Por Simon Klemperer. El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos. La tecnología, las redes sociales y los botines de colores intensifican la vejez de los que aun no estamos tan viejos.
La aldea global
El otro día me escribió un mail una persona que yo no conozco pero que por alguna razón lee mis notas. Decía que le tengo hinchadas las pelotas, que mis contradicciones son de diván y que por qué mierda me quejo tanto en todos mis artículos y no hago algo mejor, como hace él, y me decido a no ver nunca más fútbol por la tele y me limito, simplemente, a jugarlo. Me deja pensando. Y sí, es un poco verdad, pero un poco tonto también. Porque claro, podría irme en bolas a una aldea y jugar a la pelota con mis catorce hijos que comen pasto sin parar, pero al final, la idea de la aldea no me convence y sigo siendo un ser urbano que tiene tele y mira los partidos de la premierlig y esas atroces producciones capitalistas.
Porque claro, podríamos vivir en una aldea, al margen del planeta, allende televisores y emisiones internacionales, al margen de negocios espurios y mega eventos criminales, al margen de las marcas y las estrellas. Podríamos hablar de un fútbol más nuestro, de un fútbol donde un ser humano similar a nosotros se exprese de forma creativa y prefiera jugar a ganar. Y podríamos no hablar tanto de ese otro fútbol que se desarrolla gracias a los miles y millones de dólares que no sabemos de dónde salen ni a dónde van, y limitarnos a acercarnos a la plaza del barrio y ver a los pibes que juegan y que todavía son felices, aunque no por mucho tiempo, claro. Podríamos todo eso, pero no. Los grados de marginalidad del sistema son tan complicados como los grados de hipocresía de quienes dicen marginarse.
Y así como el señor del mail desconocido dejó de ver la tele para siempre yo no solo no lo hice sino que un mes antes de ese Mundial que se jugó hace un par de meses en Brasil y que parece haber terminado hace años, inicié una cuenta regresiva y entré en una burbuja donde lo único que importaba era el inicio del mega evento organizado por ese organismo criminal llamado FIFA. Y a partir de ahora comienzo a escarbar en la memoria y a buscar vagos recuerdos. Y digo vagos, no tanto por que estén borrosos, sino porque fue un hermoso mes de la más alevosa vagancia, siempre frente a la tele, tiradísimo en un sillón, birra en una mano, pizza en la otra y el correr del balón que se desplazaba al ritmo del más salvaje capitalismo.
Capitalismo era el de antes
La primera reflexión que se me ocurre al recordar el Mundial, es que el capitalismo de antes era mucho más lindo que el de ahora. Digo que, pese a que el Mundial de Brasil fue realizado bajo las más criminales condiciones, y bajo el poder de las empresas constructoras, y bajo la represión de las movilizaciones, y bajo el enriquecimiento de los aparatos de Defensa, y bajo planes de desalojo de barrios enteros para modernizar las ciudades, y bajo el derroche de miles de millones de dólares del Estado brasilero para la generación de ganancia de las empresas privadas, además de todo eso, el problema mayor es que convirtieron el fútbol en un juego de Play Station, o sea, pleisteishon, y así ya nada se puede tomar en serio. Porque claro, una cosa es que vivamos en un mundo capitalista y otra, muy diferente, es que vivamos en un mundo capitalista creado para niños menores de 10 años. Digo, que si nos van a explotar, al menos que nos muestren una estética aceptable. Un Maradona, un Sócrates, un Platini, un Gullit, un Laudrup, un Baggio, un Zidane, y una buena canción como la de Italia 90. Pero que no nos pongan esas presentaciones de robotitos metrosexuales ensayando sonrisas y cruzándose de brazos a la cuenta de tres. Porque resulta que ahora ya no solo son malas las canciones, como en Sudáfrica, y ni siquiera son pegajosas, que ya es bastante, sino que ya ni siquiera hay canción. Ahora hubo algo parecido a un disco entero con canciones espantosas realizado por una multitud de gente que no existe. Algo rarísimo. Si nos van a explotar, al menos que mantengan la épica y la emoción, sustentada con una buena banda sonora que nos piante el lagrimón.
Si nos van a explotar, al menos que lo hagan con jugadores reales, con gente como uno, que mantengan la diferencia entre el mundo real y el de animación, y que nos metan algún antihéroe de vez en cuando. Algún gordito aunque sea, un Hagi cada tanto. Si nos van a explotar que nos pongan algún jugador de dimensiones humanas, no esos seres atletas, esos hombres musculosos con camisetas ultra ajustadas y trasparentadas. Si nos van a explotar, al menos que no conviertan el fútbol en una competencia de cuerpos pintados.
Porque, y sigo, si nos van a explotar, al menos que nos exploten con botines negros, y que mantengan a raya tanta fealdad, y que no me hagan sentir un viejo gruñón a mis escasos 35 años, obligado a maldecir cada vez que veo a un jugador con un botín de cada color, o con botines de tonos amarillos creados en una nave espacial, o con botines del hombre araña, y todos el resto de los botines más feos del mundo mundial. Ahora solo aspiro a que nos exploten, pero en un mundo donde solo hayan botines negros. Y es que las cosas se ponen cada vez más feas. Vivimos en un shopping a cielo abierto con una tremenda abundancia de mal gusto. Y es que entre tanto flúor ya no me siento persona, me siento una reliquia, un hombre antiguo, en blanco y negro, como un amante del cine de autor infiltrado en el estreno de Avatar, como un desconcertado Truffaut mirando Jurassic Park, como un Eusebio mirando a Cristiano.
El medio es el mensaje
Y si nos van explotar, insisto, al menos que no nos obliguen a ver a las clases altas de todo el mundo, con sus exponentes del más bajo coeficiente intelectual imaginable mirando a la cámara cada segundo en vez de ver el partido, para saludarnos cuando aparezca su sonriente cara con la palmera en la cabeza y los colores patrios en los cachetes y las plumas en el orto. Si van a hacer del fútbol un negocio que empobrece a los Estados nacionales, al menos podrían tener la delicadeza de no empobrecer tanto las almas. Pero claro, es iluso lo que digo, lo sé. Terriblemente iluso. El poder idiotizante de la sociedad de consumo no tiene fin. Hace tiempo que no somos siquiera consumidores, sino insumos del consumo y asunto consumado.
Parece irreversible que el mundo comenzó hace unos años a suceder en las pantallas. Comenzamos a configurar nuestras personalidades en Facebook, a tener amigos inexistentes, a sentirnos valorados en función de la cantidad de likes que nos clikean seres que ignoramos y nos ignoran, y que dicen que asistirán y no asisten. Vivimos mirando el teléfono y prometiendo asistencia desde el bondi para después no ir porque estamos en el bondi prometiendo asistencia a otro evento al que tampoco iremos. Y hablamos de jugadores caros que nunca vimos jugar. Y reducimos al mínimo nuestra capacidad de pensamiento para poder expresarlo en pocos caracteres y estar en el centro de la marea y en la cresta de la ola a cada segundo.
Cada vez más el medio es el mensaje y nosotros simples conductores de vacío. Hablamos de números, de precios, de resultados, de alta competencia, de que los Mundiales no se juegan, se ganan, pero nos olvidamos de la pelotita, del inalterable tiempo necesario para que recorra la distancia existente entre un punto a otro. Nos olvidamos de eso, y de todo lo demás también. Somos cable a tierra que anulamos todo sentido posible. Nos dan sentido y lo neutralizamos a la velocidad de la luz. Nos preguntan algo y lo gugleamos inmediatamente. Somos las baterías del sistema. La sangre de la maquina causante de nuestra propia desaparición.
Y los jugadores, pendejos de 20 años, hijos del lenguaje binario y abonados a la peluquería, se sacan selfies sin parar que luego postean y difunden los medios de comunicación junto con sus twiteros pensamientos complejos que después todos padecemos si osamos prender la caja boba. Esos mismos jugadores son los que, entre jugada y jugada, se miran en la pantalla gigante, se peinan y se mandan un besito. Así no se puede. Este capitalismo no es serio. No lo es.
Todo se acabó el día en que, como dice Galle, el genio de Villa Pueyrredón, la vida se ve mejor en las pantallas HD que en la vida real. Ya no hace falta estar en ningún lugar, solo hace falta una computadora, una tele o un teléfono para vivir la vida. Finalmente la inversión se está completando. Por fin. Ya no tenemos que hacer nada, solo hacer como que hacemos. Teléfonos inteligentes para gente tonta. ¿Pildorita azul o roja?
Y el fútbol, una victima más de la digitalización de la vida.
Parece que el señor del mail desconocido tenia razón, yo mejor no pienso más y me voy a ver un partido que está por empezar. No sé cuál, pero seguro que está por empezar.