La aprobación de la nueva Ley de Alquileres sin duda implica una mejora en los derechos de las y los inquilinos, pero seguirá funcionando como un parche en tanto no se cambie de fondo la política habitacional de la Ciudad de Buenos Aires.
Por Sofía Spinelli / Fotos: Oscar De la Vega (MARCHA)
El aislamiento social parecería haberse establecido como marco de posibilidad para la irrupción en la agenda pública de demandas históricas, como un momento de “pausa” en el que se visibilizan y existe una pequeña brecha de oportunidad para la construcción de nuevos paradigmas de derecho dentro de la ciudad. Al menos, aparentemente.
En este contexto, una noticia festejada en los últimos días fue la sanción de la nueva Ley de Alquileres, que garantiza mejoras en las condiciones para alquilar una vivienda. Esta reforma era exigida hace varios años por colectivos como Inquilinos Agrupados, en conjunto con otras organizaciones sociales.
Más allá de que la ley de Alquileres se presenta como una normativa progresista en la recuperación de derechos de los inquilinos, que representan casi un 35% de la población en la Ciudad de Buenos Aires, la realidad de la urbe más grande del país requiere de reformas políticas mucho más profundas.
Del derecho de uso al derecho de cambio: la vivienda como mercancía
La ciudad es el escenario en el que se reproducen las desigualdades y los derechos gestionados a partir de un modelo político de producción. Hace ya 13 años que el macrismo gobierna en Ciudad de Buenos Aires a través de una matriz neoliberal, extractiva y mercantil.
Vivimos 44 años sin una regulación de los alquileres. La primera liberación se dio en 1976; se encontraban congelados desde 1943 como medida de emergencia económica. Esta desregulación y la modificación del código urbanístico de la Ciudad de Buenos Aires en ese mismo año dieron pie a un proceso de elitización de la ciudad de Buenos Aires, según explica Fernando Bercovich en La insurrección de los inquilinos.
La necesidad de una ley de alquileres se presenta como respuesta al proceso de inquilinización que atraviesa la Capital Federal. Cada vez menos personas son las dueñas de más inmuebles, construyendo en torno a la propiedad una lógica mercantil y especulativa. Jimena Navatta analiza este proceso afirmando que nos encontramos ante una situación que revierte la tendencia histórica de la vivienda en propiedad, desde la sanción de la Ley de Propiedad Horizontal en 1948: Si tenemos en cuenta que la población inquilina en el año 2003 era de 23,9% y la propietaria de 64,4% podemos observar un fenómeno de “inquilinización” de la población.
A su vez, si analizamos los datos anteriores a la luz del crecimiento poblacional en la ciudad, según Navatta notamos que la población total se mantiene estable hace 50 años, aumentando sólo 114.013 personas en el decenio 2001-2010 (CNPVH). En el mismo período, la población que vive en villas y asentamientos creció en 56.165 habitantes nuevos, es decir, 52% con respecto al 2001. Esto da cuenta de la carencia de políticas de acceso y regulación de la vivienda en la ciudad, que profundizan los modelos de mercantilización. Esto último se refleja en las 138.328 viviendas ociosas, es decir, vacías, y las 195 mil viviendas que se construyeron entre 2005 y 2018, de las cuales más del 50% son suntuosas y lujosas.
Entre las modificaciones que propone la ley se encuentran una extensión del plazo de alquiler mínimo a 3 años, brindando mayor estabilidad, una nueva regulación sobre los precios de alquileres y la regulación del monto a pagar al ingresar al inmueble. Por otro lado, propone la creación del Programa Nacional de Alquiler Social, donde se incorporan como grupos prioritarios a las mujeres que sufren situaciones de violencia de género, jubilados, pensionados, titulares de la prestación de desempleo y cualquier otra persona que se encuentre en situación de vulnerabilidad, según explica Teresita Sacón.
Mientras que se buscan establecer nuevas condiciones que representan un progreso indiscutido para las y los inquilinos, sigue existiendo una relación de poder desde los propietarios y las inmobiliarias que perjudica a quien desea acceder a una vivienda. La posibilidad de presentar una denuncia ante una o varias irregularidades implica para quien desee alquilar, seguramente, la pérdida del inmueble deseado. De esta forma, se construye un sistema en torno a la vivienda donde su necesidad supera cualquier tipo de posibilidad de contrarrestar una normativa vigente. Así, los contratos informales, los hoteles y pensiones, son realidades territoriales donde el Estado y sus normativas se encuentran ausentes. Los propietarios, de esta forma, se conforman como los directores de un juego ubicado entre las necesidades de acceso a la vivienda y su beneficio económico, con mínimas regulaciones de parte del Gobierno de la Ciudad, que se presenta entonces como el principal incentivador de este modelo.
La perspectiva es garantizar el derecho universal de acceso a una vivienda digna. En este sentido, es necesario avanzar en construir el rol de un estado que garantice a quienes tienen la necesidad, este derecho vulnerado, promoviendo registros y regulaciones que colaboren con mejorar las condiciones habitacionales de toda la población. (Sacón, 2020)
La capacidad de acceso, es decir, el derecho a una vivienda adecuada, educación, trabajo, salud, espacios verdes y recreativos, etc., se ha traducido en una estrategia mercantil dentro de la Ciudad de Buenos Aires. A 53 años de que Lefebvre definiera el concepto de derecho a la ciudad, en el municipio más rico del país este horizonte está más lejos que nunca.
Normalizar las condiciones de acceso a la vivienda implica dejar de reproducir el modelo mercantil por el cual se produce ciudad, entender que la vivienda es un derecho y no un bien del mercado. ¿Cuándo perdimos la idea del derecho?
Ciudadanos, consumidores y vecinos: ¿dónde queda el derecho a la ciudad?
La Ciudad de Buenos Aires es una ciudad de vecinos, no de ciudadanos. Nos han quitado hasta discursivamente los derechos. Recuperar una noción de derechos implica repensar aquello que planteó Lefebvre en 1967 acerca del derecho a la ciudad.
Este concepto conlleva en sí la concepción de que la población es considerada ciudadana, es decir, sujetos portadores de derechos. A lo largo de la historia, se desencadenaron distintos procesos que fueron desdibujando esta idea y, en 1994, con la última reforma de la Constitución en el marco de un gobierno neoliberal, se añadió la figura del consumidor. De esta forma, tal como afirma Ignacio Lewkowicz en Pensar sin Estado, el soporte subjetivo de la figura consumidor establece una nueva relación social: “ya no se establece entre ciudadanos que comparten una historia, sino entre consumidores que intercambian productos”. Esto conlleva, a su vez, una transformación del mapa discursivo siendo “los no-consumidores quienes pierden la condición humana”. Luego de 13 años de gobierno neoliberal en la Ciudad de Buenos Aires, observamos una nueva etapa del proceso: para el gobierno ya no somos ni ciudadanos ni consumidores; somos vecinos.
Según David Harvey, la carencia de políticas de regulación del suelo urbano deja al “mercado como principal institución que gobierna la transferencia y el uso del suelo. De esta condición se deriva la importancia de las rentas del suelo como un modelo de organizar la geografía económica”. Estos procesos de mercantilización implican que los bienes urbanos dejan de estar considerados como bienes de uso y pasan a valer como bienes de cambio, potenciando, a su vez, procesos de construcción de desigualdades. Cuando esto sucede, desde el Estado se garantiza la explotación del suelo por capitales privados por sobre el bienestar social, lo que genera que se perpetúen procesos de mercantilización del suelo. Dentro de esta lógica, es el mercado el principal regulador y los vecinos-consumidores son agentes pasivos dentro de este proceso.
El vecino, según Adriana Guevara, es el diseño de aquel habitante que vive la ciudad sin conflictos ni tensiones, lo que conlleva una naturalización de los problemas asociados a los modos de habitar la ciudad. Este proceso se enmarca en un modelo extractivo-mercantil que tiene consecuencias claras dentro de la ciudad: procesos de gentrificación (expulsión pasiva a partir del aumento del precio del suelo y los bienes asociados), la incapacidad de acceso a una vivienda para poblaciones populares, aumento desmedido del precio del suelo, viviendas vacías, etc. Este modelo no solo se refleja en bienes tangibles, sino que, como afirma Diego Sztulwark, “Neoliberal” es la dinámica de reestructuración de las relaciones sociales capitalistas que, a partir de los años setenta, otorgó aún más poder al capital sobre el trabajo, al punto de incluir a la vida entera en la esfera de su valorización”.
La construcción de la idea en torno a la propiedad privada y la mercantilización del espacio urbano y, en consecuencia, de la vivienda, se potencia en gobiernos neoliberales, dando pie a normativas que terminan funcionando, según Eduardo Resse, como “fertilizantes urbanos”, profundizando los procesos extractivos de renta. Estos fertilizantes se traducen en normativas que alientan procesos deconstructivos de las nociones de derechos en torno al hábitat. Esto, como vimos anteriormente, construye una nueva subjetividad en torno al espacio urbano y a quienes lo habitan.
En términos generales, sin una política que promueva el acceso a la vivienda de forma permanente para las clases medias y populares, medidas como la Ley de Alquileres, más allá de ser progresivas, se presentan como un parche dentro de la realidad social y continúa avalando, aunque con más garantías para el inquilino, el proceso mercantilizador de la vivienda en la ciudad.
La posibilidad de pensar nuevas formas de acceso a bienes y servicios urbanos que contraataquen a la hegemonía mercantilista, nos permite potencialmente configurar nuevas redes interurbanas, como son los movimientos de resistencia a la vivienda mercantil, que conformen nuevas prácticas desde una perspectiva de derecho. Construyendo también nuevas subjetividades, donde dejemos de ser vecinos de un territorio marcado por las desigualdades. Como afirmar Diego Sztulwark: Es preciso pensar la inclusión – en términos de consumos y derechos – como método y premisa, pero no como modelo y finalidad; como apelación a una fuerza capaz de romper dispositivos de mercado – modos de vida-, en función de nuevos modos de producción y de recreación de formas de vida.
Referencias
- Ignacio Lewkowicz. Pensar sin estado. La subjetividad en la era de la fluidez. Buenos Aires, Paidos, 2008
- Diego Sztulwark. La ofensiva Sensible. Neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político. CABA, Caja negra, 2019.
- Adriana Guevara. Conformación de paisaje urbano en la ciudad global El proyecto como metodología y como neo utopía. 2020. Texto inédito.
- Jimena Navatta. Espacio urbano y extractivismo en América Latina: ¿Un nuevo patrón de desarrollo o más dependencia? El caso de la Ciudad de Buenos Aires (2006-2018). Revista Estado y Políticas Públicas Nº 12. mayo de 2019 – septiembre de 2019. ISSN 2310-550X, pp. 73-96.