Por Juan Manuel Sodo. Otro estremecedor relato exclusivo para Marcha. La vida cotidiana es mucho más peligrosa de lo que uno se atreve a suponer.
Mirá que te las corto, le había dicho ella la última vez, llegando al límite de tolerancia y paciencia, decidida a terminar por las buenas o por las malas con ese comportamiento que tanto la ofuscaba. Una vez más y te las corto y se las tiro al perro de Garrone, a ver cómo te las vas a arreglar después. En esta casa no vale todo. Nosotros no somos como esas parejitas que hay ahora, donde está todo permitido y no se respetan ni siquiera los más mínimos acuerdos. Yo no soy una minita cualquiera…
Y él, siempre sobrador en las situaciones de conflicto, oídos sordos al riesgo, con esa actitud tan suya de estar de vuelta de todo, nunca creyó que la amenaza fuera en serio. Voy a comprar cigarrillos y vengo, le dijo esa noche de viernes, subestimando un ultimátum que suponía no pasaría a mayores. Era cierto que ella una vez, furiosa por una de sus escapadas, le había metido somníferos en el Fernét; pero de ahí a cortárselas había un trecho.
Eran las once menos diez.
Llegó pasadas las doce y media.
Para el caso de que estuviera todavía despierta, le iba a decir que el kiosco de la avenida, único abierto en el barrio a esa hora, por alguna razón estaba cerrado y que entonces se tuvo que ir hasta el bufet del club, porque el gallego algunas marcas tiene para vender, malas, pero tiene, y que justo dio la casualidad que en el bufet estaban los muchachos timbeando y que, entre una cosa y otra, se tuvo que sentar un rato, porque los muchachos le insistieron, vos viste cómo se ponen de pesados los muchachos, y entre truquito y truquito y vasito de vino se terminó demorando más de la cuenta.
Pero no hizo falta ninguna explicación porque cuando volvió ya estaba dormida. Mejor así, se dijo, y aprovechó la quietud de la casa vacía, ese silencio que lo fascinaba para fumarse un último pucho antes de dormir. Siempre le había gustado ese ritual de soledad, entregándose al divague de sus pensamientos después de un día agitado, perdiéndose en la oscuridad, sin más que el humo de un cigarrillo compañero.
Estuvo un instante repasando por la ventana. En lo de los vecinos ya no se veían luces. Ni siquiera en lo de Garrone, que era el noctámbulo del barrio. Entre alguna de esas sombras del patio andaría echado el perro, que, llueva o truene, se había acostumbrado a dormir afuera.
Se sirvió agua de la heladera y se acostó satisfecho consigo mismo, saciado de sí, pleno. Ese estado anímico indicaba que dormiría pesado, profundo, igual que la vez de los somníferos. Ella, a su lado, ni se movió, como si en ningún momento se hubiera percatado de su ingreso a la cama. Mañana sería un buen día. Concilió el sueño enseguida, plácido, tronco hundiéndose en el fondo del océano.
Se despertó bastante más tarde de lo que pensaba y sintió un ardor terrible que le quemaba la carne como si le estuvieran echando fuego con un soldador. Un dolor intraducible, lacerante. Intransferible, como suele ser el verdadero dolor. Y notó que el colchón se iba embebiendo en sangre. Embotado por esa quemazón de pesadilla, dudó de estar realmente despierto, pero cuando se vio los muñones, ahí donde antes había manos, reaccionó. En los ojos sancionadores de ella, que en ese momento entró en la habitación blandiendo el cuchillo carnicero trozador, pudo ver su horror reflejado: mirá que te lo advertí eh. Me cansé de decírtelo y lo primero que vi cuando me levanté fue el cenicero. ¡Mil veces te dije que no quiero que fumes adentro!