masacre en Samaniego, una localidad de valor estratégico para las fuerzas irregulares, se intentó burdamente simular la autoría del ELN mediante pintadas en su nombre que amenazaban con matar a la gente por no respetar la cuarentena. Algunos medios alegaron que, a falta de autoridad del estado en el territorio, los grupos rebeldes se tomaban estas prerrogativas. La organización guerrillera desmintió su autoría de la matanza.
Ni siquiera el Ejército colombiano atribuye estas matanzas a las guerrillas izquierdistas. El ministro de Defensa, general Carlos Holmes, afirma que el principal enemigo de la paz es el narcotráfico, al que señala como culpable de las recientes masacres. Lo dijo como si no hubiera ninguna relación entre las bandas paramilitares y los narcos. Después de culpar genéricamente al narcotráfico el general Holmes anunció que como respuesta a las masacres el ejército está listo para retomar la fumigación aérea con glifosato de los cultivos de coca. Esta es una práctica devastadora que empezó en 2001, con el Plan Colombia, y que en 2015 fue interrumpida durante el gobierno de Santos, ante informes contrarios de la OMS que pidió su suspensión; la veda se mantuvo tras un dictamen de la Corte Constitucional de 2017. Además, la fumigación aérea está contraindicada en los acuerdos de paz. Pero la amenaza de las fumigaciones volvió con el gobierno de Duque. Su ministro de Defensa asegura que ante la multiplicación de las masacres “hay que considerar la aspersión como un asunto de seguridad nacional”. Y aclara: “En las condiciones de hoy, reiniciar la aspersión aérea es absolutamente indispensable porque su reiniciación tendrá además un resultado positivo en este asunto de los homicidios colectivos que tienen indignado al país”.2
Mientras tanto las comunidades indígenas, que ya sufren desplazamientos y el despojo de sus tierras por efecto de la violencia, consideran que con el glifosato se abren las puertas a la guerra y a la muerte. Miladi Morales, del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), asegura: “La política antidrogas en Colombia ha fracasado, y muestra de ello son las falencias en la implementación del punto cuatro del Acuerdo de Paz. Las fumigaciones lo que hacen es profundizar las problemáticas ya existentes en los territorios”.
Así pues, la población pide auxilio al gobierno ante las masacres que cometen criminales con ramificaciones en las fuerzas armadas, y la solución que brinda el ejército consiste en sofocar desde el aire con glifosato a esa población campesina, envenenando sus tierras y sus fuentes de agua, poniendo en riesgo su seguridad alimentaria.
El trasfondo actual de la violencia
El ahora ex senador Álvaro Uribe está en el foco de todas las miradas por la ola de masacres que sacude al país. No en vano se fueron acrecentando las sospechas de su implicación en el desarrollo de esas bandas criminales. Las desgracias de Uribe empezaron en 2014, durante un debate en el Congreso, cuando el senador Iván Cepeda (del Polo Democrático Alternativo) lo acusó de haber fundado, junto a su hermano Santiago Uribe, una rama de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), uno de los grupos paramilitares más temibles. Uribe inició un juicio contra el senador opositor, acusándolo de haber comprado el testimonio de miembros de grupos paramilitares que estaban en la cárcel. Pero en 2018 Cepeda fue absuelto y el acusador pasó a ser investigado por el mismo tribunal, tras comprobarse que su abogado sí había comprado la retractación de algunos paramilitares detenidos. La Corte Suprema abrió una investigación formal contra Uribe por manipulación de testigos, soborno y fraude procesal. El 4 de agosto quedó en prisión domiciliaria, si bien confortablemente alojado en una finca de su propiedad de 1.500 hectáreas en Antioquia. El mensaje de Uribe para sus seguidores consistió en proclamar que la Corte Suprema de Justicia es ahora una “aliada de las FARC”. A raíz de este episodio, los uribistas iniciaron una campaña para reformar la Constitución colombiana con el fin de controlar mejor el poder judicial.
La situación judicial de Álvaro Uribe se agravó dos semanas más tarde. El 23 de agosto la Corte Suprema retomó otra causa iniciada en su contra en 2000 y que permanecía congelada. En esta segunda causa se lo acusa entre otros cargos de inacción ante las matanzas cometidas por paramilitares en 1997, cuando era gobernador de Antioquia.3 El jefe político de la extrema derecha colombiana deberá responder aquí “por hechos relacionados con los delitos de concierto para delinquir, homicidio agravado, secuestro, desplazamiento forzado y conexos, declarados como Crímenes de Lesa Humanidad por la Sala de Casación Penal”. Este caso corresponde a una masacre perpetrada por un grupo paramilitar en el municipio de Ituango, pero la Corte anticipa que tiene competencias para tramitar la investigación sobre otras masacres de esa época, cuyos emplazamientos precisa.
Al mismo tiempo, la situación política, sanitaria y de seguridad se complica día a día en Colombia. Aprovechando el momento en que las comunidades están a la defensiva por la covid19 y que la ausencia del estado es mayor de la habitual, los grupos paramilitares e irregulares están perpetrando una escalada de masacres devastadora. El lunes 10 de agosto, dos niños fueron asesinados por paramilitares de las Autodefensas Gaitanistas cuando se desplazaban por zonas rurales de Nariño para ir a la escuela. El martes 11 de agosto cinco niños afrodescendientes aparecieron degollados en las afueras de Cali, en el Valle del Cauca, una de las regiones más castigadas por las bandas criminales. Según el testimonio directo de algunos familiares los asesinos contaron con complicidad policial. Pocos días después, el 15 de agosto, se produjo la matanza de nueve jóvenes universitarios en Nariño, fusilados en el transcurso de una reunión en el exterior de una casa, después de identificarlos. Dos días más tarde fue el asesinato de tres jóvenes de la etnia Awá en Ricaurte (Nariño). Y a los pocos días, el 22 de agosto, se conocieron tres nuevas masacres perpetradas el mismo día: seis jóvenes torturados y asesinados en Tambo (Cauca), cinco muertes más en la zona rural de Arauca y otros seis jóvenes asesinados en Tumaco (Nariño). Más de 30 personas masacradas en menos de dos semanas, y estos son los casos reportados fehacientemente, a los que cabe añadir muchas otras denuncias por desapariciones.
En los días siguientes se notifican nuevas masacres, asesinatos y secuestros: el 23 de agosto tres jóvenes fueron masacrados en Venecia, Antioquia. El 24 de agosto el gobernador de Arauca denunció el secuestro de dos jóvenes abogados, interceptados por varios individuos fuertemente armados. El 25 de agosto aparecen tres hombres masacrados en una zona rural Ábrego, Norte de Santander. El 26 de agosto asesinan a la lideresa social Rita Bayona, de Santa Marta. Y así día a día, metódicamente, la maquinaria siniestra del terror paramilitar va devastando a la población colombiana.
El gobierno de Iván Duque culpa genéricamente de estos hechos al narcotráfico y asegura que llamarlos masacres es inapropiado, se trataría de ‘homicidios colectivos’. Hasta ese punto llega su cinismo. Esta expresión es la que se utiliza en los comunicados oficiales.
A muchos colombianos les parece sospechoso que esta terrible sucesión de masacres se produzca inmediatamente después de decretarse la prisión domiciliaria para el ex presidente Álvaro Uribe por una de las muchas causas en las que está procesado, por sus vínculos con grupos paramilitares, delitos de lesa humanidad y narcotráfico, entre otras imputaciones.
Uribe fue elegido presidente de Colombia en 2002 con gran respaldo popular y ejerció el cargo por dos mandatos consecutivos. Al concluir el segundo mandato siguió liderando su partido y controlando la política colombiana entre bastidores, digitando las candidaturas de sus sucesores a la presidencia, primero de su ex ministro de Defensa Juan Manuel Santos y luego del actual presidente Iván Duque.
El regreso del uribismo en la persona de Duque supuso la cooptación de los organismos del estado y en particular de las fuerzas armadas para un proyecto político opuesto a construir la paz. Alberto Yepes, coordinador del Observatorio de Derechos Humanos, lo explica en estos términos: “Lo peor que le pudo pasar a las Fuerzas Militares fue haber sido cooptadas por el uribismo […] No podemos esperar que un Gobierno que está comprometido con la reactivación de la guerra y con impedir la implementación del Acuerdo de Paz, le vaya a pedir a las Fuerzas Militares que actúen en contra de sus propios propósitos”. Yepes considera que en las últimas semanas se ha visto “una estrategia por llevar el caos y la violencia a todo el país, para generar una sensación de incertidumbre y de inseguridad” dirigida a “justificar una constituyente, una reforma de la justicia y replantear completamente el orden jurídico establecido”.4
Iván Duque se mostró siempre complaciente con su mentor y ahora se muestra indignado con la decisión de la Corte Suprema de dejarlo en prisión domiciliaria. También se sumó a la defensa de Uribe el vicepresidente de Estados Unidos, Mike Pence, quien reclamó su puesta en libertad defendiéndolo como un “héroe”. Al mismo tiempo, el senador Iván Cepeda denunció haber recibido amenazas de muerte. Así consta en una carta que cuatro parlamentarios alemanes dirigieron al presidente Duque el 25 de agosto: “Las amenazas de muerte contra el senador Cepeda parecen estar directamente relacionadas con la detención y el proceso penal contra el ex presidente Alvaro Uribe”.
Entre tanto, el gobierno colombiano mantiene su negativa a cualquier pacto que favorezca la paz. En respuesta al pedido de Naciones Unidas de cesar todas las hostilidades durante la pandemia, el ELN emitió un comunicado el 7 de julio proponiendo un cese del fuego bilateral durante 90 días. El gobierno de Iván Duque rechazó esta propuesta mediante un mensaje publicado en Twitter.
La naturalización del exterminio social
Durante este mes de agosto y en lo peor de la pandemia, en menos de dos semanas se produjeron en Colombia siete masacres, una cada dos días, en su mayor parte contra población afrodescendiente, indígena y campesina. Alberto Yepes asegura que no hay voluntad del gobierno de desmontar las estructuras paramilitares. Por el contrario, constata que “a lo largo y ancho del país se denuncia por parte de las organizaciones sociales y las comunidades la connivencia que existe entre agentes del Estado y paramilitares”.
Las masacres tienen especial impacto en la población indígena. Entre los más afectados por la violencia están los integrantes de la comunidad Awá, en Nariño. El diariodelsur.com.co indica (en su edición del 20 de agosto) que 14 miembros de esta etnia fueron asesinados en el marco de la pandemia de Covid-19. El diario documenta los asesinatos e informa de atentados contra la vida de otros líderes Awá, incluido un ex gobernador.
La Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) lleva registradas hasta 1.200 violaciones de los derechos humanos contra el pueblo Awá en Nariño: “En los dos años de mandato del presidente Duque constatamos con extrema preocupación cómo los grupos armados ilegales han exacerbado la barbarie en contra de las comunidades y en especial contra los pueblos indígenas”. La ONIC ha advertido que estos sucesos ocurren en medio de un conflicto en el que intervienen “quince grupos al margen de la ley”, incluidas las autodenominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia, el E-30 Franco Benavides, Los Nuevos Delincuentes, La Gente del Nuevo Orden, Los Contadores, el Clan del Golfo, los Cuyes, los de Sabalo y La Empresa, además de las disidencias de las FARC y el ELN. Todos estos grupos se disputan el territorio y el control sobre los cultivos en las zonas rurales.
Darío Monsalve, arzobispo de Cali, hizo a comienzos de julio una valoración política que produjo una reacción airada en su contra de la jerarquía eclesial. Dijo, entre otras cosas: “Desde los comienzos de la campaña electoral, se sentía un espíritu de venganza contra el Gobierno Santos que vislumbró estos procesos [de paz], un espíritu de venganza contra el pueblo que los acompañaba y, lo más grave, una venganza contra los mismos excombatientes o exguerrilleros de las FARC que se acogieron al proceso. Una venganza genocida para desvertebrar, desmembrar completamente la sociedad, las organizaciones sociales y la democracia en los campos y en los territorios en donde, según se enfoca, tenían o tienen influencia las organizaciones subversivas”.5
Darío Monsalve conoce a fondo la sociedad y la política colombianas. Su mirada va más allá de los partidos y diseca las formas de segregación social que adquieren tintes patológicos: “En Colombia persiste una mentalidad -desde los tiempos de Pablo Escobar- de ‘limpieza social’ o de lo que yo he llamado ‘genocidio generacional’ entre los más pobres”. “A los jóvenes que adoptan esa forma de tribus o de pandillas urbanas, la sociedad piensa que no hay salida con ellos y que hay que echarles los ‘escuadrones de la muerte’, porque lo único que queda es matarlos o convertirlos en asesinatos ecológicos o en muertes con sentido social”.
Monsalve sacude la conciencia de los colombianos al insinuar que detrás del respaldo en las urnas brindado a Uribe y a Duque anida el huevo de la serpiente de la complacencia con las masacres: “El país tiene metida una conciencia de asesinatos que en realidad es genocidio”, asegura.
Visibilizar el genocidio
Cuando (una parte de) la sociedad colombiana consiente y a veces alienta los “asesinatos ecológicos”, pocos cambios cabe esperar a corto plazo en la construcción de la paz. Pero el mundo no puede quedarse impávido ante estas atrocidades. Es preciso poner freno a las masacres a través de la presión exterior.
En toda Europa, pero principalmente en España, hubo estos días un penoso apagón informativo sobre las masacres en Colombia, algo que, por otra parte, no es nuevo. Los medios de comunicación parecen estar desinformados al respecto. No debería ser así, porque importantes grupos de comunicación españoles controlan grandes medios de comunicación en Colombia y por tanto tienen acceso directo a estas noticias. La influencia de empresas españolas en los medios de comunicación colombianos de mayor audiencia, como es el caso del grupo PRISA en la cadena Caracol, o del grupo Planeta en el diario El Tiempo, sugiere que la información / desinformación que ofrecen esos medios pasa siempre por el tamiz de los intereses de las grandes empresas españolas que los controlan. Hay sin embargo una indiferencia absoluta por lo que ocurre en Colombia en la prensa, la radio y la televisión españolas, cuyas únicas coberturas del exterior fueron en estos días las marchas opositoras en Bielorrusia y el supuesto envenenamiento de un político ruso. El mundo circunscrito al ombligo de Europa, que por razones de conveniencia política ahora se extiende hasta su frontera oriental.
Las masacres también son invisibles para las autoridades europeas de política exterior, siempre tan beligerantes por los derechos humanos en la fronteriza Venezuela y tan insistentes en presentar a Colombia como modelo de democracia.
El pasado 25 de junio más de 40 organizaciones sociales -líderes indígenas, afrodescendientes, campesinos y excombatientes- iniciaron una Marcha por la Dignidad desde Popayán, capital del Cauca, y otras regiones muy castigadas por las masacres y los asesinatos selectivos, que confluyó en Bogotá el 10 de julio. Los manifestantes retomaron las demandas del paro Cívico Nacional de noviembre de 2019 y clamaron por justicia, al grito de “Nos están matando”. En su recorrido fueron acosados por la fuerza pública y pidieron “acompañamiento, apoyo y respaldo a organismos y organizaciones internacionales” en sus reclamaciones al Estado colombiano para “visibilizar y alzar la voz frente a las violaciones de derechos humanos”.6
En Colombia los grupos paramilitares y sus aliados en la política y en las fuerzas de seguridad están perpetrando un nuevo genocidio. #SOSColombia es una de las tantas etiquetas que convocan en redes sociales a repudiar las masacres y exigir justicia. No se trata de las ‘compensaciones’ que ofrece el gobierno para esconder los cadáveres bajo la alfombra. Las comunidades agredidas exigen justicia y reparación, recuperación del territorio y una nueva cultura de la paz. Es vital alzar la voz para defender estos derechos universales también desde el exterior.