Por Mariano Pacheco
Con esta nota iniciamos el especial “Chavismo es el nombre de una inspiración Latinoamericana”. En este caso, la génesis del actual proceso venezolano, la aparición de Hugo Chávez como líder latinoamericano y la influencia en el continente.
La irrupción del chavismo logró poner sobre el escenario político latinoamericano una serie de cuestiones que colocaron a la Revolución Bolivariana a la vanguardia de las experiencias de lucha y organización popular del continente y del mundo.
Si bien los orígenes de esta experiencia pueden rastrearse en los inicios de la década de 1980 del siglo pasado (en 1983, para el bicentenario del nacimiento de Simón Bolívar, se conformaba el Movimiento Bolivariano Revolucionario, el MBR-200), tal vez el hecho de que su visibilidad primera se deba a un frustrado intento de golpe de Estado, casi una década después (con la sublevación del 4 de febrero de 1992), pueda ayudarnos a entender por qué este movimiento no tuvo eco en el ámbito de las izquierdas latinoamericanas hasta 2002, o incluso después, más allá de que la revuelta popular de 1989, conocida como el “Caracazo”, suela ser contada entre las batallas (de hecho, una de las pioneras) libradas en el continente contra el “Nuevo Orden Mundial”.
Seguramente la sombra del “Plan Cóndor” y las huellas de los procesos de Terrorismo de Estado todavía estaban muy frescas en el Cono Sur, como para mirar con buenos ojos el accionar de algún grupo de militares nacionalistas. El hecho es que –la bibliografía al respecto es abundante– el “caso venezolano” fue un poco a contramarcha de ese proceso de dictaduras que partió en dos la historia reciente de nuestros países, y dejó a sus espaldas una verdadera fosa de sangre, huesos maltrechos y cadáveres aún sin enterrar.
Con una composición social proveniente en su mayoría de los sectores populares, muchos de ellos empobrecidos (en la década de 1990 los hogares pobres del país llegaron a abarcar el 40% de la población), sin intervenir como en otros sitios de la represión interna y con una formación de los miembros de sus Fuerzas Armadas atravesada por el “profesionalismo” y el tránsito por los claustros universitarios (donde los cuadros militares se familiarizaron con los estudios económicos y políticos, pero también sociológicos y culturales), lejos –muy lejos– de la de sus pares latinoamericanos (cuya formación estuvo centrada en la doctrina promovida por la Escuela de las Américas), la oficialidad joven venezolana creció con un ideal ligado al orgullo nacional de sus ancestros patriotas, en clara contradicción con su realidad más inmediata, signada por un contexto de profundas asimetrías económicas y sociales y una intensa degradación política.
Esta “rareza” puede explicar entonces, en algún punto, por qué recién con el golpe de Estado de abril de 2002 contra el presidente constitucional Hugo Chávez Frías, la experiencia bolivariana apareció como interesante ante la mirada de las izquierdas –sobre todo las “nuevas”–, hasta entonces referenciadas casi exclusivamente con el desarrollo alcanzado en Brasil por el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierras (MST) y los indígenas alzados en armas el 1 de enero de 1994 en las montañas del sureste mexicano, cuyos pasamontañas, junto con su nombre –Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) –, se transformaron en un emblema, en una marca identitaria de las rebeldías y ansias de transformación política y social de las nuevas camadas de jóvenes militantes de todo el continente.
Por supuesto, con la declaración de diciembre de 2004 junto a Fidel Castro, donde se lanzó la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), el rol del “chavismo” en las batallas contra el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y la posterior asunción de la Revolución Bolivariana como socialista (además de nacionalista y anti-imperialista), este proceso se acentuó. Tanto es así que se colocó a la cabeza de las referencias continentales, incluso por encima del “proceso de cambio” boliviano, que más allá de contar con un mayor dinamismo –y radicalización– de los movimientos sociales, adoptó en sus primeros pasos la triste definición, de boca del vicepresidente Álvaro García Linera, de un “capitalismo andino-amazónico” para “desarrollar por etapas” al país.
En este marco, los posicionamientos geopolíticos tomados por los denominados “gobiernos progresistas” de la región tuvieron a la figura de Chávez como uno de sus promotores centrales. Así impulsó la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR), que a siete años de su primera cumbre hoy está integrada por 12 países (Venezuela, Bolivia, Argentina, Brasil, Uruguay, Colombia, Paraguay, Perú, Chile, Ecuador, Guyana, Surinam) o la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), entidad política de 33 países en el continente americano que, sin la intervención de Estados Unidos ni Canadá, en enero pasado realizó en Costa Rica su tercera cumbre, a la que asistieron casi todos los países de la región, menos Paraguay, México y Perú, socios de Washington.
Del ALBA a la CELAC. De la UNASUR al ALBA de los movimientos sociales, entonces, como contracara de la “Alianza para el Pacífico” y la subordinación continental a los planteos del imperialismo norteamericano, tuvieron en Chávez no sólo un promotor sino una figura central de ejecución de esas políticas.
Así y todo, algunos sectores de las izquierdas nuestramericanas, sobre todo la que hemos calificado como “tradicional” (por sus apegos a las tendencias e “ismos” del siglo XX) suelen criticarle al chavismo el hecho de que no haya logrado avanzar en la práctica en aquello que sostiene retóricamente. Y el hecho de que la Revolución Bolivariana no haya sido un parte-aguas de la historia reciente –como sí lo fueron las revoluciones del siglo XX–, tal vez debería ser asumido como parcialmente cierto. La “cuestión democrática” es un elemento central en su desarrollo, instalando de este modo una amplia gama de complejidades para pensar el proceso, entre ellas, precisamente, que la revolución no es un acto único centrado en la toma del poder del Estado sino más bien un proceso, en el cual la transición –o una serie de transiciones– se presentan como uno de los elementos a tener en cuenta para pensar la “ruptura” revolucionaria.