Por Juan Stanisci*
Un tipo que insulta en la cancha. Un jugador que traiciona a hinchas, parientes y clubes queridos. Pero esa no es toda la historia que nos cuenta el cronista: hay una anterior, donde Mauro Zárate estira el brazo y hace el saludo nazi.
El tipo baja corriendo los escalones de la popular. Baja desesperado, como si colgarse del alambrado fuera una cuestión de vida o muerte. Tiene que decirle algo al jugador ese que se acercó a tirar el córner. Más que decirle, tiene que recordarle. El jugador es del equipo rival y si bien con ellos hay cierta pica, no es la contra. Nunca se puso la camiseta de San Lorenzo, el clásico del tipo que corre al alambrado. Es más, el jugador declaró en más de una ocasión que al club que más disfruta hacerle goles es a San Lorenzo. El tipo, hincha de Huracán, baja los escalones de la popular corriendo desesperado y le grita con toda la fuerza que le brota del pecho: “¡Zárate traidor hijo de puta! ¡Cagaste a toda tu familia! ¡Traidor!”.
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Todo empezó el 7 de marzo de 2010 en Génova, Italia. Más precisamente en el estadio Luigi Ferraris de la Sampdoria. En ese entonces Zárate y la Lazio vivían un idilio de canzone italiana de la década de 1960. El 10 y los Irriducibilli de la Curva Nord parecían hechos uno para el otro. El partido arrancó bien para Mauro; enganchó por derecha y tiró un lindo centro para el primero de la Lazio, pero antes de terminar la primera etapa la Sampdoria lo había dado vuelta. En el segundo tiempo Mauro reclamó una falta insultando al árbitro ¿El resultado? Roja para Zárate que se fue con lágrimas de bronca. Dos fechas de sanción le dieron. Pero el partido siguiente no lo vería sentado en el sillón de su casa romana ni desde el palco oficial ni desde una platea. Para el partido que siguió al encuentro en Génova, Mauro recibió una propuesta difícil de rechazar: verlo con los Irriducibilli en la Curva Nord.
Siete días más tarde la Lazio recibió al Bari en el Estadio Olímpico de Roma. Fue derrota para los romanos por dos a cero con un gol del poco recordado Sergio Bernardo Almirón, ex Newell’s, tras un clásico error del uruguayo Muslera. Pero el resultado no siempre es lo que importa. Lo que que trascendió fue la imagen de Mauro Zárate subido a una reja de la Curva Nord con el brazo derecho estirado. Sí, señora; sí señor; el saludo fascista.
No hay una gran rivalidad entre el equipo de Liniers y el de La Ribera, por lo tanto, en principio la gente velezana no tendría por qué enojarse. El tema es que Mauro había dicho poco tiempo antes que no jugaría en otro club de la Argentina que no fuera Vélez. Y lo había afirmado varias veces. Por si esto fuera poco, Vélez había arreglado con el club dueño de su pase para comprarlo haciendo un esfuerzo enorme para la economía del Fortín. Pero, de la noche a la mañana, Mauro plantó a todos (incluyendo a su hermano y representante, el Roly) y se fue a Boca. Agréguese un poco de nafta mediática. El resultado da una fogata de camisetas número 9 con la V en el pecho, cual discos de los Beatles cuando Lennon se mezcló en una oración con Cristo.
Mauro rompió uno de los códigos esenciales entre hinchas y jugadores. Los y las hinchas no tenemos muchas cosas a qué aferrarnos en esta época de volatilidad mercantilista. Los colores, el estadio, algún que otro campeonato, a veces el barrio y los ídolos. El ídolo no necesariamente es el mejor jugador del equipo, es ese tipo que te hace sentir menos solo o sola. Es el representante de la hinchada en la cancha. Ese que hace honor a la canción que dice: “porque los jugadores me van a demostrar (…) que lo llevan adentro, como lo llevo yo”. No hace falta que el ídolo haya nacido ni sea hincha del club, porque cuando entra a la cancha es uno de los nuestros. El ídolo hasta puede decir que su corazón tiene otros colores. Se le perdona todo. Excede a las opiniones personales de los y las hinchas generando una suerte de conceso colectivo en el cual se lo ovaciona y se lo aplaude, aunque en el fuero interno de cada individuo no se lo quiera o se lo valore tanto. La palabra del ídolo es ley: ya sea contra dirigentes, contra otro jugador, contra los rivales o hasta contra la misma hinchada. Lo único que no se le perdona al ídolo es que falte a su palabra. Ahí los y las hinchas nos quedamos en pampa y la vía. No nos queda nada. Nada nada queda en nuestra cancha natal. Porque si el ídolo nos falla, ¿entonces en quién sí podemos depositar nuestro amor y confianza?
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Las disculpas de Mauro Zárate tras el saludo fascista siempre fueron tibias. En una entrevista de este año con Líbero volvieron a mencionarle el hecho y (¡ocho años después!) sigue respondiendo con liviandad. Como si no fuera para tanto. El periodista le preguntó: “¿Por qué fuiste con los hinchas de la Lazio a la Curva Norte?”. “Porque me lo pidieron y tenía muy buena relación con toda la hinchada. Fue una excelente experiencia, fue muy lindo”. Respondió Zárate. El periodista aprovechó para tirarle: “¿Te arrepentís del saludo fascista?”. Zárate no se fue bien con los hinchas de la Lazio, así que tenía su oportunidad de redimirse. Total, ya no tenía que vender humo para la tribuna ni quedar bien con nadie. ¿Qué respondió el hoy delantero de Boca? Un sí tan desinflado como poco convincente.
La tensión reside en la memoria colectiva futbolera ¿Las y los hinchas recordamos lo que nos dicta el cuerpo o lo que los medios nos imponen? ¿El caso Zárate hubiera tenido tanta relevancia si hubiera pasado a un club que vendiera menos? ¿Por qué no se le recuerda a Zárate que revindica a Mussolini? Uso el verbo en presente porque sus disculpas nunca fueron creíbles y entiendo que él pide disculpas solo porque sabe que es lo políticamente correcto, no porque esté convencido de ello.
¿Por qué le damos más importancia a un cambio de club que a la reivindicación del fascismo? Quizás no sea conveniente encontrar la respuesta. O sí, para reflejarnos en nuestras propias contradicciones resultadistas. Porque si Zárate hace un gol para nuestro equipo, lo bancamos. No importa nada más. O si un jugador tiene una denuncia por violencia de género pero en nuestro equipo la rompe, entonces miramos para otro lado.
El fútbol no refleja los males de nuestra sociedad, como se suele decir, sino que a veces vuelve sobre temas que la sociedad ya superó. Porque si a una docente la echan de su trabajo por hablar bien del nazismo, entonces a un jugador de fútbol con la masividad de Mauro Zárate no se le puede dejar pasar el saludo fascista. De un tipo que hace ese gesto y demuestra no estar arrepentido no nos debería sorprender una traición a sus colores. Entonces, es una buena oportunidad para que el tipo de Huracán que baja desesperado los escalones le grite: “¡Zárate sos un facho traidor! ¡A donde vayas te lo vamos a recordar!”.
* Cronista de Lástima a nadie, maestro.