A 6 años de la desaparición forzada de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, la autora busca en sus recuerdos las sensaciones detrás de un hecho que marcó a la sociedad mexicana, y que la acompaña hoy en día, desde Argentina, en un pedido de justicia que sigue siendo un grito que atraviesa el continente.
Por Mariana Brito Olvera/ Foto Carlos Ayala
Este ensayo podría comenzar de distintas formas.
Si me remitiera al principio, diría:
Al inicio no entendíamos bien qué había pasado. Yo iba caminando con G en las inmediaciones de la universidad y a él le había llegado un mensaje. Qué pasa, le pregunté. No sé bien, pero creo que desaparecieron a unos chavos en Guerrero, en Ayotzinapa. ¿Cómo? Volví a preguntar. Pero él ya no respondió nada.
Tal vez podría adelantar la cinta un poco más, y entonces empezaría:
Nos tardamos varios días en reaccionar. Las cifras no nos cabían en la mente. Se hablaba de 58, de 46, de 54, de 49. ¿Muertos? ¿Desaparecidos? Hasta que se consolidó la cifra: 43 desaparecidos de la normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. ¿Por qué? Nos preguntamos. Pero no recibimos respuesta.
Borro este inicio. Demasiado incierto. Mejor reformulo:
La noche que vimos su rostro en el periódico, en la televisión, no pudimos dormir. No sólo había 43 desaparecidos, sino también había muertos. Uno de ellos era Julio César Mondragón. Lo habían dejado tirado en un descampado y le habían desollado la cara. Esa noche me fui a casa de una amiga. No queríamos estar solas. No podíamos creerlo. ¿En verdad esto había pasado? Pero no había nadie que nos respondiera.
No. Borro nuevamente. Julio era más que eso. No sólo un hueso sin piel, no sólo un cráneo sin gesto. Reescribo:
Tu rostro, Julio, no es ése. Tu rostro no es el que nos enseñaron con mala saña en la televisión, para asustarnos, para paralizarnos, para aterrorizarnos. Tu rostro no es ése. Tú no das miedo. Vi fotos tuyas: tienes facciones finas, una nariz delineada, cejas definidas y labios delgados. Tus ojos marrones profundos: siempre miras de frente. Te gustan los gorros porque apareces con ellos en las fotos. Eres estudiante, eres luchador, eres padre. Tú rostro nos moviliza.
Mejor. Pero igual me pregunto: ¿podría iniciar con alguna certidumbre, con algún dato duro?
Eran sólo preguntas: ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿dónde están?, ¿por qué?, ¿por qué? ¿por qué? La forma, el momento, el lugar exacto, la razón, el móvil. Pero nadie respondió nada de esto.
A ver, pero hay cosas que sí se pueden afirmar. Estoy demasiado pesimista. Podemos comenzar con esto:
Lo de Ayotzinapa nos transformó.
Recuerdo que en su libro sobre el 68, Poniatowska escribió que en la historia del siglo XX mexicano había un antes y un después de la matanza de estudiantes en Tlatelolco. Ayotzinapa también es un hito en la historia del siglo XXI en México. Hay un antes y un después de Ayotzinapa. Tlatelolco, el lugar del montón de arena. Ayotzinapa, el lugar de las tortugas. Tierra y agua unidas por la raíz lingüística del náhuatl, por la memoria de nuestros pueblos ancestrales, por la historia de nuestras luchas recientes.
Justamente los compas de Ayotzi habían ido a Iguala a volantear y botear para conseguir fondos para ir a la Ciudad de México a la marcha conmemorativa de la matanza de Tlatelolco. Con apenas una semana de diferencia, conmemoramos dos fechas en donde se llevaron a cabo crímenes de Estado. 26 de septiembre de 2014 y 2 de octubre de 1968 son fechas que quedarán unidas por siempre. Eran estudiantes, eran luchadoras y luchadores. “Toda la vida oiré esos pasos que avanzan”, escribe Poniatowska.
Lo de Ayotzinapa nos impulsó a luchar o a seguir las luchas que veníamos dando aún con mayor ímpetu, no importando si el costo es desaparecer.
Desaparecer, pero permanecer en la memoria, en esos pasos que avanzan…
Foto: Archivo Marcha Noticias
O podría retomar uno de los inicios anteriores, pero con otra continuación. Por ejemplo, este que comenzaba:
Nos tardamos varios días en reaccionar, pero al final reaccionamos. Una ola de asambleas y paros recorrieron todo el territorio nacional. Ante el vacío de las preguntas ¿qué pasó?, ¿quién?, ¿por qué?, nosotros comenzamos a responderlas, a platicar entre nosotrxs. No fue el narco, fue el Estado. Fue el Estado, fue el Estado, comenzamos a decir cada vez más fuerte. Llegó el 2 de octubre y salimos a las calles: contamos a lxs muertxs de Tlatelolco, contamos a los desaparecidos de Ayotzinapa. En esta marcha debían estar ellos, pensamos, pues los compas de habían salido a volantear para juntar fondos para venir a esta marcha en donde ahora decimos sus nombres. Contamos del 1 al 43 y los números se nos atoran en la garganta.
¿Pero quién es ese “nosotros” del que hablo allá arriba? Tal vez mejor podría comenzar por algo directamente ligado a mi vida personal, como una forma de unir la gran historia con la pequeña y esas cosas:
Tenía poco más de un mes que yo había cumplido 25 años cuando pasó lo de Ayotzinapa. Estaba por terminar la licenciatura. Lo recuerdo porque en medio de las asambleas y paros yo realizaba los trámites burocráticos para terminar ese ciclo que había comenzado en 2008. Iba de las asambleas a las oficinas y viceversa. Excepto cuando había paro, ahí los trámites se detenían. Por fin un día tuve fecha de examen. Compré un vestido y zapatos bonitos y me preparé para ese momento que había esperado por tantos años. El día de mi examen profesional paseaba por los pasillos de la facultad y veía los carteles, las imágenes, los vestigios del pasado reciente: no somos todos, nos faltan 43. Es curioso: el mundo estalla allí afuera, pero seguimos estudiando, titulándonos, leyendo, viviendo en medio del terror. Sentí unos golpecitos en mi corazón y decidí salir, con mi vestido y mis botitas nuevas, al patio donde se realizaba una asamblea. Estuve ahí hasta que fue la hora de mi examen. Creo que ni tiempo tuve para estar nerviosa y acudí corriendo al aula para no llegar tarde. Mi sínodo llegó un poco después que yo, ellxs también habían sentido golpecitos en su corazón y habían estado en la asamblea. Expuse, el jurado deliberó, juré ejercer mi oficio en pos del bien y regresar al pueblo todo lo que me había dado en forma de universidad pública, alcé mi brazo, dije “protesto” y me convertí en licenciada. Me dieron flores, me abrazaron y fuimos a festejar a un bar. Tomamos cervezas y nos reímos. Nos reímos. Nos reímos.
Tengo la impresión de que una gran parte de mi vida la he vivido de esa manera: flores, abrazos, encuentros, idas, venidas, en medio de lxs cada vez más numerosxs asesinadxs y desaparecidxs. Me queda el eco de unos versos de Retamar… “¿Sobre qué muerto estoy yo vivo?”, “¿Quién recibió la bala mía, la para mí, en su corazón?”
Definitivamente esto no puede comenzar así. Es demasiado narcisismo. En medio de todo lo que pasó ponerme a hablar de mí… un desatino. Quisiera, en verdad, poder decir algo “exacto”, datos “fidedignos”, pero ¿cuáles? Si el mismo gobierno se inventó toda una historia sobre la desaparición de los compas. Eso no sólo fue un desatino, fue una canallada, una grosería, el colmo de la impunidad: orquestan la represión y luego recrean las pruebas. Bueno, podría empezar con eso, tipo con la supuesta “verdad histórica”, para evidenciar ese nivel de corrupción e impunidad:
De Ayotzinapa recuerdo el desconcierto, la incertidumbre, el miedo. De Ayotzinapa recuerdo la rabia, el dolor, la rebeldía. De Ayotzinapa recuerdo los rostros de los 43 que nos faltan, pero también el de miles de personas que pronuncian sus nombres en medio de las calles. El gobierno tenía que decir algo. El gobierno tenía que decir qué, por qué. Fue así que salió en la televisión pública con el rostro de Jesús Murillo Karam y, como si fuera una frase cualquiera, dijo “los estudiantes fueron entregados al narco y ellos los quemaron”, “los estudiantes fueron entregados al narco y ellos los quemaron”, “ellos los quemaron”. Resultaba que Murillo Karam, ahora ex Procurador General de la República, sí tenía datos fidedignos: “Yo tengo la certeza de que un grupo de estudiantes fueron incinerados”, dijo. Después vino la parte subjetiva, cruel, donde pasaron a hombres a hablar de cómo rodaron los cuerpos hasta una enorme hoguera donde se habían calcinado las vidas de los estudiantes. Los cuerpos pesaban como bultos, decían los hombres. “Así iban, los iban dejando y ya los que los agarraban por aquí los tiraban”, “unos los sujetaban de las manos y otros de las patas y los columpiábamos de manera que se aventaban hacia abajo y ya los cuerpos rodando llegaban hasta donde ya llega lo plano”, decían. Luego se relata lo de la gasolina y cómo el basurero de Cocula había ardido durante la noche.
“Esta es la verdad histórica de los hechos”, dijo Murillo Karam. Esta es la verdad histórica de los hechos. La verdad histórica… ¿la verdad qué?
Escribo esto y me lleno de rabia hasta las lágrimas. No, definitivamente no empiezo con esto, no empiezo con su versión. Comencemos con otras versiones, con otras voces, con la historia de la gente, los hombres y las mujeres, cuya vida se vio transformada totalmente de la noche a la mañana ese 26 de septiembre, la historia de las madres y padres que desde ese día, cual si se hubiera detenido el tiempo, no hacen más que preguntar “¿dónde están nuestros hijos?”. Sí, definitivamente podría iniciar con eso. A ver:
Yo ya vivía en Buenos Aires cuando la conocí. Era pequeña y traía un sombrero grande de mimbre con detalles rojos muy lindos. El sombrero tenía una palabra grabada, pero ahora no puedo recordar cuál era. Venía para los dos años de la desaparición. Su nombre: Cristina. O doña Cristi, porque así le decíamos.
Cristina Bautista Salvador es madre de Benjamín Ascencio Bautista, uno de los 43. La recuerdo marchando con las madres de Plaza de Mayo, pañuelos y sombreros juntos en esa ronda memorable. La recuerdo recorriendo la calle México en medio de una intervención artística. La recuerdo en un café porteño con Norita Cortiñas. La recuerdo en medio de cientos de personas, tomando el micrófono entre sus manitas, desmintiendo las afirmaciones de Murillo Karam. “Para quemar un cuerpo se necesitan diez horas, decía, para quemar cuarenta y tres se necesitan casi dos días. Por eso decimos de su “mentira histórica”, porque no hay rastros de que hayan quemado ahí a nuestros hijos, no pudo pasar en una sola noche, en esa noche bajo la lluvia. Nosotros somos campesinos, nosotros trabajamos la tierra, sabemos lo que pasa cuando una cosa se quema, el olor se esparce, la piel se revienta. Por eso decimos de su mentira histórica, porque no fueron quemados ahí nuestros hijos”.
Lo dice y la gente empieza a ponerse seria, veo en sus miradas algo que se resquebraja. Mi mirada también se nubla. Pero doña Cristi no se quiebra en su relato. “Nosotros dicen que luego no hablemos, que porque somos de los pueblos indígenas y no sabemos hablar bien el español, pero no nos importa, no nos vamos a callar porque vamos a exigir al gobierno mexicano que nos diga qué pasó, porque en México hay miles de desaparecidas y desaparecidos, por eso aquí en Argentina es importante estar con las Madres de Plaza de Mayo, porque ellas llevan cuarenta años luchando y porque compartimos el mismo dolor, es el mismo dolor de no ver a nuestro ser querido”.
Foto: Asamblea de Mexicanxs en Argentina
El 26 de septiembre de 2016 doña Cristi rezaba en el cuarto antes de salir por la mañana a las actividades del día. Desde su arribo a la Argentina la cuidamos con todo lo que tuvimos a nuestro alcance, tratamos de hacerla sentir querida, apapachada, importante. Y sin embargo, al verla ahí con sus manos entrelazadas, fuera de su país, de sus demás compañerxs de lucha, de su hijo, pensé que no teníamos la menor idea de cómo se estaba sintiendo. ¿Estaría muy triste, no tanto?, ¿es posible no estarlo tanto?, ¿cómo había que tratarla?, ¿fingir que no pasaba nada, preguntarle? Y me sentí impotente al pensar que por más que nos esforzáramos esa barrera de sus manitas rezando no la íbamos a poder cruzar, ni el hecho de que en un par de días ella iba a estar viajando de regreso a México, a Ayotzinapa, a la escuela que ahora se ha convertido en su casa, a seguir viviendo las hostilidades y represiones del gobierno. Pero doña Cristi terminó de rezar y salió como siempre, enterita. En algún momento del día se sintió un poco mal, pero aún así dijo “hoy se cumplen dos años y voy a marchar”.
Al día siguiente llegué temprano a recoger a doña Cristi para ir a su última entrevista. La encontré en la cocina, haciendo bolitas de masa para hacer unas tortillas de maíz. Hacía la bolita y la iba aplastando con las palmas de sus manos hasta que adquiría la forma circular. Era ese momento en que las echaba en el sartén. Así una tras otra. Desayunamos huevos con tortillas y, por primera vez, después de meses afuera, sentí que extrañaba México.
La última tarde antes de que volviera fuimos de paseo por la Boca, el barrio lleno de colores. En la comida doña Cristi nos contó que su comunidad era indígena, que eran campesinos, nos dijo cómo había migrado a EE.UU por seis años para trabajar y mantener a sus dos hijas y a Benjamín. Nos contó cómo fue que Benjamín se fue a estudiar a Ayotzinapa. Nos contó cómo se enteró que lo habían desaparecido, cómo se comenzaron a organizar los padres y madres de Ayotzi, y cómo desde entonces su vida había cambiado radicalmente, no sólo porque no ha vuelto a ver a su hijo, sino porque tuvo que dejar su modo de vida anterior para convertirse en una luchadora social. “Tuve que dejar mi casa, mi pueblo, pues ahora ahí vivo en la escuela, en Ayotzinapa. Es muy triste, pues porque ahora no puedo estar con ninguno de mis hijos. Mis hijas están en el pueblo y por buscar a mi otro hijo ahora no puedo estar con ninguno. Pero pues yo sé que ahí tengo que estar, si no estoy ahí en eso, siento que mi hijo va a pensar que ya lo olvidé, que ya no lo estoy buscando, que ya no estoy luchando para saber qué pasó, van a pensar que olvidamos y pues no olvidamos”.
Un grupo de compañerxs va a dejar al aeropuerto a doña Cristi. Yo me quedo a limpiar la casa de la compa donde Cristi estuvo durante esa semana. En cuanto se van, me tumbo en la cama y las lágrimas comienzan a correrme por el rostro. Sin parar. Las historias no dejan de darme vueltas en la cabeza. Pienso en Benjamín, pienso en las fosas clandestinas, pienso en los huesos sin nombre, pienso en doña Cristi durmiendo en plena carretera por temor de que les echen gases en el campamento que tenían preparado para dormir, en doña Cristi con sus manos de hacer tortillas y rezos, en doña Cristi yendo en el camión de los 43 padres y madres al que le reventaron las ventanas, al que le aventaron un tráiler para que “accidentalmente” algo les pasara.
Después me calmo y pienso en el 1.50 de estatura de doña Cristi, tan chiquita pero a la vez tan inmensa y siento que a esto tenemos que aferrarnos: a nuestros y nuestras luchadoras de a pie, a lxs que, a ras de tierra, nos muestran su humilde grandeza y resistencia, su más tierna rebeldía. Las veces que he ido a México en los años siguientes, procuro ver a doña Cristi, y siempre que la veo, la encuentro así: marchando, con su sombrero de mimbre con detalles rojos muy lindos. El sombrero tiene una palabra grabada, pero sigo sin recordar cuál es.
Me pregunto cómo seguir este texto, cuál podría ser su final… Éste es un relato con múltiples inicios, pero cuyo final no está escrito. Será una historia inconclusa hasta que no tengamos memoria, verdad y justicia. Seguiremos en busca del final que merecemos, porque no olvidamos, porque ese 26 de septiembre de 2014 palpita ahora como el primer día. 43 compañeros de la normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, presentes.