Por Fernando Munguía Galeana (*) desde México
A 4 años de la desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa en México. Una historia reciente de largas resistencias y viejas complicidades.
Entre la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014, estudiantes
de la Normal Rural Isidro Burgos, de Ayotzinapa, que tenían el objeto de asistir a las manifestaciones por la conmemoración del 2 de octubre, en la Ciudad de México, fueron atacados con armas de fuego por la policía municipal de Iguala, Guerrero. El saldo de esas agresiones fue de 6 personas asesinadas, 25 heridos y 43 estudiantes desaparecidos.
La fuerza del autoritarismo policiaco y militar se desplegó con brutalidad en esas horas aciagas contra un sector de la sociedad guerrerense que tiene profundo
arraigo popular en la región, pero esta vez no directamente por cuestiones
políticas como sucedió, por ejemplo, contra las guerrillas de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas en la década de 1960, sino para encubrir sus nexos con el crimen organizado.
Las reacciones ante las flagrantes agresiones fueron inmediatas y se viralizaron a través de las redes sociales y diversos medios y, en los días y semanas siguientes se organizaron en el país, e incluso en muy diversas latitudes, masivas expresiones de denuncia contra la actuación de las fuerzas policiacas y militares y, poco tiempo después, contra la evidente corrupción de las autoridades federales en el proceso de la investigación judicial y forense. La tesis de la “verdad histórica”, formulada por la Procuraduría General de la República (PGR) casi cuatro meses después de los hechos y defendida hasta la actualidad por el gobierno federal, que afirmó que los cuerpos de los 43 estudiantes fueron
quemados en el basurero de Cocula (comunidad aledaña a Iguala), no solo resultó llena de irregularidades y explícitas mentiras, evidenciadas por la investigación profunda y rigurosa que realizaron, antes de ser expulsados del país, los integrantes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) y que
quedaron consignadas en dos sendos informes, sino que resulta una de las más aberrantes y, al mismo tiempo, nítidas expresiones de la profunda crisis de descomposición de las instituciones políticas y judiciales en el México actual.
En efecto, los últimos doce años han evidenciado la enorme vulnerabilidad de los ciudadanos frente a las estructuras de poder político, judicial y legislativo
largamente filtradas por el crimen organizado y la organicidad de la corrupción en todos los niveles de gobierno. Desde el inicio de la guerra parcial que el gobierno federal contra ciertos grupos del narcotráfico en 2006, se develó la fragilidad del sistema de justicia y las múltiples expresiones que asume la corrupción y la
violencia institucional, política y policiaca, cuando de defender o proteger intereses criminales se trata.
Ayotzinapa, pues, no ha sido un episodio aislado en este fenómeno reciente de
descomposición que, a su vez, solo es comprensible si se enmarca en un proceso más amplio en el cual las estructuras e instituciones del Estado fueron violentamente transformadas con un código neoliberal, autoritario y excluyente que desde hace ya casi cuarenta años se ha ido agudizando y radicalizando. La política de criminalización y militarización, y con ellas las masacres, desapariciones, torturas y ejecuciones extrajudiciales (como en Tlatlaya; San
Fernando; Apatizingán, entre tantos otros), han redundado en expandir sin freno alguno el recurso de la coerción y de la violación de derechos humanos. El
hallazgo constante de fosas clandestinas en todo el país y de las morgues
improvisadas en trailers, recientemente expuestas en el estado de Jalisco, son
apenas dos muestras de cómo la muerte ha dejado de ser una excepcionalidad
para convertirse en una regla incontestable y en una presencia cotidiana.
Ante la barbarie, resistencia colectiva
En estos cuatro años de protestas constantes y de permanente imposibilidad para
avanzar con certeza en las investigaciones, han sido las Madres y padres de los 43 las voces y las caras permanentes de la resistencia colectiva que se niega a aceptar la imposición de una supuesta “verdad histórica” que, de haber triunfado, habría implicado también la prolongación del olvido y el autoritarismo. Este colectivo, acompañado por importantes organizaciones civiles y de defensa
de derechos humanos y asesoramiento jurídico, como el Centro Tlachinollan de la montaña de Guerrero y el Centro Nacional de Comunicación Social (Cencos), ha también sumado el respaldo de amplios sectores sociales y populares que no claudican en su demanda de justicia para los 43 estudiantes y que siguen bregando por un país democrático y en el que se haga valer la justicia para las mayorías. Es por ello que, siguiendo la estela de otros movimientos, colectivos y organizaciones que desde décadas atrás han luchado contra el olvido, promovido por al aparato estatal, de los crímenes cometidos contra el pueblo, como el Comité del 68 o el Comité Eureka, esta pléyade de actores y sujetos colectivos han mantenido abierta una demanda fundamental en el seno de la sociedad que puede convertirse también en uno de los ejes sustantivos de transformación en los próximos años.
Así, en la coyuntura actual del país, la exigencia de justicia que enarbolaron los
asistentes a la marcha convocada este miércoles 26 de septiembre, encabezados
como siempre por las madres y padres de los estudiantes, representa un punto de inflexión: será la última vez que el gobierno federal responsable de encubrir, falsear y fabricar pruebas en la investigación pueda defender su tesis de la verdad histórica y, por tanto, podría ser también el inicio de un nuevo proceso de investigación que, haciéndose de recursos, pruebas y las evidencias científicas antes desechadas comience a generar certidumbre sobre el paradero o situación actual de los normalistas.
De hecho, esta cuarta jornada anual de movilizaciones comenzó con el encuentro de las madres y padres de los 43 con el presidente electo y plantearon una serie de compromisos que ratifican la intención, ya sancionada por un tribunal federal en junio pasado, de conformar una comisión investigadora independiente.
Lo contundente de la jornada, sin embargo, han sido de nueva cuenta las miles de personas que salieron a las calles de la capital y otras ciudades desde días atrás, para manifestar su solidaridad y hartazgo frente a la corrupción y opacidad de las
autoridades.
Aquella denuncia de “Fue el Estado” que se logró posicionar en el imaginario
subalterno desde las primeras marchas en torno a Ayotzinapa, sigue haciendo
resonar la potencia plebeya que en estas últimas semanas se engarza con la
exigencia colectiva de “¡No olvidar ni perdonar!” a los agresores de los estudiantes universitarios (2018), a los secuestradores de los normalistas (2014) y a los represores y asesinos de Tlatelolco (1968).
(*) Sociólogo, profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM