Se acerca el fin del desgobierno de Iván Duque en Colombia. Una continuidad de la política de muerte del uribismo que se caracterizó por profundizar la pobreza, la desigualdad y las violencias contra las poblaciones campesinas e indígenas, ignorando el acuerdo de paz. A casi un año del Paro Nacional, mientras nos preparamos para decir “Chau Duque”, hacemos un balance de su gestión.
Por Eduardo Giordano | Fotos: Luis Carlos Ayala
El próximo mes de agosto concluye el período presidencial de Iván Duque en Colombia. Será sustituido quien gane elecciones del 28 de mayo, o bien, en su defecto, el que triunfe en la segunda vuelta del 19 de julio. Previamente, el 13 de marzo, se celebran las elecciones al Congreso.
La mayor parte del pueblo colombiano pone pésima nota a la presidencia de Iván Duque, con un índice de rechazo superior al 70 % en enero de 2022, mientras que solo dos de cada diez de las personas consultadas aprueba su gestión. Su gobierno será recordado como un período de retroceso general del país, tanto por el deterioro de los indicadores socioeconómicos como por su falta de cintura política y el fracaso de su estrategia de seguridad.
A lo largo de estos casi cuatro años aumentaron la pobreza y la desigualdad por encima de la media histórica, ya de por sí muy elevada. Según las estadísticas oficiales, 21 millones de colombianos y colombianas viven por debajo del nivel de pobreza. A pesar de la recuperación económica del último año, el desempleo se sitúa en el máximo de los dos últimas décadas y Colombia aparece ahora, por primera vez, en los informes de organismos internacionales (FAO) entre los países americanos con riesgo alimentario extremo, junto a Honduras y Haití, a pesar de sus formidables recursos en tierras para uso agrícola.
Mientras caen los principales indicadores sociales, aumenta la violencia en todo el país. En estos años de gobierno de Duque se ha multiplicado el número de masacres y asesinatos de líderes y lideresas sociales, dirigentes de comunidades indígenas y poblaciones negras, ex guerrilleros suscritos al acuerdo de paz, miembros de colectivos LGTBI u opositores políticos. Uno de cada tres lideresas o líderes ambientales asesinados en el mundo encuentran la muerte en Colombia, así como la mitad de las y los defensores de Derechos Humanos. Por no hablar de las recientes masacres de juventudes urbanas perpetradas por la fuerza pública y paramilitares durante las marchas de protesta del Paro Nacional.
Bajo el ala de Uribe: “mermelada” y ñeñepolítica
Iván Duque Márquez inició su actividad política en 2001 como funcionario estatal en Washington. Durante 13 años fue representante de Colombia ante el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), lo que le da un perfil eminentemente tecnócrata. Más tarde participó en el gobierno de Juan Manuel Santos durante un breve período, pero muy pronto se desvinculó del mismo para sumarse al nuevo partido creado por el ex presidente Álvaro Uribe, el Centro Democrático (CD), ideológicamente opuesto a las negociaciones de paz con la guerrilla y obsesionado con ganar la guerra por la vía militar.
Duque se presentó a las elecciones presidenciales de agosto de 2018 respaldado por Uribe y, a diferencia del presidente saliente, Juan Manuel Santos -quien también fue aupado por Uribe pero se desmarcó con una agenda propia-, Duque se mantuvo casi siempre fiel a las indicaciones de su mentor. Ganó las elecciones en segunda vuelta con el 54 % de los votos, después de una campaña muy enconada contra su principal rival, el progresista Gustavo Petro (Colombia Humana). La victoria de Duque en 2018 permitió visibilizar la permanencia de una amplia base social conservadora, muy polarizada con respecto a “la izquierda” y que adhiere a las políticas de seguridad (uribistas) contrarias a los acuerdos de paz.
La gran promesa electoral de Iván Duque fue acabar con la llamada “mermelada”, es decir, con la corrupción de políticos y empresarios que actúan mancomunadamente para conseguir prebendas. Las y los congresistas, cuando legislan para favorecer los intereses del grupo en el poder, reciben a cambio la famosa “mermelada”, que consiste en obtener cargos públicos para sus amigos y parientes o sustanciosos contratos para sus empresas. Esa promesa fue incumplida y el balance en este aspecto también es negativo, ya que destacados miembros del partido CD, ministros de su gobierno y amigos del presidente fueron investigados por sobornos, financiación ilegal y otros delitos característicos de la vieja política del contubernio.
Por otra parte, hay indicios de que la campaña electoral de Iván Duque habría recibido financiación de un conocido empresario de la región Caribe, conocido como “Ñeñe” (José Guillermo) Hernández, muerto en Brasil en misteriosas circunstancias. El Ñeñe, ganadero y narcotraficante, habría sido una figura clave en la financiación de la campaña electoral del CD en algunos departamentos del Caribe, tales como La Guajira y César, que el uribismo consideraba imperioso disputarle a Petro. El Ñeñe aparece en múltiples fotografías posando familiarmente con Duque en plena campaña, una proximidad promiscua que dio lugar al término ñeñepolítica.
En diciembre de 2020, a partir de numerosos audios de conversaciones telefónicas, el Consejo Nacional Electoral (CNE) llamó a declarar al gerente de la campaña presidencial de Duque, Luis Echeverri, así como a María Claudia Daza, asesora de máxima confianza del entonces senador Álvaro Uribe. La Corte Suprema de Justicia reactivó este proceso en enero de 2022, citando a declarar a la ex asesora de Uribe y a otros políticos implicados en la trama, hasta determinar si cabe citar también al ex presidente.
Un balance de la presidencia de Duque
En términos generales, la política económica del gobierno de Duque ha profundizado el neoliberalismo latifundista y extractivista en beneficio de los propietarios del agronegocio y las multinacionales mineras y petroleras. Esto es lo que se ha llamado la cogobernabilidad corporativa o captura corporativa del Estado, que se expresa en priorizar el diálogo y los acuerdos con los grandes empresarios en detrimento de otras instancias de la ciudadanía.
El proyecto estrella del gobierno, la reforma tributaria del ministro Alberto Carrasquilla (un ex ministro de Hacienda de Uribe), fue el detonante que desató el Paro Nacional iniciado el 28 de abril de 2021, el más prolongado de la historia reciente. Duque tuvo que retirar finalmente la reforma y aceptar la renuncia de su ministro. Pero lo hizo cuando ya se habían documentado al menos 26 asesinatos por disparos de la fuerza pública. El paro continuó por otras reivindicaciones, pero ante todo como medida de fuerza de la población -y en particular de la juventud- contra la terrible represión de las movilizaciones.
La política económica de Iván Duque, además de haber dejado a gran parte de las y los colombianos en condiciones de vulnerabilidad extrema frente a la pandemia, profundizó el deterioro de los términos del intercambio de los bienes agrícolas que produce Colombia, favoreciendo las importaciones, con un efecto perverso para la producción nacional de alimentos. Según un informe de Greenpeace, Colombia importa actualmente un 30 % de los alimentos que consume. Pero el 75 % de las importaciones de alimentos y productos agropecuarios (un total de 8.000 millones de dólares anuales en 2021) se podría sustituir por producción nacional.
Hay pocas dudas de que el principal producto de exportación de Colombia es la cocaína. El dinero negro del narcotráfico insuflado a la economía redunda en un aumento exponencial de las importaciones, que superan los 40.000 millones de dólares anuales, con resultado siempre deficitario de la balanza comercial por el estancamiento de las exportaciones (27.000 millones de dólares en 2020).
Entre las exportaciones que oficialmente quedan registradas como tales, la principal fuente de ingresos del país corresponde a las exportación de combustibles fósiles. En un complejo contexto geopolítico regional, Colombia llegó a exportar 13.000 millones de dólares en petróleo en 2019, incluso más que Venezuela (12.200 millones), aunque sus reservas en comparación son ínfimas. En conjunto con la exportación de carbón, ambos combustibles fósiles aportaron ese mismo año el 46 % de los ingresos en divisas.
A pesar de la recuperación económica de 2021, el desempleo fue aun mayor que en 2019. El trabajo informal es la única posibilidad de empleo para un 60 % de la población, mientras que al menos uno de cada tres jóvenes está desocupado, convirtiéndose así en carne de cañón para su reclutamiento por parte de las organizaciones criminales. El mayor lastre de la presidencia de Duque en el plano político es no haber hecho nada por garantizar la seguridad de la población colombiana ante los ataques de los grupos armados, o incluso de la represión de la propia fuerza pública.
En respuesta a esta dramática situación económica y de emergencia social, durante todo el gobierno de Iván Duque se mantuvo la protesta en la calle, con una serie de movilizaciones que culminaron en el primer Paro Nacional, de noviembre de 2019, violentamente reprimido por la policía. Durante el año 2020, a pesar del inicio de la pandemia, las protestas sociales fueron subiendo de tono: la Minga indígena se movilizó desde el Cauca hasta Bogotá para protestar por los asesinatos y masacres de la población indígena, campesina así como a lideresas y líderes sociales; hubo una marcha de ex combatientes de las FARC en repudio a los asesinatos de sus compañeros y compañeras firmantes del acuerdo (más de 300 desde la firma del acuerdo); un nuevo Paro Nacional en noviembre de 2020 contra la violencia política y el inmovilismo del gobierno en materia social, y, finalmente, el Paro Nacional iniciado el 28 de abril de 2021 contra la Reforma Tributaria y otras políticas de Duque que se prolongó durante más de dos meses por la negativa del gobierno a negociar con las y los huelguistas. El accionar de represión y violencia sistemática hablan de la consolidación de un (narco)paramilitarismo que ha proliferado sin control durante su gobierno.
Todos estos crímenes de lesa humanidad, cometidos muchas veces con implicación de funcionarios del Estado, le han pasado factura al presidente tanto en el interior del país como cuando viaja al exterior. Por ejemplo, cuando Iván Duque acudió a la toma de posesión del presidente Luis Arce, en Bolivia, fue interpelado por algunos de los asistentes, que lo acusaron de complicidad con los asesinatos de líderes y lideresas sociales increpándolo al grito de ‘¡paramilitar!’. Y en las contadas visitas del presidente a las zonas donde se producen masacres, Duque suele recibir el repudio de la población local, que le reprocha la interminable repetición de la violencia, la falta de protección y la escasa presencia del Estado.
El gobierno admite no haber dotado al Estado de los medios necesarios para resolver estas situaciones. La ministra del Interior, Alicia Arango, uribista de primera hora, afirmó: “No podemos negar la débil presencia y capacidad del Estado en resolver estos desafortunados asesinatos, y estas desafortunadas amenazas y riesgos que corre la vida de los defensores de derechos humanos, líderes, lideresas sociales, así como los reincorporados”, dijo entonces.
Además, durante dos años consecutivos (2019 y 2020), Colombia encabezó el listado de los países con más lideresas y líderes ambientalistas asesinados en todo el mundo. Según la organización internacional Global Witness, 65 de los 227 homicidios de líderes medioambientales que se registraron en el mundo durante 2020 tuvieron lugar en Colombia, casi un 30 % del total. Durante ese año el país perdió 170.000 hectáreas de bosque (un 8 % más que el año anterior) y el 64 % de esa pérdida se concentró en la Amazonia. Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS), afirma que una tercera parte de esa superficie puede haber sido devastada por responsabilidad de los campesinos (con los que ahora hay acuerdos), pero que al menos dos terceras partes (cerca de 100.000 hectáreas) son incendiadas por obra de acaparadores de tierras y apropiadores ilegales. Es imposible resolver un conflicto como la deforestación, muy ligado al acceso y el derecho a la tierra, sin un enfoque rural integral que aborde este problema estructural de la sociedad colombiana.
El gobierno de Iván Duque ha sido incompetente en controlar la situación de violencia en los territorios. No ha existido una política de seguridad territorial capaz de poner freno a la desestabilización y el éxodo de los habitantes, que es permanente en las áreas rurales. La falta de protección estatal expone a las poblaciones campesinas e indígenas a desplazarse y abandonar una y otra vez sus hogares, huyendo de las confrontaciones armadas y escapando de las masacres.
El incumplimiento de los acuerdos de paz
La política de seguridad del gobierno de Duque está signada por la herencia de Uribe, y consiste básicamente en militarizar la guerra contra el narcotráfico, sabotear los acuerdos de paz, permitir las masacres de la población indígena y campesina a través de sicarios, así como asesinar líderes sociales y ex miembros de las FARC incorporados a la vida civil tras la firma de los acuerdos de paz. Los ejecutores de estas últimas acciones son grupos paramilitares que actúan impunemente en los territorios que deberían vigilar las fuerzas de seguridad. Exista o no un plan sistemático de ejecuciones extrajudiciales, el gobierno de Duque es responsable de estas prácticas cuando menos por omisión.
Tras los primeros cinco años del acuerdo de paz, entre noviembre de 2016 y noviembre de 2021, se produjeron 299 asesinatos de ex guerrilleros de las FARC-EP, es decir, de firmantes del acuerdo de paz que se habían reincorporado a la vida civil. La mayor incidencia de estos crímenes perpetrados por sicarios se produjo en 2019 (77 homicidios) y 2020 (76), en pleno gobierno de Iván Duque. A estos asesinatos se suman los de centenares de líderes y lideresas sociales y defensores/as de derechos humanos, así como las masacres de población civil.
Según la organización no gubernamental Indepaz, en todo el año 2020 hubo 91 masacres, con 381 víctimas mortales; en 2021 hubo 96 masacres, con 338 víctimas, y durante los primeros 23 días de enero de 2022 ya se habían perpetrado 10 masacres con 29 víctimas. Aunque algún ministro del gobierno de Duque intentó quitar dramatismo a las cosas llamando a estos hechos ‘homicidios colectivos’, pero recibió toda clase de críticas por parte de organismos defensores de derechos humanos. Se considera masacre el asesinato simultáneo de al menos tres personas.
Sobre la restitución de tierras, los datos empujan al pesimismo. Por ejemplo, de la meta de entregar a campesinos 3 millones de hectáreas que establece el acuerdo de paz se ha cumplido menos del 1 %. Un alto consejero presidencial de Duque, Emilio Archila, rechazaba que existiera inmovilismo del gobierno en la implementación de este punto del acuerdo de paz, y para demostrarlo aseguró que se han devuelto 50.000 hectáreas, en beneficio de “22.674 víctimas de despojo y desplazamiento forzado”. Una cantidad exigua después de cuatro años, teniendo en cuenta el número de afectados y la ambiciosa meta establecida.
La Corte Constitucional condenó en enero de 2022 al Estado colombiano por violación masiva del Acuerdo de Paz, admitiendo los argumentos de los ex guerrilleros reincorporados que interpusieron tutelas en las que habían alegado falta de garantías de seguridad en los territorios, entre otros incumplimientos. La magistrada Cristina Pardo, ponente de la propuesta de resolución, explicó así la sentencia adoptada: “Consideró la Corte que, en efecto, los derechos fundamentales a la vida, a la integridad personal y a la paz fueron desconocidos. La Corte Constitucional, además, considerando el alto número de firmantes del Acuerdo final de Paz que han sido víctimas de homicidio y el bajo nivel de implementación de las normas sobre garantías de seguridad para los desmovilizados, también decidió declarar el estado de cosas inconstitucional y expedir órdenes estructurales generales para el cumplimiento de lo establecido en las normas del Acuerdo en lo relativo a las garantías de seguridad”. Además de dejar al desnudo las insuficiencias de todo tipo del gobierno, la Corte formuló más de diez directrices para corregir la situación.
El presidente Duque reaccionó inmediatamente con una trasnochada alusión a las restricciones que impuso esa Corte a las fumigaciones con glifosato: “¿Esos grupos de qué se nutren?, se nutren del narcotráfico y para vencer el narcotráfico hay que tener todas las herramientas. Entonces, por un lado, se limitan las herramientas para enfrentar el narcotráfico y, por otro lado, se está diciendo ahora que están asesinando los líderes y que ese fenómeno es responsabilidad estatal. No, señor”. El texto en cursiva casi no requiere comentarios sobre la falta de empatía de Duque con los familiares de las víctimas.
Yesid Arteta, escritor colombiano residente en Barcelona, resume así la evolución de los últimos años: “La violencia en Colombia se ha venido extendiendo. En el ámbito territorial estamos en una situación mucho más complicada que la que teníamos cuando existía una guerra más o menos reconocida por la comunidad internacional e incluso por algunos agentes nacionales”. El responsable de esta situación no es solo el gobierno, sino también buena parte de su entorno político, dado que el Congreso, “que tenía la misión de reglamentar los acuerdos de paz, ha fallado”, entre otras cosas por no haberles dado representación a las víctimas.
El abandono de la población rural
El cumplimiento del acuerdo de paz requiere una transformación profunda de las áreas rurales del país, donde la presencia del Estado siempre fue insuficiente. La consecución de la paz implica generar condiciones que faciliten la concreción de experiencias locales concretas, en los contextos específicos de las comunidades. La paz no es (solo) el resultado de un acuerdo, sino también la garantía plena de su implementación. Pero el gobierno de Colombia no ha afrontado los problemas y dinámicas socioeconómicas que originaron el conflicto. En gran medida, la expansión de las disidencias y otras fuerzas insurgentes es consecuencia de no haber realizado una reforma rural integral según lo acordado en La Habana.
Al abandono de la población rural por parte del gobierno, se suma el impacto negativo que tiene la política económica neoliberal sobre los territorios rurales y selváticos, basada en la extracción de recursos naturales como el petróleo y el oro para su exportación, o en la deforestación de la selva amazónica para la siembra de palma africana o ampliar las fincas ganaderas.
Los territorios de frontera de 13 departamentos (un total de 77 municipios) sufren de manera especial la ausencia del Estado. El investigador Wilfredo Cañizares, de la Fundación Progresar Norte de Santander, ha estudiado la paradoja de estas regiones con grandes potencialidades socioeconómicas y culturales que, sin embargo, sufren “una tasa de desempleo cinco veces mayor que la media nacional” y una informalidad laboral superior al 80 %. Además, los municipios de frontera tienen un índice de Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) del 53 %, cuando el promedio nacional es de 28 %.
En estas zonas aisladas de los centros urbanos se ha generalizado el modelo económico extractivista basado en el desarrollo de proyectos mineros, energéticos, agroindustriales, biotecnológicos y turísticos, que necesitan “garantías de seguridad y control territorial”, con la consiguiente “militarización del territorio a través de la fuerza pública, el uso de grupos paramilitares o el apoyo de fuerzas extranjeras”.
Además, las características demográficas de estas zonas son un agravante, ya que estos fenómenos “ocurren en regiones eminentemente rurales y mal comunicadas, con territorios colectivos de comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas afectadas por una eterna crisis migratoria.” En línea con sus antecesores, el gobierno de Duque ha considerado estos problemas como un asunto de orden público, un enfoque que lo ha llevado a “aplicar en el ámbito interno, de manera permanente, planes de lucha contra el terrorismo y el narcotráfico”, concluye el investigador.
Un claro ejemplo de este prolongado abandono de las periferias rurales por parte del Estado puede verse en el departamento de Arauca, limítrofe con Venezuela, donde la violencia política causó la muerte de más de 50 personas en enero de 2022. La inexistencia de comunicaciones viarias en este departamento dificulta desde siempre la presencia de las instituciones, facilitando el accionar guerrillero y de grupos narcoparamilitares. Aunque el gobierno de Duque anunció en abril de 2021 la realización de obras viales de intercomunicación regional (el llamado Pacto Bicentenario), de las obras presupuestadas se ha ejecutado hasta fin de año menos del 1 % y la inauguración del primer tramo de 50 km está prevista para el año 2030.
Mientras tanto, indígenas de la comunidad kogui de la Sierra Nevada de Santa Marta, del departamento fronterizo de la Guajira, sufrieron a fines de enero de 2022 la quema de sus viviendas (50 bohíos) y lugares sagrados por parte de grupos armados que los obligaron a abandonar su tierra. Este no es un incidente aislado, ya que se suma a otros cuatro casos similares que fueron denunciados en diciembre de 2021, cuando “indígenas kankuamos denunciaron la quema, también por parte de hombres vestidos de civil, de cinco centros sagrados entre los departamentos del Cesar y La Guajira. Todos ellos dentro del perímetro de la Sierra Nevada de Santa Marta”, donde operan a sus anchas los comandos narcoparamilitares.
Por otra parte, el presidente ha dejado desfinanciada la administración de justicia local y rural, un proyecto impulsado por él mismo, pero al que nunca dotó de los recursos necesarios para su funcionamiento.
El Estado colombiano está ausente en la articulación del espacio rural, pero su presencia es también insuficiente para resolver los problemas que aquejan a la población de los núcleos urbanos. Por ejemplo, no se han realizado las necesarias obras de infraestructura para prever los daños que ocasionan los fenómenos naturales cada vez más intensos que se producen en todo el país, como consecuencia del cambio climático y de los desplazamientos demográficos vinculados a la guerra y la pobreza. Un claro ejemplo es el de las ciudades de la costa Caribe, tales como Cartagena de Indias, que sufren inundaciones cada vez más devastadoras (las aguas anegaron el 70 % de Cartagena en 2020 y hubo 150.000 damnificados) por la falta de concreción de los planes de drenaje fluvial previstos desde la década de 1980.áLa mayor parte de la sociedad colombiana, que aparece estratificada en los registros oficiales con un sistema comparable al de castas -con rangos que van del 1 al 6 en función de sus ingresos y hábitat-, no se ha visto beneficiada por el crecimiento económico general del país. Este solo revierte en producir mayores beneficios para las capas más altas, los estratos 5 y 6. Un ejemplo es el recurso a la exportación de petróleo, que aporta un tercio de los ingresos en divisas pero no tiene casi ningún impacto sobre el empleo, y a pesar de esta contribución de las energías sucias a equilibrar la balanza comercial del país, esta resulta de todos modos deficitaria, en gran parte por la importación de 12 millones de toneladas anuales de alimentos, que representa un 30 % del consumo total.
Este desajuste estructural de la economía colombiana es uno de los resultados del proyecto neoliberal extractivista, acompañado de exclusión social, que se ha consolidado en los últimos años con las acciones y omisiones del gobierno de Iván Duque. Un dilema que se definirá en las próximas elecciones es si Colombia seguirá ‘contaminando’ con más extracción de carbón y petróleo para pagar sus alimentos, o aprovechará su maravillosa naturaleza para hacer los cambios estructurales que su sociedad necesita, tanto en la distribución del suelo agrícola como en la protección ambiental de los territorios acosados por las empresas extractivistas.