Por Mariano Pacheco
El proceso político venezolano todavía genera dudas y es tema de análisis permanente. En esta quinta entrega, la potencia democrática del país y los medios de comunicación como campos de batalla.
La “rareza” del proceso venezolano mostró también dos grandes certezas, que pueden parecer antagónicas pero no lo son. Una: que en este momento histórico es posible avanzar en procesos de cambio transitando conflictivamente la “institucionalidad democrática” y perdurar en el tiempo (conflictivamente en tanto que, sin generar una “ruptura revolucionaria”, sí se busca trastocar la democracia representativa). Dos: que, en última instancia, sigue siendo la fuerza siempre la que define y pone el último acento en una oración. El caso bolivariano así lo atestigua. Es decir, se pudo ganar elecciones, reformar la Constitución y emprender cambios sin “romper” la lógica democrática. Eso llevó necesariamente a intentos de desestabilización e incluso de desalojo (temporario) del gobierno por la fuerza. Y si bien la movilización popular fue clave a la hora de restituir a Chávez a la presidencia y retomar las sendas de la Revolución Bolivariana –tras el golpe de abril de 2002–, no menos cierto es que esa conquista pudo obtenerse –en última instancia– porque el chavismo contaba con “fieles” entre sus Fuerzas Armadas.
Aunque, como hemos dicho ya, si bien esa situación de los militares venezolanos es una “excepción” difícil de verse replicada en otros puntos del continente, el hecho de que un proceso cuente con la fuerza capaz de defenderlo no es un dato menor. Allí están los zapatistas con su poesía, y sus armas. Y allí está instalado el debate en numerosas organizaciones populares del continente que, sin aventurerismos pero sin ingenuidad tampoco, no dejan de preguntarse una y otra vez por este desafío.
Desde que Chávez ganó las elecciones presidenciales con el 57% de los votos, en diciembre de 1998 a hoy –febrero de 2015– la Revolución Bolivariana se ha legitimado y relegitimado en innumerables procesos eleccionarios (más de 20). Esta fue una de sus características centrales. Por eso no se entiende –más que por la “mala fe” de sus detractores– cómo puede hablarse de un “antidemocratismo chavista”. La democracia, en un sentido que excede al postulado “representativo” del sistema de partidos, es una marca distintiva de la Revolución Bolivariana, que deja una profunda lección al resto de los países latinoamericanos. En primer lugar, que los cambios se dieron de la mano de un protagonismo popular, con nuevas fuerzas políticas y no a partir de un reacomodo dentro de los partidos existentes. En segundo lugar, que se han revalidado electoralmente las propuestas y se han realizado cambios en la institucionalidad vigente hasta entonces (incluso cambiando la Constitución). En el caso venezolano, esos primeros años en el gobierno fueron por demás intensos, y en algún punto esa aceleración del proceso político explica la violencia del 2002, donde el chavismo logró sortear un golpe de Estado y un “golpe petrolero” (diciembre de 2002) que, por instantes, pusieron en jaque al proceso de cambio. Y aun cuando el resultado electoral fuera adverso para el chavismo, cabe destacar que el proyecto se fortaleció, porque demostró que era capaz de “mandar obedeciendo” y porque, como el mismo Chávez remarcó –con astucia– al aceptar la derrota, era un triunfo en tanto que toda la oposición festejaba legitimando la Constitución que hasta entonces había desconocido.
Podríamos decir que es con la sanción de la Ley de Consejos Comunales, en 2006, cuando comienzan a gestarse las condiciones jurídico-políticas para que el pueblo venezolano se empodere y apueste por un auténtico proceso de “desmonte” del Estado representativo. En ese camino, la conformación en 2012 de la Alianza Popular Revolucionaria es fundamental, ya que coloca en el horizonte político las posibilidades organizativas de movilizar al movimiento popular tras un programa unificado, que priorice una orientación socialista y una búsqueda por cambiar el Estado (fortalecer la perspectiva comunal) y no reformarlo. En ese mismo año, en el marco del 10° aniversario de ANMCLA, dicho organismo emite un documento en el que remarca que “para cambiar la comunicación hay que cambiar el sistema”. Son síntomas de un estado de ánimo que comienza a tomar mayor relevancia. Son 10 años en donde el Estado registra 280 medios comunitarios (244 radios y 36 señales de televisión, en 19 de los 26 estados venezolanos). La década en la que la Ley Orgánica de Telecomunicaciones (2010/2011) viene a coronar un marco legal regulatorio para garantizar que la comunicación no sea una simple mercancía sino un derecho humano que es necesario garantizar para toda la población, en un país en donde –antes del chavismo– cinco redes privadas manejaban el 90% del mercado y en donde nueve de diez periódicos eran opositores al incipiente proceso de cambio. En términos continentales (e incluso de lo que alguna vez se llamó el “Tercer Mundo”), el rol de Telesur fue en esta disputa de sentidos también fue fundamental.
Destacar la importancia de la democratización de la comunicación dentro del proceso de la Revolución Bolivariana, en el marco de una ampliación de derechos democráticos más generales, no tiene que ver con que este cronista desempeñe el oficio de periodista, sino con una comprensión del lugar que la comunicación viene ocupando en el mundo en las últimas décadas. El entramado empresarial del periodismo, que lo excede, convierte a los denominados “medios de comunicación” no solo en formadores de opinión, sino en empresas con un poder económico que excede el rubro, ya que suelen formar parte de conglomerados económicos mucho mayor. Además, en el caso venezolano, la importancia de la democratización de la comunicación no puede soslayar el rol que jugaron las empresas periodísticas en el golpe de abril de 2002. Respecto de ese componente dentro de un proceso cultural mayor, hay que destacar que –a diferencia de cierta “pulsión a la censura” y un marcado dogmatismo en las políticas culturales de los estados socialistas realmente existente durante el siglo XX–, la Revolución Bolivariana tiene una profunda generosidad, de la que tal vez aún no se haya tomado dimensiones en otras parte del continente. Sin el prestigio de una “Casa de las Américas” en Cuba, la labor cultural venezolana ha generado sin embargo importantes avances para hacer de la cultura un tema de todos (y todas) y no solo de especialistas (aunque se digan de izquierda). El carácter polimorfo del chavismo hace, además, que se coloque lejos de los “comisariados ideológicos” que, en nombre de la revolución, recortan el horizonte cultural, en vez de ampliarlo.