En las elecciones del pasado 28 de abril, la sociedad española o las sociedades en España, se movilizaron contra el riesgo de un tripartito de derechas (Partido Popular, Ciudadanos y el neoliberalismo fascistoide de Vox). En este contexto, la socialdemocracia del PSOE renació en las urnas como fuerza de gobierno tras haber atravesado su propia crisis, junto al resto de los partidos europeos de esta tradición. Una crisis abierta a partir de la recesión de 2008, que en el caso español se llevó por delante el gobierno de Rodríguez Zapatero.
María García Yeregui desde España
El Partido Popular sufrió una debacle en su capacidad de poder legislativo (de 137 a 66 diputados), el peor resultado desde 1979 (durante la transición, como Alianza Popular, el partido de algunos Ministros franquistas). Ciudadanos no consiguió el sorpasso, por unas doscientas mil papeletas, al PP de Pablo Casado (el nuevo líder de los “populares” a raíz de la dimisión de Mariano Rajoy, tras haber sido éste desalojado de La Moncloa con una moción de censura que ganó el mismo Pedro Sánchez hace casi un año, presentada después de la condena por financiación ilegal del PP).
Y Vox, su machismo recalcitrante y enarbolado, su racismo y su nostalgia neofranquista entran en la cámara de diputados con el 10% de los votos. Es decir, sin la fuerza que el alto porcentaje de indecisos y un temido voto oculto, finalmente inexistente, arrojaban a la opinión pública los días antes de la votación.
Con todo, el riesgo de un gobierno de las tres derechas era del todo real. Lo vemos en el acuerdo de gobierno en Andalucía, tras 40 años de gobierno del PSOE. Un pacto que significó un giro a la derecha del ciclo en el que nos encontrábamos de la crisis del sistema de partidos en España. Precisamente el giro que ha sido frenado con la movilización del voto útil contra el “trifachito” el 28A.
Pero el peligro resulta aún más evidente si nos fijamos en el número de votos en bruto obtenidos por los tres partidos de la derecha: con algo más de 11 millones, tuvieron prácticamente un empate técnico con el bloque progresista a nivel estatal, esto es, PSOE y Unidas Podemos.
En el contexto español, “movilización de voto” son palabras claves. En España, el voto no es obligatorio. No estamos frente a un sistema presidencialista, por tanto, no hay diferencia entre elecciones presidenciales y legislativas, ni hay dos vueltas, no existe el balotaje.
Se trata de un sistema parlamentario en el que la cantidad de voto total, la participación, influye en la cantidad de escaños a repartir para cada partido en la cámara de diputados, de un total de 350. De dicha representación de la soberanía popular en el legislativo, emana el poder ejecutivo. Es decir, el investido presidente lo es en función del número de diputados que lo apoyen, en función de una férrea disciplina de partido. Hay dos posibles intentos. El primero ha de ser por mayoría absoluta, lo que asegura un gobierno operativo y estable, según los parámetros de la democracia liberal. Es decir, 176 diputados votando ¨sí” al postulado a presidente del gobierno. En el segundo intento, por el contrario, se puede investir por mayoría simple, esto es, sólo se necesita conseguir más votos afirmativos que negativos, contando con las posibles abstenciones.
La representación, es decir, la traducción de los votos en las bancas de diputados (los escaños) responde a tres claves vigentes de la ley electoral española: nos referimos a la ley D‟Hont, a la división en circunscripciones y a la llamada „ley del dos‟, la cual implica que cada circunscripción, independientemente del número de votantes que suponga y del número de diputados que van por la misma a las Cortes, aporta un número mínimo fijo de dos diputados. Con esta arquitectura representativa, cada diputado conlleva una cantidad de votos distinta, es decir, no todos los escaños valen el mismo número de votos. Se trata de un sistema que beneficia a las mayorías y penaliza progresivamente a los partidos que siguen, en número de votos, a las dos fuerzas más votadas.
También traduce con alta representación a los partidos mayoritarios dentro de algunos territorios, como los partidos nacionalistas vascos y catalanes. En estas elecciones han sumado 32 diputados, 11 más que en 2016, siendo la primera vez que un partido independentista catalán (Esquerra Republicana de Catalunya) gana unas elecciones al parlamento de España en Cataluña. Tanto en País Vasco como en Cataluña, la pasada convocatoria había ganado consecutivamente Podemos.
En Euskadi, el tridente de las derechas españolistas no ha obtenido representación, mientras en Catalunya, PP y Vox han conseguido un diputado cada uno y cinco han ido para Ciudadanos como quinta fuerza, muy lejos de su victoria en las últimas elecciones catalanas (600 mil votos menos). Nos referimos a aquellas convocadas después de la suspensión de la autonomía catalana por el gobierno central con la aplicación del famoso artículo 155, tras la celebración del ilegalizado referéndum de autodeterminación y la declaración unilateral de independencia, a finales del 2017.
Pues bien, este sistema electoral explica que el PP se beneficiara siempre en la cantidad de poder legislativo que sus votos traducían: al ser la única fuerza de derechas estatal, su voto estaba concentrado. Pero ahora hay tres fuerzas, el voto de la derecha está dividido y, por tanto, su representación y poder legislativo baja.
Y es que el „españolismo centralista‟ reaccionó en dos tiempos a la crisis política, mientras la corrupción del PP salía a borbotones de las cloacas. Primero con Ciudadanos, ese “Podemos de derechas” que el director del banco Sabadell reclamaba compitiera a nivel estatal ante la potente irrupción podemita. Venían de Cataluña como abanderados contra el soberanismo catalanista. Después con Vox, esa escisión del Partido Popular autoproclamada “sin complejos”, que también moviliza a esa pequeña parte del neofranquismo, vinculado a los neonazis de los 90s en adelante, que no contaban con el disciplinado pragmatismo conservador para votar a la fuerza hegemónica de la derecha española y españolista (con la historia imperialista del reino, las restauraciones borbónicas y la derrota republicana del 39, siempre derechistas), en realidad la única fuerza con representación a partir de 1982 (el año de la consolidación democrática de España, con la mayoría absoluta del PSOE).
Así, en neto la derecha dividida en tres, cuenta con 147 escaños, frente a los 169 de la anterior legislatura, aunque en bruto movilizó 200 mil votos más que la suma de las anteriores elecciones generales -en 2016, aquella repetición electoral que evidenció la crisis del sistema de partidos, puesto que tuvo lugar después de que, con los resultados de 2015, el pacto de Sánchez y Ciudadanos fuera consecuentemente rechazado por Podemos, y de que el PP de Rajoy no pudiera formar gobierno siendo el partido más votado.
El pacto PSOE- Ciudadanos, ese cuyos números sí dan ahora, puesto que cuentan con 123 y 57 diputados respectivamente, fue señalado como favorito por JP. Morgan y otros poderes financieros nacionales e internacionales. Pero parece que Ciudadanos, de cara a las elecciones autonómicas, municipales y europeas del 26 de mayo, ha optado por disputar la hegemonía de la derecha, para terminar articulando un nuevo bipartidismo con esta resurrección “sociata”.
Recordemos que la crisis del bipartidismo (PP-PSOE) arrancaba en 2011, a partir de la movilización en las plazas que se produjo como respuesta a la recesión económica internacional que pinchó „la burbuja‟ económica española y contra las recetas de la Troika (las criminales políticas de ajuste y deudocracia). Esta crisis del sistema de partidos se cierra transitoriamente con el resultado de este punto de inflexión: en estas elecciones se rechazó la tentación del eje nacional, tras el conflicto catalán, contra la organización territorial del Estado en autonomías, vigente desde 1978.
El llamado ¨voto útil¨ se movilizó contra la banalidad del mal (Arendt) discursiva que las derechas implantaron a trío por la crisis territorial abierta en Cataluña, llamando ¨golpe de Estado¨ al referéndum catalán; y más histriónicamente a partir de la llegada de Sánchez al ejecutivo mediante la moción de censura, con programas y proclamas machistas, racistas y neoliberales, apropiándose falazmente en su relato de tres grandes significantes: Constitución, España y Democracia.
Frente a semejante espectáculo, el adelanto electoral -tras no haber podido Sánchez sacar adelante los presupuestos negociados con Podemos debido al rechazo de los independentistas catalanes- movilizó el voto contra la derechización del país. Votaron un millón de personas más, una de las participaciones más altas de la historia. Así resucita el PSOE, en su 140 aniversario, con su versión propagandística más socialdemócrata. Que Sánchez tornará ¨socioliberal¨ -continuando con la historia de las socialdemocracias del continente ante la acumulación capitalista, a 100 años del asesinato de Rosa Luxemburgo y a 40 de la llegada de Thatcher al gobierno británico-, si, como ya anuncian y pese a la debilidad del gobierno, consigue formarlo prescindiendo de Unidas Podemos (que perdió alrededor de un millón de votos). Pero esa es otra historia del laberinto postelectoral.