Por Osjanny Montero González*.
Víctor Valera Mora: el poeta venezolano que fundió caricia, fusil y hambre en un verso.
Cuando a Víctor Valera Mora le preguntaron por qué lo llamaban “Chino”, él sonrió y dijo en ese tono siempre jocoso y contestatario: “No sé, más que cara de Chino tengo cara de indio Timotocuica”. Y eso es verdad. Además de sus rasgos toscos, tez curtida y nariz chata, tanto él como la etnia venezolana son descendientes de montañas, sembradíos de papa y lanzas con forma de palabras.
Siempre he sido partidaria de hacerle mucho caso a los poetas/creadores/artistas. Entonces, aunque en la jerga popular se le conozca como “El Chino”, en este texto reivindicaré a esa voz hiriente y juguetona que aún es Víctor, el indio, el de apellidos Valera (curiosamente similar a la ciudad andina que lo vio nacer) y Mora, fruta dulce y color sangre también típica de las montañas venezolanas. De los versos de él poco se habla en las escuelas, incipientes son las citas sobre su obra en las aulas universitarias y en el extranjero mencionar al poeta que unió amor y revolución en un verso es sinónimo de respuestas inquietas o clichés inmediatos como “quién, cuál… no sé”.
Si soy honesta, debo decir que por muchos años fui parte de esa mayoría. Los versos de Víctor llegaron tarde a mi pequeña biblioteca poética, cuando ya había leído a Rafael Cadenas, Antonio Mora o Marisol Pérez; su humor y herida estaban lejos de atravesarme. Hasta que por allá en mis años universitarios una compañera de la escuela de Filosofía posteó en redes sociales algunos poemas con el sello de “El Chino”. Más tarde vendría la voz del comandante Hugo Chávez declamando ese infatigable Llamadme, solamente llamadme cuando llegue el día de las canciones colectivas (…) solamente llamadme el día en que la risa y el pan sean plan de gobierno (…) entonces cuando estemos en los justos, solamente llamadme. Así recuerdo que llegaste a mí, poeta de Los Andes, poeta de los justos.
Los Timotocuicas ocuparon la cordillera andina venezolana comprendida por los estados Mérida, Táchira y Trujillo. Practicaron el trueque, usaban el veneno que la naturaleza les ofrecía como armas de defensa, vestían de algodón y cultivaban la papa, la yuca y el maíz. Ya tenía razones Víctor para que lo llamaran indio; como ellos, él defendió el intercambio humano y social, se valió de su palabra para defenderse de los caprichos capitalistas, y creció y enseñó durante sus primeros años en las tierras en las que todavía el tubérculo es el más rico acompañante de platos y fiestas.
Cronología de una vida subversiva
Víctor Valera Mora abrió por primera vez sus ojos en Valera, capital del estado Trujillo, Venezuela, el 21 de octubre de 1935. La información de su biografía es bastante escueta; se sabe que su padre fue un obrero, víctima de la tuberculosis, y su madre una humilde campesina nacida en la región andina. En su infancia, el río, la montaña y el aire bucólico de la región fueron su paisaje que después se alteraría entre el zapatea’o[1], el ordeño y la llanura del estado Guárico en donde viviría su adolescencia. En la capital de Guárico, San Juan de Los Morros, el chico de piel trigueña y ojos oscuros daría sus primeros pasos en la poesía de la mano de poetas como Ángel Acevedo o Argenis Rodríguez, quienes motivarían sus lecturas iniciales a la sombra de las tonadas y los amaneceres con cachapas [2] y carne mechada como desayuno.
El periplo continuaría por la agitada Caracas, en donde el joven Valera llegaría para estudiar Sociología en la Universidad Central de Venezuela. La atmósfera hostil de los últimos años de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1953-1958) le agitó sus pensamientos izquierdistas y fue así como decidió inscribirse en el Partido Comunista, participar de los levantamientos estudiantiles y hacer de sus primeros escritos fúsiles para defender al país de torturas, persecución y desigualdades. Sin embargo, esta fiebre militante lo llevaría a prisión un año antes del fin del régimen.
Pronto llegaría el histórico 23 de Enero de 1958, fecha en que pueblo y militares se unieron para derrocar al presidente de turno, quien huyó cobardemente hasta República Dominicana dejando abierta la posibilidad de un regreso a la democracia. No obstante, durante el gobierno de Rómulo Betancourt (1959-1964) el país continuó agitado, dividido entre los partidarios de las novedades norteamericanas y los soñadores que escuchaban las noticias de la revolución de Fidel y el “Che” en la mayor de las Antillas. Esa fue la realidad encontrada por Víctor al salir de prisión, realidad que sembró las bases de su amenazante poesía.
Terminados sus estudios universitarios, el poeta regresó a su terruño andino en 1969. Esta vez en la ciudad de Mérida, epicentro cultural y bohemio del país, el escritor y sociólogo trabajó en la Dirección de Cultura de la Universidad de Los Andes (ULA) como promotor cultural sin descuidar sus escritos y su militancia clandestina. Para la década de 1970, el fúsil poético de Valera Mora había traspasado el underground literario y tras varias amenazas de muerte o encarcelamiento, optó por el exilio voluntario. Con la ayuda de amigos y docentes partió a Italia con una beca otorgada por la ULA. Estando en ese país escribió su último libro antes de regresar a su patria para despedirse de esa dura y vergonzosa realidad que siempre lo afligió y que también lo alentó a crear.
El hombre que quería ser recordado como indio murió en Caracas el 30 de abril de 1984 a causa de un infarto, con apenas 48 años. Aunque su cuerpo fue derrotado por tanta melancolía, nostalgia, sangre y guerra literaria, sus palabras se mantienen como ecos vivos, como retratos y llagas de una América que aún tiene la herida abierta.
[1] Pasos que componen el Joropo, género del folclore venezolano que consiste en golpear con los pies o con las alpargatas puestas el suelo mientras se baila solo (a) o en pareja.
[2] Tortilla a base de maíz tierno, tradicional en Los llanos y preparada en todo el territorio venezolano.