Sobre Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura de Elsa Drucaroff (Emecé, Buenos Aires, 2011).
Por Alicia Morón. Es conocido el lugar común de ciertas voces para la cuales hoy en la literatura argentina no pasa nada; voces apegadas al lenguaje político y/o filosófico de los años setentas ejercidas desde ciertos núcleos de poder literario (universidades); voces amargas que dicen “oh, las nuevas generaciones, tan volátiles, tan superficiales, tan descomprometidas (ya sea con la política, ya sea con unos fundamentos teórico-filosóficos), tan chatas, tan distintas a los profundos e intensos tiempos pasados”.
Con Los prisioneros de la torre, Elsa Drucaroff —quien pertenece a la generación que hoy entona esa cantinela rancia pero siempre actual y quien saludablemente no tiene ninguna intención de formar parte de ese coro— hace un notable trabajo de valorización de la literatura contemporánea. Las letras argentinas de los últimos años, explica Drucaroff, lejos de ser irrelevantes, son complejas tematizaciones de los efectos de la historia reciente. Ahora bien, a pesar de los detallados y certeros análisis de Los prisioneros de la torre, decir que la literatura actual responde al pasado argentino es una obviedad. ¿Hay todavía quienes piensan que el arte puede estar desvinculado de la historia y de la política? Seguramente. Pero la pregunta que debemos hacernos quizás no es si acaso hay fuerzas reaccionarias que vistiéndose de progresistas predican cómo deben ser las cosas (que sí, claro que las hay), sino si acaso es la tarea de la crítica dialogar con esas voces obtusas, si es acaso importante dedicarse a desenmascarar inconsistencias (que por otra parte, mejor o peor asumidas, todos padecemos). ¿Acaso no sería más productiva una crítica que, en vez defender al presente de sus críticos, fuese una forma de exigencia al presente? Y acá es importante remarcar la importancia de la palabra exigir. Hoy, para muchas personas y en muchos ámbitos, parece que exigir es estar en contra. Pero exigir no es coaccionar desde afuera, tampoco alentar desde adentro: exigir es analizar críticamente la relación de una fuerza con sus efectos. En ese sentido, Drucaroff tiene toda la razón del mundo en molestarse con el hecho de que Beatriz Sarlo parezca exigir a un autor actual que sea Saer o Puig; pero ésa es la forma tonta de la exigencia. Exigir no es oponer lo existente a un modelo, sino interpelar a un movimiento desde lo que éste plantea. Drucaroff, en su disputa con voces de su generación con las que disiente, se priva de exigir a la literatura argentina contemporánea, quizás temiendo que esa exigencia sea leída como desaprobación. Debido a esto, Drucaroff no habla con la literatura actual, sino de la literatura actual, y habla de ella a la crítica amargada que no tiene ganas de detenerse a escuchar las nuevas voces. Drucaroff, así, parece una maestra piola que apaña travesuras de niños que sus colegas ven con severidad. Drucaroff, así, no se relaciona con la literatura actual como una igual, sino desde la revisión de un lugar que no es la literatura actual, sino la crítica actual (y la literatura de los setentas-ochentas). La última literatura argentina, por lo tanto, ha encontrado una notable crítica en Los prisioneros de la torre, pero no es su crítica, sino un ejercicio de tolerancia y comprensión desde otro marco de pensamiento. Debido a esa distancia, Drucaroff privilegia a lo largo de todo su análisis la pregunta por la relación del presente con el pasado, centrando muchas de sus inquietudes en el modo en que las generaciones postdictadura son hijas, hijas de la militancia setentista, de la represión sangrienta, de la democracia que nace ya con sabor a derrota; pensadas como postdictadura, las letras argentinas de los últimos años son desde el vamos definidas fundamentalmente por su condición de ser lo que vino después de, formulación que no favorece la pregunta por otro vínculo, descuidado por Drucaroff: el del presente consigo mismo. Es sin duda cierto que hoy escribir —y todo lo demás— implica ser hija o hijo de alguien, pero, ¿por qué privilegiar tanto esa cuestión? Drucaroff argumenta que porque la propia literatura argentina de las últimas décadas así lo ha hecho, tematizando el abandono, el filicidio, la falsa memoria, la culpa soterrada, etcétera. Lo que me parece discutible, menos que la muy bien justificada respuesta de Drucaroff (que puede resumirse brutalmente en “la literatura argentina de los últimos años se ha definido en buena parte a través de su relación con la dictadura”), es el modo en que Drucaroff trata a esa respuesta; la trata con naturalidad. Ante los que dicen “oh, esta generación tímida y despolitizada, nada hay en ella que valga la pena”, Drucaroff dice que estas generaciones sí mantienen una intensa relación con la política, que sí tematizan la historia argentina, que vale la pena detenerse en ellas; en definitiva, lo que los críticos detractores de la nueva literatura argentina quieren ver pero no ven, Drucaroff, sí lo ve; con resultados distintos, lo que quieren ver es lo mismo. Drucaroff, menos que las premisas, cuestiona las conclusiones de los críticos con quienes discute; así, por ejemplo, Viñas es tratado como un gran crítico (es fácil coincidir) que en un determinado momento, tras la dictadura, dejó de ocuparse de la nueva literatura, como si Viñas se hubiese cansado y vuelto viejo, sin ganas de usar su vigorosa analítica (que es la que Drucaroff sí continúa); en ese tratamiento, Drucaroff no se plantea que tal vez la cuestión no es que Viñas se haya puesto vago, sino que tal vez era esa misma vigorosa analítica la que impedía el acceso a la nueva literatura. Drucaroff, por su parte, hablando de la nueva literatura desde la tradición de Viñas, hace un inmenso esfuerzo de pacificación entre generaciones, trata de tender puentes, de mostrar un punto común de entendimiento. Ése es, me parece, el interés central que moviliza a Los prisioneros de la torre. Drucaroff es una madre generacional que quiere entender a sus hijos, y para hacerlo ve lo mucho que esos hijos han pensado en sus padres, entusiasmándose cuando puede decir “miren, aunque nos maltraten, aunque nos tengan miedo, aunque busquen distanciarse o busquen unas explicaciones que no sabemos darles, los niños están hablando de nosotros”. Drucaroff nunca plantea otra posibilidad, que es la de pensar a los niños desde un lugar que no sea el de la madre; esa otra pregunta no sería tal vez la de si querer a los niños, la de si es posible aceptarlos y escucharlos, sino la de si esas criaturas provocan deseo, si sería posible enamorarse de ellas. Esa otra lectura es la que, en vez de encontrar muy natural que unos hijos hablen mucho de sus padres, vería ese hecho con extrañeza. Esa otra lectura es la que diría a la literatura de los últimos años: “bueno, pero fuera de tus padres, ¿vos qué?”. Esa otra pregunta, que es la que me inquieta, no implica desestimar la pregunta por el pasado. Nadie que sepa lo que ha costado que la memoria, en Argentina, no sea sólo recuerdo sino también justicia, puede decir que la pregunta por el pasado debe abandonarse; tampoco nadie que sepa que, por más que en los últimos años se han hecho avances inéditos en ese sentido, los resultados siguen siendo muy parciales. La cuestión no es si preguntarse o no por el pasado; la cuestión es que si la pregunta por el pasado obtura la pregunta por el presente, entonces hay algo en su formulación actual que es muy problemático. En la medida en que me parece que Los prisioneros de la torre descuida la pregunta por lo específico del presente, siento que este libro notable es también problemático.
Mientras la crítica que ningunea a la literatura argentina contemporánea es incapaz de situar a ésta en la historia, Drucaroff, por el contrario, anuda las letras a la historia con tanta fuerza que no es difícil ver a las primeras como encadenadas a la segunda; de hecho, la imagen impresionante que elige para titular su trabajo habla de prisioneros, habla de una torre. Pero a pesar de esa imagen carcelaria, Drucaroff no lee una literatura de brazos cruzados, sino una narrativa que revisando su pasado lleva a cabo una tarea de reconstrucción: en su habla, en sus silencios, las nuevas generaciones de escritoras y escritores aprenden a vivir entre fantasmas y entre los responsables (activos o pasivos) de las fantasmagorías nacidas con la dictadura. Así, la tarea del presente parece la de redimir el pasado. Hace setenta años Walter Benjamin, en Alemania, como oposición a un progresismo que aceptaba hacer sacrificios a cambio de un tiempo futuro que se esperaba mejor por la fuerza misma de lo sacrificado, decía que la tarea política no era sólo la búsqueda de beneficio para el mañana, sino también justicia para el pasado; de ese modo, Benjamin remarcaba lo inaceptable de toda concesión (por más nobles que fuesen los fines propuestos). Ahora bien, ¿la redención del pasado es un trabajo de memoria? Sin duda no hay redención posible sin memoria, pero no se trata sólo de eso. Benjamin propone lograr un presente que sin ser antes ni después de nada logre reunir en una misma imagen al pasado y al futuro, aprehendiéndolos en una cierta indiferencia según la cual ninguno podría tener preeminencia sobre el otro (anulando así cualquier lógica del sacrificio); a ese presente que no es meta, transición ni punto de partida, Benjamin lo llama tiempo-ahora. Pensar a las letras argentinas como imágenes posibles del tiempo todo entero implica hurtarlas del continuo de la historia por un momento, tratarlas en lo propio de su fulguración sin anudarlas a nada. Esta operación no lleva en absoluto a la negación de la historia; es una suspensión que perdería toda efectividad si se pretendiese definitiva; es un gesto momentáneo que marca la diferencia entre las labores de los críticos y las de los historiadores, labores que se potencian cuando son solidarias entre sí pero que no por ello dejan de ser específicas. Drucaroff, cuya tarea como historiadora de la literatura argentina es de gran calidad y rigor, parece no haber tenido la oportunidad o las intenciones de haber realizado un mayor trabajo crítico. No digo esto como reproche, porque sería una tontería: Los prisioneros de la torre es un trabajo magnífico y todo lo que aquí digo es posible sólo en la medida en que Drucaroff nos ha ofrecido bases más sólidas sobre las cuales problematizar la literatura actual. A la luz de de este necesario y gran inicio de la historia de la literatura argentina contemporánea, resulta posible no sólo evaluar sus orígenes, sino también analizar críticamente sus producciones (efectos que sólo un determinismo muy estrecho podría ligar inmediata y exclusivamente a sus causas), resulta posible que la pregunta por el presente no sea sólo una pregunta por su historia. De este modo, el desafío es pensar unas letras que no sean hijas ni prisioneras.
La pregunta por el presente no implica un desplazamiento por el cual, en vez de ver cómo las letras actuales hablan del pasado, veríamos cómo hablan del presente; en ese sentido Drucaroff muestra con mucha contundencia que pasado y presente están totalmente entretejidos y que la distinción es estéril. La pregunta por el presente es más bien una indagación por lo que hay en el texto: la relación de las letras con sus materiales, con las palabras. Los prisioneros de la torre habla mucho de los fantasmas de la dictadura, pero en sus páginas vuela otro fantasma al que se intenta repeler: el del textualismo. El textualismo (uso un nombre incorrecto pero descriptivo de una variedad de corrientes de análisis literario), hoy caído en desuso tras su auge francés de los años sesentas y setentas y tras sus ecos locales en los ochentas y noventas, parece la crítica literaria del tiempo en que las alternativas socialistas se resquebrajaban y el capitalismo parecía vencedor implacable y tal vez definitivo y se hablaba del fin de la historia. Hablar del texto en sí parece el gesto afectado de la atomización pequeñoburguesa que sólo puede aislar las cosas y rehúsa todo vínculo en provecho del espacio sin estrías de la superficialidad. Drucaroff expresa su rechazo a todo lo que se pueda parecer al textualismo al despreciar la pregunta por los procedimientos literarios; César Aira y el amor que le tienen los académicos son los atinados blancos de esas críticas en Los prisioneros de la torre. Y, como lo muestra muy bien Drucaroff, es sin duda cierta la relación entre el textualismo y cierta literatura argentina de los años ochenta que en su cinismo desaprendido anunciaba la celebración sin placer de los años noventas en los que Argentina creyó poder hurtarse de su historia para dispersarse en consumos sin finalidad. Y sin embargo, que el éxtasis tonto en que cayó el textualismo sea motivo suficiente para desterrar todos sus recursos, es una operación tan ligera como condenar de plano todo posible socialismo debido a que la Unión Soviética implementó los atroces GULAG. Que la atención a los procedimientos literarios haya sido central para el textualismo, no es motivo suficiente para tildar a esta atención de frívola. En ese sentido, Drucaroff habla extensivamente sobre las temáticas de la literatura argentina de las últimas dos décadas, pero mucho menos (aunque lo hace, claro, como cuando defiende a Romina Paula de la feroz crítica de —otra vez, sí— Beatriz Sarlo) de los modos de usar las palabras, de los modos de escribir. ¿Será también por eso que Drucaroff toma la decisión —que al menos a mí no me deja de parecer extraña— de no analizar poesías circunscribiéndose al trabajo sobre textos narrativos? En distintos niveles, Poesía civil de Sergio Raimondi, Tuca de Fabián Casas y Punctum de Martín Gambarotta, entre muchos otros, son momentos centrales de la literatura argentina de los últimos años y el que hayan sido dejado de lados, más que como arbitrariedad o límite del campo de trabajo, debe pensarse en esa reticencia de Drucaroff hacia el análisis de las formas. La exclusión de la poesía al momento de pensar la dimensión política de las letras puede remontarse al célebre ¿Qué es la literatura? de Sartre, donde la poesía es asimilada a la música y a la pintura, como si por ser antes un lenguaje en sí mismo que un hablar de no pudiese ser analizada en términos de su relación con el presente. Podríamos entonces pensar en los maravillosos análisis que Theodor Adorno ha hecho sobre obras musicales, centrándose en el trabajo de éstas sobre sus materiales y en los vínculos de esos procedimientos con las formas en las que se imponían los tiempos en que ellas emergían, para sentir que el campo de los procedimientos ofrece mucho más que superficialidad.
Pero esta reseña se ha hecho demasiado larga… Ante un libro que dice tantas cosas y provoca tantos pensamientos, podrían escribirse páginas y más páginas sin que se calmen las inquietudes. Drucaroff ha escrito un trabajo imponente, nos ha ofrecido una voz interesantísima con la que no cansarnos de hablar, de entender y de discutir. ¡Salud!