Por Gabriel Casas
Luego de que Lio fuera considerado por quinta vez el mejor jugador del mundo, el cronista profundiza sobre el exitismo argentino y las imposibilidades de disfrutar al astro cuando la pelotita rueda.
En un país normal, el quinto balón de oro cosechado por su estrella futbolística sería motivo de orgullo absoluto. Sin embargo, la Argentina no es un país normal. Y entonces, uno debe escuchar o leer más rencor del eterno inconformista. “Que gane un Mundial”, es la muletilla preferida de los fundamentalistas del exitismo, paradójicamente, ante cada éxito o premio del rosarino. Es como si Lionel Messi le debiera eso a cada uno de ellos.
Vaya usted futbolero/a insatisfecho a Holanda y cuestione las condiciones naturales para jugar al fútbol que tenía Johann Cruyff. O a Francia y haga lo mismo con Michel Platini. Por mencionar a dos astros que ganaron “apenas” tres veces el premio al mejor del planeta y se quedaron en la puerta de la gloria máxima con sus selecciones. No creo que encuentre a un holandés o a un francés que le reproche a esos tipos que los hicieron disfrutar tanto del juego.
Será una cuestión cultural o de educación nomás. Los argentinos, en general, solemos preferir a esos “dioses sucios” como decía el escritor Eduardo Galeano sobre Diego Maradona. En especial en el fútbol, que es el deporte que verdaderamente conmueve los humores de la sociedad. La personalidad de Messi no ayuda, claro. No es hipócrita, no vende humo, no ensalza la bandera, ni el falso nacionalismo. No se pone la mano en el corazón en el momento del himno. Ni siquiera lo canta. Y tampoco lo llora. Uf, “andá, con ese catalán”.
Messi sólo juega al fútbol como nadie desde Maradona. Y bate todo tipo de récords, mucho más que el propio Diego. “Es el campeón de la regularidad”, manifestó recientemente César Luis Menotti. Es que lo asombroso de este pibe –porque pareciera Peter Pan- es que sus números (en goles y asistencias por temporada) ya no asombren. De títulos en Europa con su club, también es una máquina de acumular. Su épica es que no tiene épica: logra todo con absoluta naturalidad.
La Pulga tiene hace bastante tiempo un mano a mano con Cristiano Ronaldo, el que parece que solamente le quita el sueño al portugués. Tiene hándicap Messi. Juega en un Barcelona que está cerca de la unanimidad para ese cartelito del mejor equipo de todos los tiempos. Allí hay una concepción de juego que no se puede traicionar y Messi lo mamó desde pequeño. En el Barca, las sociedades futboleras entre los grandes talentos, tienen como prioridad que las defina el mejor ubicado al enfrentar a los arqueros de turno (eso lo entendieron Neymar y Luis Suárez, pero no Ibrahimovic o Eto’o, por ejemplo). Cristiano nunca se sometió a eso en sus clubes.
Carlos Bilardo, quien fue elegido para entregarle el premio al mejor entrenador en Zurich, dijo sobre Messi: “le falta un titulo del mundo, es mucho”, para después contradecirse y ponerse en la piel del jugador: “debe pensar, pucha, ¿qué más tengo que demostrar?”. Esa contradicción es la que tienen tantos argentinos y que los embronca. Si lo consideran capaz de ganar casi sólo un Mundial, es porque lo ven tan genio con la pelota como lo fue Maradona. Y entonces le hacen pagar que todavía no lo haya hecho. En lugar de disfrutar plenamente ser contemporáneos de dos cracks que aparecen cada tanto en la vida.
Como dijo Alejandro Dolina en el Mundial 94 sobre Maradona, deseo más el éxito de Messi que el de la Selección para Rusia 2018. No me cambiaría nada en mi percepción sobre él, pero no se merece irse del fútbol con esa mochila que no eligió cargar y que le pesa. Después de regalarnos tanto buen fútbol sin discriminar, hasta para aquellos que hoy lo critican. Y que serán los primeros panqueques si se diera ese deseo.