Luego de que el gobierno keniano declarara el Estado de sitio por el avance del COVID-19, en el estado de Mombasa se desató la represión en las calles. Un recorrido críticos por los hechos que dejaron imágenes que ocurrieron en Kenia, pero que se repiten en otras latitudes.
Por Juan Francisco Olsen desde África / Fotos por Citizen TV
ADVERTENCA: Antes de comenzar, vale una aclaración que quedó pendiente en mi última nota para Marcha noticias: África no es un país. Es importante explicitar esto porque, aunque parezca una verdad de perogrullo, África es un continente, con millones de personas, decenas de países, lenguajes, texturas, realidades e historias. En este sentido, los hechos que serán narrados a continuación refieren a una de esas historias y a uno de esos territorios. Sin embargo, cualquier similitud con lo que pueda pasar en otras partes del continente, en países de Medio Oriente, Colombia, Hong-Kong o la estación Varela, puede que no sea pura coincidencia.
Los antecedentes
El día 11 de marzo arribó a Nairobi el padre Richar Onyango Oduor, un sacerdote católico oriundo de Ambira, en el estado keniata de Saiya. El clérigo había estado realizando una estadía en Roma, al final de la cual regresó al país donde realiza tu tarea confesional. Pasó unos días en Utawala (Nairobo), donde visitó dos conventos, y el día 13 marchó a Saiya, para ofrecer servicio en el entierro de un pariente cercano.
Tras aquella misa, el padre comenzó a presentar malestar físico, dolor muscular, fiebre muy alta y problemas respiratorios. Como se podría esperar, luego de serle realizado el test, el comisionado de Saiya, Michael Ole Tialal, informó que le padre Oduor era la primera víctima de coronavirus en Kenia y que no menos de 200 personas que habían tenido contacto con él ahora tenían que entrar en cuarentena obligatoria. Automáticamente, el Gobierno de Kenya activó las mismas medidas de cerramiento del resto de los países del mundo donde: Suspendiendo los vuelos, reduciendo en tránsito interno, ordenando el cierre de todas las instituciones educativas y recomendando no participar de ceremonias religiosas.
Tras conocerse el caso del padre Oduor, los enfermos de COVID-19 comenzaron a reproducirse en dos áreas particulares: El Estado de Saiya, donde había transitado el cura, y la costa de Kenya, donde hoy se encuentra el principal brote. Sin bien aún no hay una gran cantidad de caso en el país (50 al momento de escribir esta nota), la situación en esta última preocupa especialmente al ser una de las regiones más pobres del país y por la velocidad con la que se ha detectado transmisión local.
Sumado a éstas particularidades, Mombasa se caracteriza, al igual que los demás Estados costeños, por ser una zona con alto porcentaje población islámica. Un colectivo que en Kenya representa casi al 11% de la población total (alrededor de 5 millones de personas), pero que no suele mantener una buena relación con el Gobierno Federal, ni con la sociedad más al interior del territorio, debido a la asociación que éstos hacen entre los keniatas islámicos y los grupos yihadistas de otras partes del continente.
Los hechos
Debido al ineludible avance del coronavirus en Kenya y en la región, el jueves 26 el presidente Uruhu Kenyatta (Si, el presidente de Kenya se llama Kenyatta) ordenó la cuarentena obligatoria para todas las personas que hubiesen ingresado al país desde el 13 de Marzo en adelante y el toque de queda para toda la población a partir de las 19hs del día siguiente.
El viernes 27 a las 17hs el escenario en las principales ciudades del país swahili ya era de caos. La gente corría desesperada, los negocios se apuraban a bajar sus persianas, los agentes de tránsito tiraban la toalla ante el inmanejable desastre vehicular y los “matatus” (una suerte de transporte público local) aprovechaban para aumentar el precio del boleto, gracias a la disposición del Gobierno de bajar la cantidad de pasajeros y la necesidad de las personas de llegar a su casa antes de que empiece a regir el nuevo decreto. En ese mismo momento, en Mombasa, centenares de personas comienzan a agolparse en las puertas de ferry de Likoni que conecta el área urbana continental con la Isla de Mombasa.
El trasbordador tiene horario de cierre programado para las 6 de la tarde. Quien no esté arriba para ese momento, no sólo quedaría imposibilitado de volver a su casa, sino que sería presa de las fuerzas de seguridad del Estado, dispuestas a cazar a quién no pueda o no quiera incumplir la cuarentena. El resultado fue un desastre.
Los militares comienzan a disparar gases lacrimógenos a la gente que intenta subir al ferry. Algunos corren, otros no pueden escapar y comienzan a vomitar. La represión avanza y empiezan a repartir bastonazos.
Las imágenes de la brutalidad militar y policial son registradas con celulares y algunos medios de comunicación. En pocas horas todo el país ve casi en directo como golpean a mujeres que sólo intentan levantar del piso lo que queda de sus puestos de “ugali” y pescado frito. Para las 7 de la tarde, ya nadie se atreve a salir a la calle.
Las razones
Las escenas de represión en Mombasa, en principio, no se distinguen mucho de las que llegan de otras latitudes. Basta con recordar los hechos de represión en Sudáfrica, donde la policía de Johannesburg despejó el centro de la ciudad de personas sin hogar repartiendo bastonazos y el tiroteo con balas de goma contra un supermercado en Cape Town. También los dos hombres fusilados en Kigali (Rwanda), luego de que se dictara un toque de queda similar al de Kenya. Pero esto no es patrimonio exclusivo de los países africanos.
En Colombia, ya una decena de dirigentes sociales han sido emboscados en sus casas mientras cumplían la cuarentena y asesinados por grupos paramilitares que responden al presidente Iván Duque y a su mecenas político, Álvaro Uribe. A su vez, hechos similares se registran en lugares tan lejanos como Perú, El Salvador, República Dominicana, Grecia y hasta en Italia, el centro europeo de la pandemia, sólo por nombrar algunos casos.
En un reciente artículo el filósofo surcoreano Byung-Chul Han plantea que con la pandemia estamos siendo testigos de un desplazamiento de la autoridad de los Estados nacionales. Para Han, la soberanía ya no reside en quien es capaz de levantar fronteras sino en quién controla los datos y, por medio de ellos, a su población hasta los más íntimo. Algo así como una pesadilla foucaulteana, donde la microfísica del poder pasaría a ser una nanofísica del control. Sin embargo, los ejemplos antes citados no son, precisamentes leviatanes informáticos como se ha dicho (y sobre lo cual se ha atribuido el éxito en controlar la pandemia) de China, Japón o Corea del Sur.
Los Estados latinoamericanos, africanos y del sur de Europa están tremendamente lejos de ser soberanos en materia informática. De hecho, como si fuera un deja vú de la Guerra Fría, estos Estados son territorio de disputa tecnológica de potencias como China y Estados Unidos. Por el contrario, lo que vimos en Mombasa fue la teatralización de la represión. Una reescenificación del control del Estado, a través de las redes sociales y medios, para advertir, no sólo a la sociedad por éste contenida, sino para otras latitudes también.
La represión de los elementos disruptivos o contestatarios para cualquier Estado puede tomar muchas formas. La clandestinidad, por ejemplo, tan conocida en Argentina y que podemos identificar hoy en países como Colombia, es sólo una forma de trasmitir el terror, funcional a determinados objetivos.
Mombasa, probablemente, haya sido un lugar proclive a desmadrarse. Ya lo mencionábamos antes, es una zona de las más pobres del país, donde se concentra una minoría religiosa a la cual se manifiesta hostilidad permanente desde el Estado y el Gobierno Federal y que, además, funciona como referencia local de un enemigo externo: Somalia.
El poder en escena
El Gobierno de Kenya y el Gobierno de Somalia tienen una relación conflictiva, cuando menos. Ambos están trenzados en varios frentes de disputa territorial. Fundamentalmente, por la división de aguas, donde ambos Estados reclaman el control de un área donde presuntamente hay recursos hidrocarburíferos; y por tierra, en la frontera norte de Kenya y sur de Somalia, donde el primero pretende anexar territorio somalí, en una zona donde ambos tienen problemas con las fuerzas yihadistas de Al-Shabbaab (filial de Al Qaeda para el Este de África).
Una de éstas disputas, la marítima, tiene fecha de “resolución” para junio de éste año, cuando un tribunal internación decida sobre la correcta delimitación de la frontera. Sin embargo, la tensión entre ambos Gobiernos fue escalando, hasta el 2 de marzo cuando una llamada telefónica entre el presidente Uhuru Kenyatta y su homólogo Mohamed Abdullahi, supuestamente, aflojó las cosas. Pero Mombasa es un excelente objetivo si se quiere demostrar beligerancia al Gobierno somalí, sin pagar costo político.
Kenya es un país abrumadoramente cristiano y, mayormente, protestante. Esa una de las marcas coloniales más fuertes. Casi el 90% de la población pertenece a una iglesia de origen europeo, sea católica, lutherana, calvinista, pentecostal, ortodoxa, metodista o cualquier otra variante que reconozca a Cristo como máxima representación de Dios en la tierra. Entonces, apuntar contra la población islámica, no sólo no está mal visto, sino que, en algunos sectores, puede ser hasta deseado.
Es por ello, que el Gobierno de Kenia podría haber negado los hechos, intentado aislar a los oficiales involucrados o, incluso, haber perseguido a quienes difundieron las imágenes (algo que ha ocurrido recientemente, durante esta misma crisis sanitaria). Sin embargo, no lo hizo. Puso de manifiesto la violencia y convocó voceros para defenderla. Y allí entra un segundo factor: la espectacularización de la masculinidad.
Rita Segato llama “espectacularización de la masculinidad” a esos hechos en los que la hombría, la masculinidad cis-hetero-patriarcal, se exhibe como un baluarte y como una amenaza. Es una advertencia de uso de la fuerza y de sometimiento al orden sistémico patriarcal. Eso es lo que vemos en las reiteradas declaraciones presidenciales de Macron, Trump, Alberto Fernández y Piñera, entre otros, cuando se refieren a la lucha contra la pandemia como una “guerra”.
Una guerra es el lugar por excelencia para escenificar y espectacularizar la masculinidad. Les permite a los hombres tomar para sí todas las fuerzas del Estado con fin de proteger y vencer al enemigo. Por eso la utilización de la fuerza no puede ser clandestina. Tiene que ser explícita, tiene que ser visible y magnificada. Tiene que demostrar que hay un macho que está en control.
De allí que en la represión en Mumbasa sea tan explícita hacia las mujeres. Mujeres cocineras, mujeres musulmanas, mujeres pobres. Porque éstas son usadas para decirle a otros machos “aquí estoy yo y aquí mando, sobre éstos cuerpos y sobre éste territorio”.
Algunas conclusiones.
En mi nota anterior decía furiosamente que necesitamos de la acción épica y heroica de pensar futuros nuevos para aquellxs que ya vivieron demasiada realidad. Bueno, la verdad es que el sistema contra el cual combatimos, el sistema que nos oprime, tiene en sus entrañas la violencia como sistema pedagógico. Nos educa sobre el ejercicio, potencial o fáctico, de violencia sobre nuestros cuerpos, nuestras libertades, nuestras elecciones, nuestras esperanzas.
Es por ello que si queremos entender Mombasa como un hecho más de brutalidad africana, probablemente nos equivoquemos. O si, por el contrario, quisiéramos ver una particularidad local, seguramente también nos equivoquemos.
El asunto es ver y aprender cómo las acciones se concadenan como parte de un sistema. Que es necesario desprendernos, no sólo nuestras formas económicas, sino todas aquellas construcciones de valor y de poder, de todas aquellas marcas de violencia pedagógica que muchas veces nos vuelven indolentes o sumisxs. Como dice Walter Mignolo, des-aprehender para re-aprehender y re-existir.
La represión en Mombasa recibió un rechazo inesperado de gran parte de la sociedad keniata y una denuncia pública de Amnistía Internacional y otras 19 organizaciones de Derechos Humanos. Quizás ese sea el camino para empezar a perder el miedo. Quizás podamos comenzar a ver cómo des-aprendemos la violencia inscripta en nuestros territorios y nuestros cuerpos. Quizás podamos recuperar la empatía como forma educativa y poner a rodar de nuevo el amor revolucionario. Inshallah.