Una crónica desde el Salar del Hombre Muerto, en Catamarca. La contracara de la enorme crecida de explotación y exportación de este mineral clave para el futuro energético: falta de agua, avances de las empresas sin consenso y afecciones que empiezan a crecer.
Por Susi Maresca y Camila Parodi desde Catamarca *
Llegar al Salar del Hombre Muerto, en el departamento catamarqueño de Antofagasta de la Sierra, no es nada fácil. Además de los 647 kilómetros que lo distancian de la capital de Catamarca y sus más de 4000 metros de altura, la minería de litio intenta convertirlo en un territorio oculto. Nueve empresas extranjeras se desplazan libremente por la zona para ejecutar diferentes proyectos de exploración y explotación del «oro blanco». Se trata de uno de los vectores energéticos más codiciados por los países del Norte Global que, como la mayoría de las actividades extractivistas, tiene su lado oculto.
El salar ocupa más de 600 kilómetros cuadrados y cuenta con una larga historia de familias que lo habitan desde antaño. Se trata de un territorio que fue heredado por al menos seis generaciones que integran la Comunidad Originaria Atacameños del Altiplano. De hecho el nombre fue creado por el bisabuelo de quien hoy es cacique de la comunidad, Román Guitián. “El hombre muerto” refiere a una tumba encontrada en el medio del salar a principios del siglo XX cuando la familia se asentó con sus animales. Hoy, el cementerio ancestral se encuentra intervenido por una de las tantas rutas alternativas que las empresas mineras trazaron sobre el territorio.
Nos acercamos al salar tras el llamado que la comunidad le hizo a la Asamblea PUCARA (Pueblos Catamarqueños en Resistencia y Autodeterminación), una organización que nuclea a las diferentes asambleas territoriales y que las acompaña en sus denuncias. Allí, la familia Condorí está preocupada. Denuncia cómo la empresa Livent continúa avanzando sobre sus tierras. A finales de 2022, la única hermana mujer de la familia falleció por un cáncer que se presentó de manera abrupta y sin que obtuvieran explicaciones claras de parte del hospital. Si bien las causas no están esclarecidas, su muerte despertó una nueva alarma en la familia: “Ya no es con la tierra, ahora se están metiendo con la vida”, se lamentan.
Un lugar oculto
La familia Condorí ya había denunciado años atrás la seca de la vega del río Trapiche que rodea su casa. Allí Livent improvisó un dique para tomar el agua y redirigirla a la planta utilizando unos 650 mil metros cúbicos de agua por hora. “Al secar la vega, nos quedamos con menos animales; eso ya está perdido”, denuncia Camilo. Ahora deben caminar más de diez kilómetros para alimentarlos. Acotan algo más: la empresa también colocó portones y candados para prohibir la circulación de manera libre por sus propias tierras.
Desde hace cuatro años Camilo siente malestar. Tiene recaídas, problemas cardíacos y la irritación de sus ojos es permanente. Aun así, no imagina la vida en otro lugar. “Ni siquiera elige bajar a la villa cuando llega el tiempo de las heladas”, aclara su hermano.
Tanto las obras de vialidad como la construcción de las instituciones de la zona son realizadas de manera “conjunta” entre el Estado local y Livent a través de fideicomisos. La ruta provincial 43 funciona como un corredor de camiones, máquinas y camionetas al ritmo de una autopista. Incluso cuentan con una pista de aterrizaje de uso cotidiano para el personal. Buscan “la optimización del trabajo”. Como parte de la estrategia, otorgan una “beca” de entre 6 mil y 20 mil pesos. Según las organizaciones, es un intento para “silenciar” a las familias que necesitan del dinero al perder sus recursos económicos de tierras y animales tras la falta de agua en la zona.
Si bien el litio es removido en el yacimiento y luego direccionado a la planta de producción de carbonato de litio, los residuos químicos desechados en la planta del salar viajan 450 kilómetros hacia General Güemes (Salta), donde funciona la planta procesadora.
La producción del cloruro de litio (utilizado por ejemplo en la fabricación de baterías eléctricas recargables) emplea el uso de químicos como el ácido clorhídrico y la soda cáustica que junto a sus desechos son trasladados dentro de barriles en camiones que atraviesan los caminos sinuosos del salar. “Deben ser muy peligrosos porque los usan con guantes y trajes especiales”, explica uno de los puesteros que vive a metros de la planta.
El día previo a la visita, un camión volcó a 15 kilómetros del yacimiento. Produjo un derrame de al menos 20 mil litros de un ácido aún no esclarecido. “El agua nunca fue de este color –remarca el cacique Román Guitián–. Durante las mañanas tiene vapor, por eso decimos que está contaminada”.
Ya seca la vega del Trapiche, la empresa pretende continuar con un acueducto por el río Los Patos, de mayor caudal. Patricia Marconi, bióloga integrante de la Fundación Yuchán y del Grupo de Conservación de Flamencos Altoandinos, explica: “Los Patos es una cuenca particularmente importante ya que tiene la mayor biodiversidad que podemos encontrar en la zona alto andina por encima de los 3500 metros en la provincia de Catamarca. Tiene un extraordinario valor porque hay todo un conjunto de humedales asociados al Salar del Hombre Muerto donde la subcuenca del río Los Patos es importantísima. Se trata del río más caudaloso e importante del altiplano de Catamarca”.
El actual camino donde se traza el proyecto del acueducto (por el que se planea extraer millones de litros de agua por día) es sobre la huella que utilizaba la comunidad para pescar y buscar los animales. “Allí vivieron mis ancestros toda la vida, son más de cinco generaciones habitando el mismo territorio”, explica Guitián.
Hay “efectos colaterales” no previstos por las autoridades. Desde que comenzó la minería de litio en el salar, se redujeron y degeneraron las truchas del río: “Ya no son las mismas de antes –agrega Guitián–, ahora tienen menos sabor y son más chicas, incluso se han perdido algunas de las especies como la trucha salmonada que casi no hay más”.
Los verdaderos oasis del Altiplano
El del Hombre Muerto, como cualquiera de los salares altoandinos, funciona como un humedal para el sostenimiento de la vida de la puna, ya que conserva el agua de manera subterránea. En palabras de Patricia Marconi, bióloga integrante del Grupo de Conservación de Flamencos Altoandinos, son “ecosistemas muy particulares ya que se encuentran en una transición entre terrestres y acuáticos”.
«Los humedales son los verdaderos oasis del altiplano y de ellos depende toda la forma de vida”, acota. Por la particularidad del altiplano, “este tipo de cuencas están cerradas, ya que confluyen todas las aguas que escurren o que se infiltran desde los niveles subterráneos”.
En los ambientes del Altiplano, el agua que sale por evaporación del sistema natural es 9 veces más que el agua que se precipita. “El agua se va concentrando, evaporando y depositando en las sales. Los salares pueden inundarse en los períodos de lluvias, así como concentrarse en una costra blanca y dura durante el invierno”. En el caso de la minería de litio, denuncia que se realiza directamente sobre este tipo de humedales porque de ellos depende la existencia de acuíferos para la extracción de la salmuera: “la minería de litio insume entre 300 mil y 500 mil metros cúbicos anuales por tonelada de litio producido. Son volúmenes enormes que, en el caso del Altiplano, provienen fundamentalmente de agua subterránea y se trata de un recurso no renovable”.
Suyay: un espacio cultural de resistencia
Elizabeth Mamaní y Patricia Reynoso integran la Comunidad originaria Atacameños del Altiplano. Juntas crearon un espacio cultural orientado al turismo. Suyay, que significa “esperanza”, surgió tras una experiencia sostenida de cortes de ruta «en contra del desastre, la sequía y la destrucción ambiental que empezamos a ver en nuestro territorio”, explica Elizabeth.
Por participar de los cortes, Patricia Reynoso fue acusada y sumariada en su trabajo como docente de educación física. La sacaron del cargo y le quitaron el sueldo justo antes del comienzo de la pandemia.
Señalada por gran parte del pueblo que trabajaba para la minera y el gobierno, sintió el impulso de crear Suyay: “Nos unió el dolor”, recuerda Elizabeth quien hoy disfruta de cocinar platos regionales y combinar los diferentes alimentos de la puna. “Por llevar ese título de ‘antimineras’ nadie nos quería alquilar”, recuerdan. Finalmente, ya con lugar, Suyay en un lugar de referencia donde trabajan al menos diez jóvenes, en su mayoría mujeres, y reciben a decenas de turistas por semana. “Suyay es una forma de resistencia. Entre el plato que se sirve y la receta que se comparte con el turismo, encontramos una forma de hablar de la lucha contra la minera; lo que pasa en los salares, que de afuera no se ve, y la importancia de defender nuestros territorios. Sobre todo, el agua”.
* Publicada originalmente en Tiempo Argentino