Por Ricardo Frascara.
El propio primer ministro italiano atravesó el Atlántico para aplaudir y lucirse al lado de Pennetta y Vinci, las inimaginables finalistas del torneo con mayores premios del mundo. El título fue para la primera mencionada, pero para la enorme colonia italiana en los Estados Unidos y los habitantes de toda Italia, ambas tenistas lucieron la corona de laureles de las grandes campeonas.
Nadie lo esperaba; ni ellas. A medida que el campeonato con los mayores premios del circuito de tenis avanzaba, Flavia y Roberta iban bajando a raquetazos muñecas de las grandes. De cualquier manera, a priori no resultaban temibles para la supercampeona local, Serena Williams. La morena que a los ojos de los yanquis se tornó blanca de tantos triunfos que obtuvo, con el tinte verdoso que acuerdan los millones de dólares. ¡Quién iba a poder con ella! Nadie. Campeona anual ininterrumpida desde 2012, Serena sólo tenía que mirar duro a sus rivales camino a la gloria. Tras masacrar a sus adversarias, en las semifinales ya comenzaban a tallar su nombre en el trofeo del Open.
Hasta que le tocó la chiquita, casi ignota Roberta Vinci (32), que la desparramó. Llegó un momento del partido en que el patito feo movió a la monumental Serena como si fuera un globo, la hizo hocicar, la zarandeó a lo ancho de la cancha y la marcó en la frente con una pelota colosal. Y si hubiera habido un relator de boxeo, en ese momento estaría gritando: “¡Y en este rincón, con 65 kilos, la desafiante al título, Roberta, sale a definir el triunfo, a dar el golpe de gracia a la campeona Serena, con 75 kilos!”.
Ahí ocurrió la primera explosión: exultante, a los gritos, la tana Vinci, haciendo honor a su apellido, miraba a las tribunas y reclamaba, mientras se golpeaba el pecho: “¡A mí, para mí los aplausos!”. Unos minutos más y la caída de Serena estaba confirmada. Vinci había hecho su parte. El resto del trabajo, el despojo de la corona, quedaba para el sábado 12, y la encargada de llevarlo a cabo fue la magnífica Flavia Pennetta, nacida hace 33 años en la Brindisi, y ahora reina de Nueva York.
Dos compatriotas, dos amigas del circuito y de la vida, Flavia y Roberta reían y lloraban. Se habían convertido en las primeras italianas que disputaban la final por la corona del histórico Open, jugado por primera vez en 1887. Cómo habrá sido la conmoción en Italia, que el primer ministro Matteo Renzi viajó especialmente para asistir y capitalizar el dominio italiano en el campeonato estadounidense de tenis femenino. Hoy no hay mujeres más famosas de norte a sur de la bota itálica que Flavia y Roberta, especialmente en la Apulia, la tierra chica de donde son ambas.
A Flavia Pennetta la teníamos fichada en la Argentina, por haber sido la compañera de dobles de nuestra Gisela Dulko (hoy Dulko-Gago), una relación que les significó ganar 19 partidos consecutivos en 2010, incluyendo los títulos de Stuttgart y Roma, hasta caer en la final de Madrid frente a la dupla mortal de las Williams. Luego obtuvieron su primer título en un master, el de Doha, en un año que lograron 7 campeonatos. Y alcanzaron su escalón máximo al comenzar 2011 como campeonas de su primer gran slam, en Australia.
El sábado, ante el triunfo de Flavia entrando en la historia del gran tenis internacional, Gisela le mandó un mensaje emocionada por la trabajada victoria, culminación de una carrera que se cierra este año, según anunció la propia Pennetta en el podio de New York. No pudo obtener un broche mejor para su carrera, deslumbrantemente escondida hasta hace una semana.