Por Simon Klemperer. En la derrota es cuando se demuestra el valor de un acto. Ahí están las diferencias entre el Barça y el Real Madrid. Se habló mucho de un fin de ciclo, y sin embargo, la dinámica de lo impensado decide un partido, pero no el futuro de una escuela futbolística.
SAR
Zygmunt Bauman, el ahora sociólogo liquido, decía en su obra sólida, “Modernidad y Holocausto”, que los momentos de turbulencias en los aviones son los lapsos de tiempo donde mayor cantidad de divorcios se producen. En los momentos de normalidad tenemos el tiempo suficiente para pensar e interpretar el rol social que ejercemos. En los momentos excepcionales, momentos de tensión, de dolor, de presión, de frustración, de miedo, de rabia, de derrota, no, ahí no. Ahí sale a la luz, en milésimas de segundo, todo aquello que estaba escondido, que estaba guardadito.
Y, dirán ustedes, para qué digo todo esto que digo. Lo digo porque ahora, después de la paliza al equipo de Belusconi, todos volvemos a hablar maravillas del equipo de Catalunya. Sin embargo, si pensamos un segundo bajo el más bielsístico de los criterios, hay que decir que no es la victoria el momento donde realmente se demuestra el valor de un acto, el valor del ser, sino en la derrota. Y es este extremista, racional y pesimista criterio el que le da más valor aún al triunfo del Barcelona.
Hace una semana el Barça estaba a punto de ser historia y el Real Madrid volvía a ser el equipo ganador que conocimos. No es en la victoria donde el Barça se diferencia de su opuesto. Es en la derrota. Y su opuesto es, claramente, el Real Madrid: el equipo que, a todas luces, no sabe perder. El equipo que cuando fue aplastado por paliza culpó al arbitro, y con escándalo, de sus propias miserias.
En el año 2009, corría el minuto 92 de la semifinal de la Champions, el Barcelona estaba quedando eliminado contra el siempre triste Chelsea. En el minuto 87 la cámara mira al costado de la cancha donde se ve a Pep Guardiola, eliminado, abrazado a Hiddink, entrenador del equipo rival. Un gesto vale más que mil palabras. En el minuto 93 Iniesta mete un gol que no se puede creer y el Barça pasa a la siguiente ronda. El comentarista español gritaba que no, que no era Andres Iniesta sino el Dios de la Justicia, pero es otro tema.
Hace casi dos años, cuando el Barça aún tenía de hijo al Real Madrid, después de una de las tantas derrotas en el Bernabeu, Mouriño no se presentaba a la conferencia de prensa. Él y sus secuaces jugaban al victimismo absoluto y desviaban la atención. Un lamentable espectáculo violento, histriónico y mediocre. Cristiano rompiendo espejos, Pepe rompiendo a Messi y Mouriño haciendo trizas la idea del buen perdedor. Pero la gente olvida muy rápido y quiere ganar sin más. Finalmente, Cristiano terminó, un año después, dándose un auto pase de taquito, de más o menos dos mil metros de altura y metiendo un gol de antología. Ahí, los apolíneos tuvimos que soportar con dolor los gestos de “calma, calma” proferidos con la palma de la mano hacia abajo por los dionisiacos.
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“Los grandes inventores en el fútbol mueren siendo fieles a su invención”, dice Fernández Moores que dice el italiano Mario Sconcerti. Y sí, si el Barça no desmenuzaba al Milan como lo hizo podría haber quedado fuera y podría haber sido, por qué no, un fin de ciclo. El fin de ciclo del mejor equipo de la historia. Del equipo de la calma, del toque, del pase corto, del pase en el metro cuadrado, de la triangulación en el área chica, del juego asociado. Del fútbol que defiende atacando. Del fútbol que sabe que la línea recta no es la línea mas rápida para llegar arriba. Del fútbol que sabe que la velocidad no tiene que ver con el cronómetro y los jugadores veloces, sino con la distribución y disposición de partes en el todo. Porque, cuando Messi le da un pase a Iniesta que está a un metro suyo, no se lo está dando a Iniesta, se lo está dando a Iniesta que se lo va a dar a Xavi que se lo va a dar a Busquets que se lo va a dar a Messi. Y eso ellos lo saben. Es decir, que cuando Messi le da un pase a Iniesta que está a un metro suyo, se está dando un pase a si mismo con escalas. Un autopase con retraso. Eso es cerebro, eso es un engranaje. Esa es la idea que nace no sé dónde, y que Cruyff desarrolla en la Masia, y que Pep hizo crecer y se la dejó al que vino después. Y así, la idea prima, y si las copas llegan, llegan, y si no, no llegan. Pero la idea prima.
Claro está que el ciclo puede terminar. La motivación disminuye tarde o temprano. La rutina se apodera de la virtud, y es comprensible. Contra el Milan la situación era apremiante y la obligación hizo aflorar la fuerza perdida. Y los pibes seguían sabiendo qué hacer. Y aún así, pueden volver a relajarse porque humanos son y humanos serán.
El Real Madrid, por su parte, también hace maravillas. Llegan al arco contrario en dos pases y te la mandan a guardar. Pero no saben perder y sus alegrías sólo dan tristeza.
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Lo jodido sería que el futuro de una escuela, de una ética y una estética dependiera de si Niang tiraba la pelota contra la red o contra el palo, como lo hizo. Y dependiera de que la mano de Piqué no la viera casi nadie, como pasó, y dependiera de que Ambrosini perdiera la pelota en el rebote por salir jugando, y dependiera de que justo estaba ahí el Dios de la Justicia para robar esa bola y dar el pase que cambió la historia, o mejor dicho, que la mantuvo como estaba. El futuro de un partido puede depender de las siete casualidades que se sucedieron en esos 16 segundos, ente el palo de Niang y el gol de Messi. Es la dinámica de lo impensado que hace al humano débil frente a las vicisitudes y susceptible de errores, y menos mal. Porque, como dice Dante Panzeri, “los hechos concretos que conforman un partido de fútbol escapan a toda posibilidad de discriminar los hechos que derivan de lo pensado, de los hechos que derivan de lo accidental”. “Lo único que puede organizarse en fútbol es su régimen anterior y posterior a los partidos. Lo que ocurre en la cancha, lo organizan las circunstancias y lo decide el imprevisto”.