El triunfo de Isabel Díaz Ayuso, derecha, en la comunidad de Madrid, es el triunfo de una estrategia que supo instalar la falsa dicotomía entre la libertad y el cuidado en pandemia. Una estrategia despótica y narcisista, que ignora las muertes por el virus.
Por: María García Yeregui; Foto: Pedripol vía Contexto y acción
Como Rodríguez Larreta en CABA, Isabel Díaz Ayuso (la derecha españolista mayoritaria del Partido Popular) confrontó, desde el gobierno de Madrid, al Ejecutivo central, redoblando la alteridad en plena segunda ola de la pandemia: “la oposición soy yo, los jueces y el rey”, exclamaba. Judicializó entonces las medidas de contención y con la sentencia a su favor, forzó una intervención del Ejecutivo: aplicar el Estado de Alarma, como paraguas constitucional de restricciones que afectan a derechos fundamentales, para frenar la curva de contagio. Desde ese momento, hace medio año, la estrategia trumpista tuvo una vuelta de tuerca: el victimismo y la profundización del uso adulterado del concepto ‘libertad’.
El resultado de la conjunción de factores sobre dicha estrategia fue claro en la Comunidad de Madrid: Ayuso arrasó, el pasado 4 de mayo, en un adelanto electoral que ha servido, además, para acabar con la división tripartita del bloque de derechas. Un fundamental objetivo táctico que vuelve a posibilitar su acceso a la Moncloa: el Partido Popular, aún más derechizado que de costumbre, en coalición con los neo-franquistas y posfascistas de Vox.
Mientras, “el destape” del Borbón y su impunidad constitucional, la penalización de la libertad de expresión con las leyes antiterroristas vigentes, se conjugan con movimientos conservadores en diferentes esferas. El órgano de gobierno de los jueces, en interinidad desde hace dos años y medio, “secuestrado” por los nombramientos que siguen por la mayoría conservadora que rige, según el resultado mayoritario del Partido Popular en su última victoria electoral nacional de 2016: pese a no tener la legitimidad del actual poder legislativo el órgano judicial sigue reproduciendo hegemonía con nombramientos vitalicios. Por el lado militar, tuvimos el envío de cartas de militares de las tres armas retirados al rey por “el peligro de la unidad de España” y chats que hablan de la necesidad de un golpe de estado genocida. En la calle, se sufrieron los ataques, acusando de “terrorismo de Estado” por los muertos de la primera ola, a sedes de Podemos. Y, por último, en la campaña madrileña se dieron las amenazas de muerte, con balas usadas hasta hace unas décadas por el Ejército, a miembros del gobierno: Iglesias, la presidenta de la Guardia Civil (policía militarizada) y el ministro del Interior.
Concretamente Pablo Iglesias fue amenazado con una carta que contenía cuatro balas. Fue amenazado de muerte junto a su pareja –ministra de Igualdad-, su madre y su padre –cuya condición de encarcelado por el tardofranquismo sirvió para que a mediados del año pasado, la entonces portavoz del PP en el Congreso, la argentina aristócrata Cayetana de Toledo, lo llamara “terrorista”-.
Iglesias dejó la vicepresidencia del gobierno ante el riesgo de la victoria que se ha producido, y la entrada de Vox en el gobierno madrileño, ya no sólo con pactos de apoyo desde fuera como los que ya rigen en Andalucía o Murcia, ya que en España no existe ningún cordón sanitario a la extrema derecha, nunca existió desde la derecha partidaria de la que se escindieron, pero tampoco existe en la prensa, ahora mucho menos que nunca.
La realidad es que el pasado 4 de mayo las derechas sacaron medio millón de votos más que el bloque progresista en la Comunidad de Madrid. Iglesias -salvando la representación de su partido que, antes de su propuesta como candidato, estaba en riesgo- quedó el último en votos entre las fuerzas que sacaron representación, siendo superado por los misóginos negacionistas del género, los xenófobos, supremacistas, racistas -en mitad de una crisis migratoria gravísima en el Mediterráneo, hoy especialmente en las islas Canarias- y neoliberales, nostálgicos del franquismo y del imperio monárquico español de Vox.
Pero el detonante para su salida de la política citando a ‘El Necio’ de Silvio -“no sé lo que es el destino, caminando fui lo que fui”- fueron dichos resultados arrojados a la luz de la alta participación (más del 70%, en un país donde el voto no es obligatorio) frente a su lema de campaña: “que vote la mayoría”. Su figura movilizó a un sector de la izquierda desmovilizada pero también fue un acicate para la movilización de voto hacia la derecha.
El liderazgo de Iglesias hacia el exterior estaba desgastado -a partir de la crisis interna desatada hace dos años-. Sufriendo brutales campañas difamatorias, que no pudo contrarrestar con sus importantes victorias tácticas: el primer gobierno de coalición desde la recuperación de la democracia liberal, el Ingreso Mínimo Vital, las moratorias de pagos de necesidades como el techo –paralización de desahucios- y la energía durante este año de emergencia o el giro de las políticas de gasto público con la crisis pandémica, que ha implicado el mecanismo de protección estatal de los ERTEs para evitar la destrucción masiva de empleos, puesto en marcha por su sustituta en la vicepresidencia tercera, Yolanda Díaz, ministra de trabajo.
Así las cosas, el bloque de la derecha se reorganiza en torno a su referente histriónico: la presidenta de Madrid, Díaz Ayuso, cuyo slogan de adelanto electoral era ‘socialismo –comunismo- o libertad’. Esa ‘reconquista’ –mito histórico españolista y católico- de la derecha postpandémica, comenzaría desde un enclave neurálgico que cuenta con el mayor índice de muertos y reduce ‘la libertad’, frente a la ‘dictadura despótica social-comunista’, a las birras de los bares. Es el canto esperpéntico y grotesco de un nacionalismo reaccionario populista -una suerte de gorilismo castizo con tintes berretas que funciona-.
Hemos visto cómo sus tácticas de derechas incansables operaban para ganar su centralidad, activando los mecanismos de una culpabilización reduccionista que, de nuevo, ocultan, desplazan y niegan las condiciones de funcionamiento estructurales del mundo en el que vivimos. Con los mimbres que tenemos, mirando los porcentajes del bloque de derechas en las últimas elecciones, la preocupación por el país post-pandemia estaba presente desde el principio, in crescendo progresivamente ante la representación mayoritaria sucesiva de los acontecimientos. En la coyuntura de impacto de ‘lo real’ sobre ‘el hombre unidimensional’ (Marcuse), la estrategia de la extrema derecha y ‘la derecha extrema’ recordaron incesantemente, por su táctica sistemática de producción y propagación de bulos “Steve Banon style”, a Trump y Bolsonaro.
A partir de la desescalada estival, se endureció y profundizó, dejando el eje de la ocultación, la mentira y la muerte con un culpable ya señalado, en segundo plano, y anclaron en el centro del discurso una libertad adulterada, concebida como privilegio -de propiedad y consumo-. Un concepto de libertad, ya fagocitado por el individualismo consumista neoliberal, confundiendo privilegios con derechos y patrimonializando, no sólo la idea del país sino la de pueblo, las movilizaciones de esos sectores que reclaman la diferencia privilegiada, han podido conjugar la oposición binaria del imaginario de Guerra Fría, eso sí, caricaturizada. Los estudios que sabíamos que estaba haciendo la extrema derecha de los movimientos de protesta de los ‘indignados’ de hace diez años, la influencia hegemónica norteamericana y la copia de las tácticas de comunicación y movilización de las derechas latinoamericanas frente a los gobiernos progresistas, han eclosionado como ‘el huevo de la serpiente’.
La oposición, aparentemente lunática, de la necropolítica de Ayuso en Madrid –olvidando, pero a la vez marcando, la contradicción entre economía (capitalista) y salud (colectiva)- ha sido y es la punta de lanza para la capitalización del hastío de ‘la normalidad neoliberal’. El de los que han entregado, privatizada, su libertad relativa y consciente de sujeto social para construir una dicotomía de obediencia-libertad, infantil, despótica y narcisista, que ha dejado -hace meses- a los más de 78 mil muertos del país atrás.
Vemos a las fuerzas derechistas de diversas familias repartidas por el globo proclamando una libertad -la suya- mientras reparten cadenas y amordazamientos para esos ‘otros’. La campaña de Vox es clara contra los menas –menores migrantes no acompañados-, pero los cierres barriales de Ayuso en Madrid mientras mantenía la hostelería ‘libre’ antes de la intervención estatal en la segunda ola, conjugada con el discurso de las denominaciones a Sánchez como “dictador” que emplea “el despotismo”, son paradigmáticas. No hay que perder de vista que en los barrios y municipios populares, el PP fue la fuerza más votada pero las tres fuerzas progresistas continuaron ganando en voto como bloque, a las dos derechas.
Las características sistémicas de los sujetos posmodernos, frente al límite de ‘lo real’ en nuestras estructuras sociales, con la pandemia y su traducción experiencial, generan personajes que pueden desarrollar una ceguera indiferente –como mostraron el tipo de celebraciones del fin del estado de alarma el sábado noche-. “Una especie de indiferencia criminal”, largamente entrenada -con un horizonte, como máximo caritativo, respecto a ‘los otros’-. Una ceguera al sufrimiento: tanto al ajeno como al propio -por fuera del victimismo egocéntrico- ya que ‘se es libre per sé, si así se cree’, ‘no hay nada subterráneo en mí, ni mediaciones más allá de mi creencia individual, de mi autopercepción directa, no me constituyo relacionalmente, ‘soy’ esencialistamente, y toda realidad es transparente a mis ojos aislados, reducida a lo posibilitado por y para el consumo’. Los “ojos ciegos bien abiertos” cuando ‘Nike es la cultura’ –como cantara el Indio Solari-. Una ceguera que alimenta recíprocamente neurosis y estatus.
De hecho, como explica Ranciére sobre Trump, el producto de su eje de apelación de voto popular, basado en la consideración de superioridad de unos frente a otros y la preservación de esos supuestos privilegios, es una sociedad que enseña a odiar la igualdad. Mientras, Silvia Federici, refiriéndose al funcionamiento del patriarcado respecto a la reivindicación de la igualdad de oportunidades, nos aclara: “las diferencias no son el problema, el problema es la jerarquía. La jerarquía hace que las diferencias se vuelvan una fuente de discriminación, de devaluación y de subordinación”.
Son, por tanto, esa igualdad y justicia social, base de una liberación de la alienación. La liberación es social y colectiva, como sociales somos y colectiva necesitamos la estructura de cuidados.
Del virus como amenaza, nos libraremos en un tiempo históricamente corto por estos lares europeos –con la política de superioridad made in UE y el negocio criminal farmacéutico tras el hito médico-, los demagogos lo saben, y juegan en España, la última baza de su estrategia ante la ansiedad de la peña, alimentada otra vez por los medios corporativos. Una estrategia que llevan construyendo desde la segunda fase de la crisis del sistema político en base al nacionalismo occidentalista, con una reorganización del bloque derechista en dos partidos que les permita volver a La Moncloa desacomplejados.
Por ello, nos han de tener con toda herramienta disponible en frente, cantando una vez más en nuestra historia a coro “el bien más preciado es la libertad”, porque diga lo que diga el liberalismo en cada momento crítico dejando paso al racismo, al machismo, al clasismo, al fascismo, nosotras exigimos ‘tolerancia cero’ para existir, en un grito a la vida. Porque vivas, libres y desendeudadas nos queremos, como nos enseñan en su resistencia lxs hermanxs colombianxs.