Por Ricardo Frascara. El hijo del mismísimo Félix Daniel Frascara, quien deleitara desde El Gráfico con su pluma inigualable, nos envía a Marcha un recuerdo o “una figurita” que se le vino a la mente después de leer “El día más triste del mundo”, la última historia de Simon Klemperer.
Cuando leí “Era realmente imposible. Como si tocaran a la puerta de mi casa y al abrirla estuviera Zinedine Zidan en persona, invitándonos a la plaza a jugar a la pelota”, líneas de Simon Klemperer en su segundo capítulo de “El día más triste del mundo”, fue como si repentinamente se abriera una puerta en mi mente: un día de diciembre de 1946, jugaba a la pelota en el fondo de mi casa, aún envuelto en la inédita sensación de un chico de 12 años cuyo San Lorenzo acababa de ser un brillante campeón. La época en que los torneos eran largos y las semanas más largas en la ansiosa espera de la fecha siguiente. En ese momento sucedieron dos cosas extraordinarias: escuché un grito de mi padre en plena tarde, hora en la que él no existía para nosotros debido a sus obligaciones; al voltearme hacia su figura lo vi, enmarcado por la puerta trasera de la casa, sonriente en la distancia de veinte metros que nos separaban, acompañado por dos figuras deslumbrantes, tomado del brazo de cada una de ellas, como exhibiéndolas ante mis ojos incrédulos. Eran René Pontoni y Rinaldo Martino, excelsos, descomunales. Corrí hacia ellos más rápido que nunca, en una carrera que me pareció interminable. Tenía miedo de que, como sucede en los sueños, se esfumaran.
Subimos los cuatro juntos al departamento. Yo abrazado como nunca a mi pelota Pulpo. “¿Y sos bueno con esa?”, me preguntó una de esas voces, como si bajara del cielo. Sólo negué con la cabeza, la voz no me salía. Mi hermanita de 10 años, catequizada por mí con los colores azulgrana, abrió la puerta y al verlos quedó petrificada. No sé de qué se habló mientras tomábamos un café; yo sólo estaba colgado de las estrellas. No me acuerdo si mi hermana o yo fuimos a buscar nuestro álbum de firmas, casi todas de artistas o de boxeadores como Arturo Godoy y Raúl Landini, los más allegados a mi casa. A partir de esa noche, no nos dormíamos acariciando la hoja en la que René y Rinaldo habían estampado sus nombres sagrados.
La última tarea que tuvimos ese día con Amelia fue clavar con chinches la lámina ¡en colores! del campeón del ’46 en la pared contra la que se recostaba su cama. Ante esas imágenes, los dos juramos no olvidar ese día nunca más. A partir de entonces mi hermanita no se dormía hasta no haber besado las figuras de la inolvidable pareja de goleadores de ese San Lorenzo que ganó el título con un promedio de… ¡tres goles por partido! Mi hermana ya partió, pero aquella tarde, aquel año, aquella lámina y aquellos nombres fortalecieron nuestro marco de ilusiones. Y alguna vez, ya más grandes, me dijo: “Ricardo, deseá todas las cosas de tu vida como deseaste conocer a Pontoni y Martino”. Y, pasando los años, nos encontrábamos, aquí o en Salta, donde ella vivía, nos reíamos y recitábamos juntos: Blazina, Vanzini y Basso; Zubieta, Grecco y Colombo; Antuña, Farro, Pontoni, Martino y Silva.
Por eso entendí perfectamente la imagen que deslizó Klemperer evocando a Zidane.