Si bien las políticas implementadas en Venezuela para prevenir los contagios por Covid 19 son ejemplo para gran parte de los países del continente, su situación de bloqueo imposibilita cualquier posibilidad de progreso y vida digna. No es lo mismo una pandemia que una guerra.
Por José Roberto Duque*
José Toro Hardy, rico de cuna y ficha de Estados Unidos rumbo a la restauración de la colonia norteamericana que fuimos, ha sido un entusiasta defensor de las medidas imperiales rumbo a la rendición de los venezolanos por cansancio, por hambre, por colapso de nuestro acceso a la energía. Hace unos días se lanzó un tuitazo de colección:
“Durante mes y medio no llegó agua a mi casa. Por fin llegó. Entonces la gasolina, nada en casi dos meses. Pero por fin ayer pude llenar el tanque después de horas de cola. Y anoche, para remate se fue la luz. ¿Hasta cuando durará esta desgracia?”
Dice la canción de Gino González: “El mundo va majomenos / porque ahora no se acaba solamente pal pendejo…”.
Estamos viviendo la era de la democratización del colapso, de la uniforme lanzada por el tobogán o barranco de los tiempos que corren. Habrá quien todavía puede esquivarla.
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Mucha gente no recuerda o no sabe lo que es un asedio o “sitio” (lo pongo entre comillas para no confundir de entrada con el sinónimo más obvio, lugar), concepto o método de la guerra de todos los tiempos en los que un ejército rodea a una población y procede a bloquear totalmente el acceso de alimentos, agua, bienes y todo lo que permite el funcionamiento social e incluso la vida humana, con el objeto de rendir a la población y también al ejército que la defiende.
El sitio arquetípico, la ciudad sitiada por antonomasia, es la Troya rodeada por los aqueos durante diez años. Miles de relatos y noticias de sitios o asedios han trascendido en distintas épocas de la historia humana, que es la historia de la guerra.
Cartagena de Indias (Colombia) fue sitiada varias veces en su historia. En el más famoso de estos sitios o asedios (agosto-diciembre de 1815, en plena Guerra de Independencia) el ejército defensor estaba al mando del general neogranadino Manuel del Castillo y Rada, cuya misión era impedir que Pablo Morillo y Tomás Morales entraran con sus tropas.
Había un grupo de venezolanos en la ciudad: José Francisco Bermúdez, Antonio José de Sucre, Pedro Gual, Pedro León Torres, Mariano Montilla, Carlos Soublette: la historia de Venezuela y la de América hubiera sido distinta si Morillo hubiera perpetrado una masacre con semejantes personajes dentro.
Cartagena quedó totalmente bloqueada por tierra, por mar y por el río Magdalena, sus vías tradicionales de suministro de insumos. Al pasar los días y semanas los habitantes empezaron a morir de hambre en masa; varios testimonios dicen que se llegó a practicar el canibalismo. Y el intercambio de disparos no cesaba; la defensa tenía una reserva de municiones limitada, pero la tenía.
Caballos, perros, ratas y todo animal que iba muriendo pasaron a ser parte de la fuente de proteínas de los cartageneros, y la consecuencia más dramática de la profusión de cadáveres fue la peste. El agua potable se convirtió en un charco inmundo, no apto para el consumo humano; la ciudad colapsó en casi todas sus formas de funcionamiento.
Pero el mando militar decidió no claudicar, no rendirse. En octubre los pobladores de Cartagena destituyeron de la jefatura a Castillo y Rada, y al mando de aquel rolitranco de paquete quedó designado el oriental José Francico Bermúdez. En una jugada española, un batallón intentó apoderarse del cerro de La Popa, elevación al lado de las murallas, y Carlos Soublette los bajó a tiros y a coñazos con un grupo de locos al borde de la muerte por hambre. Dime tú si esos tipos no se merecen la cantidad de calles y plazas que llevan sus nombres.
La tercera parte de los 18 mil habitantes que tenía Cartagena murió en ese sitio. El 5 de diciembre hubo una Junta de Jefes y Vecinos Notables, tras la cual el gobernador civil Elías López de Tagle ordenó un intento desesperado: embarcar a los principales jefes militares y civiles y romper el cerco por mar. Contrataron a un corsario francés llamado Luis Aury, quien emprendió la huida (hacia adelante) en varias embarcaciones.
Dos mil personas iban en esos barcos, la mayoría de las cuales fue interceptada y capturada por los españoles. Otras naufragaron en la noche del Caribe. Unos 600 sobrevivieron, entre ellos los principales jefes venezolanos, que no se fueron a descansar ni a jartarse de comida sino que llegaron a Haití, a embarcarse con Bolívar en la Expedición de Los Cayos.
Ese mismo día entró el ejército español a apoderarse de la ciudad y así concluyó el sitio. Dicen las primeras crónicas de lo que vieron los sitiadores al entrar:
“Hombres y mujeres, vivos retratos de la muerte, se agarraban de las paredes para andar sin caerse; tal era el hambre horrible que habían sufrido… veinte y dos días hacía que no comían otra cosa que cueros remojados en tanques de tenería”.
De los sitios más notables del mundo contemporáneo hay que citar al de Israel sobre Palestina, y uno particularmente cruel de hace apenas 24 años: el de Sarajevo por parte de las fuerzas serbias.
La resistencia bosnia, inferior en número y en capacidad militar, poco podía hacer aparte de defender precariamente el territorio, pero la población se vio enfrentada a una situación de una inhumanidad pocas veces vista: los bombardeos con morteros causaban estragos en personas y edificios residenciales, y los francotiradores “cazaban” en las calles a los ciudadanos que salían a buscar alimentos. Salir de la casa era una odisea que muchas veces terminaba con la muerte.
Un enorme túnel cavado hasta el aeropuerto permitió en algún momento la entrada de electricidad, agua y comida a la ciudad, pero la gente tenía que ingeniárselas para salir a buscar el sustento sin ser despedazada por las bombas y la metralla. El asedio duró cuatro años; 64% de la población murió, desapareció o huyó de la ciudad en ese período.
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En el Atlántico, solo esta semana, media docena de barcos con combustibles y bienes, y cargueros que se dirigían a Venezuela a cargar petróleo rumbo a distintas refinerías en Asia, tuvieron que dar un giro y devolverse porque Estados Unidos amenazó con quebrar a las empresas que se atrevieran a ingresar a aguas venezolanas.
Nuestro precario túnel con Irán ha funcionado, pero no hay garantías de que le permitirán seguir funcionando. Venezuela es un país al que ingresa efectivamente muy pocos recursos. No hay dinero y nuestra maquinaria productiva tiene décadas de parálisis o anquilosamiento. Si se cierra totalmente el tapón que ya los países más poderosos del mundo están atornillando alrededor de nuestros respiraderos, la situación actual va a parecer privilegiada en comparación con lo que viene.
Está en marcha uno de los más feroces sitios o asedios contra un país soberano, en pleno siglo XXI, y todavía persisten actitudes personales egoístas, individualistas, coñoemadres. Por ejemplo la de idiotas ilustrados como el Toro Hardy, que se cansó de solicitar y aplaudir el anuncio del sitio o asedio por parte de Estados Unidos y ahora anda personalmente destruido o colapsado porque le falta el agua, la gasolina y la electricidad.
Da un fresquito que también los ricos y traidores estén sufriendo algo remotamente parecido a una calamidad. Y otras actitudes más inexplicables, o más difíciles de calificar: chavistas que saben qué es un sitio o asedio, que entienden perfectamente cuál es el objetivo, los efectos y el alcance de un bloqueo, sitio o asedio sobre una población, y sin embargo se ven tan altivos y vociferantes exigiendo que sus salarios sean iguales a los de países complacientes con Estados Unidos. ¿O será que no han entendido que el bloqueo no es una retórica sino una amenaza concreta y efectivamente en marcha?
En Colombia hay preparativos de guerra contra Venezuela. Ya ha habido ensayos e intentos firmes de invasión y de magnicidio; eso se llama guerra. Desde ese mismo país que alberga a la Cartagena sufriente de 1815 está todo dispuesto para taponearnos mientras se nos descuartiza; los otros tapones serían Brasil, la incomprensible Guyana y el multifactorial Caribe.
Pero hay gente exigiendo a gritos que este país funcione normalmente, como si no estuviera pasando nada (y nos hemos negado a hablar de la pandemia en curso, para que no suene más apocalíptico el recuento).
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Hay muchas formas de colapsar: como país, como pueblo, como sociedad, como ciudad, como familia; grupalmente. Se colapsa personalmente, colapsa corporalmente el sistema nervioso, colapsan los sistemas digestivo, circulatorio, respiratorio. Pero hay un colapso que parece habernos alcanzado antes que otros: éticamente andamos por el suelo.
A la putrefacción institucional de cuerpos uniformados que se han convertido en bandas criminales dueñas de carreteras y de territorios, hay que agregar la manía multiplicadora del caos, la corrupción como fenómeno ciudadano, porque “todos los días sale a la calle un güevón y el que lo agarre es de él”.
La ciudad capitalista colapsa y se viene abajo, pero lo único que no ha permitido nuestro colapso general como país es la existencia de un conglomerado que se empeña en creer en Chávez, en Bolívar y en el potencial del pueblo para la organización o para la coñaza. A esos factores seguiremos aferrados.
*Publicada originalmente en Medium