Por Reinaldo Iturriza.A 16 años del intento de golpe de estado al gobierno constitucional de Hugo Chávez en Venezuela una historia en primera persona.
Aquellos días de abril tuvieron algo de iniciático: fue entonces cuando decidí olvidarme definitivamente de lo que era y recordé que era un hombre, un paisano cualquiera. Y me sentí más hombre y más vivo que nunca, arraigado al asfalto del país real. Hombre entre los hombres y las mujeres que recién acaban de recuperar su humanidad, me descubrí a mí mismo siendo parte de un todo que es mucho más que la suma de las partes. El chavismo es un todo innumerable.
El jueves 11, cuando ya teníamos noticias de que la marcha antichavista se dirigía hacia el centro de Caracas, tuvo algo de ritual: casi todo el que participó en la defensa de Miraflores pintó su rostro de rojo. Quién tuvo la iniciativa y cuál fue su motivación, es muy difícil saberlo. Lo cierto es que muy pronto aquel gesto se convirtió, mucho más que una preparación para el combate, en una manera de sentirnos acompañados, seguros, fortalecidos, como si quisiéramos conjurar el vendaval de sangre y muerte que se avecinaba, aunque no lo supiéramos o no quisiéramos creerlo.
Escuchamos el silbar de balas y vimos pasar heridos y muertos. Atravesamos Puente Llaguno, en la Urdaneta, en sentido oeste-este, segundos antes de que iniciara el cruce de fuego cerrado. Confundidos, impotentes, sin tener idea de la magnitud de la tragedia, estuvimos varias veces a punto de bajar a la Lecuna, para vernos de frente con la Metropolitana, para intentar desquitarnos.
Allí estuvimos, hasta finales de la tarde, cuando ya empezaba a oscurecer. Nos habían dicho que blindados del Ejército se dirigían a resguardar Miraflores. Nosotros mismos corrimos la voz. Ya en casa, todavía temprano en la noche, recibí una llamada telefónica: “-¿Qué pasó? -Pasó lo peor…”. El gobierno estaba caído.
El viernes 12, muy temprano por la mañana, me llegó un mensaje de texto que informaba sobre algunos de los barrios de Caracas donde, ya desde la noche anterior y durante parte de la madrugada, se había manifestado el pueblo contra el golpe de Estado. Al llegar a la oficina reinaba la pesadumbre, la tristeza. En momentos como ese es que dice Virgilio a Dante: “¿Por qué esta desconfianza aún? ¿No me crees contigo? ¿Te figuras que ya no te guío?”.
Alrededor de mediodía decidimos regresar a nuestras casas. Junto a mi esposa vi por televisión la autoproclamación del dictador. Recibí la llamada de un familiar antichavista, que deseaba transmitirme su solidaridad, su consuelo. Tras agradecerle, le respondí: “Esto no se va a quedar así”.
El sábado 13 no había despuntado el sol y ya toda Venezuela era un hervidero. Las protestas en los barrios habían arreciado durante la noche. Poco antes del mediodía ya estábamos instalados en el kilómetro cero de la Panamericana, a pocos metros de la alcabala 3 de Fuerte Tiuna. La Metropolitana se había pasado más temprano, dejando su estela de gases lacrimógenos. Volvió a asomarse, estando ya nosotros allí, pero fugazmente. Nos reagrupamos casi de inmediato. Cada vez llegaba más y más gente. No dejaba de llegar.
En algún momento de la tarde nos fundimos en uno solo con los militares rebeldes, o tendría que decir leales; pero es que ser leal, aquella jornada, era igual a ser rebelde. Un pueblo civil y militar se fundió en un solo abrazo que era rebelde y leal al mismo tiempo. Rebelde contra todo, leal a nosotros mismos.
No sé a qué hora llegamos a Miraflores, pero era tarde en la noche, todavía del sábado. Antes hicimos una parada en Plaza Venezuela, y llamé a mi esposa desde un teléfono público. “Lo hicimos”, le dije, casi sin voz, pero era la voz de muchos, también la de ella.
Esa noche en la Urdaneta, muy cerca de Miraflores, vi por primera vez, de manera nítida, lo que volví a ver muchas veces: la extraordinaria diversidad del pueblo chavista. Trashumantes, pero también gente muy pudiente. Mucha gente que uno no imaginaría presente en una circunstancia como esa. Gente común y corriente, idéntica a la que uno se cruza en la calle todo el tiempo. Entonces, más que inevitables, las preguntas se hacen irreversibles: así es la gente que participa en una rebelión popular, ahora lo sabes. Así se derrumban las verdades preestablecidas.
Cuando la madrugada del domingo 14 vio llegar los helicópteros que traían de vuelta a Chávez, esa masa aparentemente informe, aparentemente fuera de lugar, aparentemente sin atributos que es el chavismo, finalmente pudo apreciar la grandeza de su obra. Tan inmensa, que es justicia reconocer sus limitaciones: simplemente no sé cómo describir el que es uno de los momentos más felices de mi vida, y sé que el de millones.
Corrí a mi casa, no recuerdo cómo, a través de qué medios, a escucharlo a Chávez. No quería perderme sus palabras. Por fortuna, llegué a tiempo. Entonces vivíamos casi clandestinos, en una zona muy antichavista. Sin embargo, apenas apareció el hombre en televisión se multiplicaron las expresiones de algarabía, incluyendo las detonaciones alborozadas de mi vecino. Ese día aprendí que solemos ser más de los que creemos.
Aquellos días en que me hice hombre, políticamente hablando, hombre común y corriente, entendí que el pueblo chavista es como el Virgilio de La Divina Comedia, que fue “sacado de la enorme garganta del infierno a fin de enseñarle el camino”.
Ahora, cuando las mismas fuerzas que fraguaron el zarpazo de 2002 pretenden que regresemos al infierno, es cuando más cerca quiero estar de mi fiel compañero. ¿Cómo proseguir mi viaje si no es junto al pueblo del que formo parte? ¿Cómo subir cuál montaña? Como entonces, hoy puedo comprender las cosas cuando ocurren y no quince años después. Hoy comprendo que con aquel pueblo de abril, hasta el fin del mundo.
Publicada originalmente en Desafío Constituyente