Por Cezary Novek. Reseña de la novela Los suicidas, de Fabio Martínez, que narra los últimos estertores del menemismo desde las vivencias de un grupo de jóvenes en una ciudad del norte argentino.
Muchas veces la literatura cumple la función de capturar el registro que se le escapa a los libros de historia. Esa historia paralela, subjetiva, que sólo puede conocer quien formó parte de la memoria colectiva de una época, es la que queda atrapada en algunos libros de forma invertida, como si fuera una cámara negra. Los pibes suicidas pertenece a ese tipo de novelas. Es un libro donde hay voluntad de cristalizar el recuerdo de un momento en una ciudad que no volverá a ser la misma, un intento de visibilizar un espacio por fuera de la capital y del costumbrismo, sí, pero también una manera de delimitar un universo ficcional para desarrollar la propia obra.
La novela comienza con una intro narrada de forma muy cinematográfica, que por no figurar en el índice y estar antes de los créditos del libro se confunde con un error de compaginado. La escena es potente y hace que uno comience la lectura con un entusiasmo que roza el morbo.
Los personajes de Los pibes suicidas se someten a una autodestrucción continua, a toda hora, bajo la lenta erosión del reviente, como un reflejo microfísico del desgaste acelerado del modelo neoliberal en su versión local, menemista, en el tramo final de unos años ’90 que -a muchos- nos gustaría olvidar.
Recuerda mucho a Los excluidos, de Elfriede Jelinek, en su descripción desangelada y nihilista del horizonte vacío como único puerto de llegada para una juventud aturdida y amarga. Por otro lado, también contiene algunas características que se pueden asociar a Cómo desaparecer completamente, de Mariana Enríquez, una novela en la que -igual que en Los pibes suicidas– la vida cotidiana se va convirtiendo milimétricamente en un infierno agobiante del que no se puede escapar más que con una decisión radical. Es inevitable, también, emparentarla con Trainspotting, la novela de Irvine Welsh que luego se adaptaría al cine bajo el mismo nombre: un grupo de jóvenes desocupados que ahogan con droga y más droga la imposibilidad de labrar un futuro inmediato; la indecisión, la frustración y el vacío que produce esa angustia de saber que la adolescencia se acabó y que más allá no hay nada.
Los pibes suicidas no sólo propone un retrato desangelado e incisivo de una época, una generación y un lugar; también es una novela que busca generar una geografía literaria propia, sin forzarse a escribir sobre ciudades acerca de las que ya se ha escrito hasta el hastío, sino mirando al lugar de origen. Fabio Martínez pinta su aldea y, sin quererlo, termina acercándose a uno de los tópicos más arraigados en el imaginario de la literatura norteamericana: el poblado en vías de convertirse en ghost town.
Hay un equilibrio bien logrado entre la prosa, breve y pragmática, y la atmósfera opresiva e infernal que envuelve la historia. Esta atmósfera va marcando el crescendo a lo largo de toda la historia para culminar en un momento real y épico, como lo fueron los saqueos del 2001.
La novela fue publicada por la editorial Nudista en 2012 y no ha tenido aún la difusión que se merece. En primer lugar, es una de las primeras novelas que intenta reflejar lo que fue la década menemista pero sin centrarse en lo que dicen los libros de historia ni la memoria de las revistas, sino la realidad prosaica y rajada de un pueblo del norte argentino, en la que esa década fue una promesa incumplida, una estafa. Poblados enteros que hervían de productividad y trabajo reducidos a menos que escombros por políticas de privatización, flexibilización, reducción de personal, traslados, negocios turbios y demás yerbas que padecimos en carne propia durante la década maldita de la que todavía no se ha hablado casi nada. Es celebrable que Martínez logre hablar sin hablar, mostrando sin enunciar esa realidad resacosa que mantiene al protagonista y su círculo permanentemente en la cuerda floja, con un limbo abrasador e insulso, por un lado, y un abismo de autodestrucción como paliativo a la monotonía de ese limbo que los envuelve adonde sea que vayan, a la hora que sea, bajo la sustancia que fuere.
“Me interesó contar qué hubiera pasado si me hubiera quedado en Tartagal”
Nos juntamos a comer una picada. Hablamos de gente en común, de proyectos, de movidas. Realismo y no realismo. No sabía que estaban reñidos. “Para algunos sí”, aseguró.
Muchas fechas, nombres y situaciones fueron cambiadas para que la realidad sea funcional a la novela y no al revés. Es por eso que, tal vez, la novela es lo suficientemente verosímil como para parecer autobiográfica y está lo suficientemente bien escrita como para parecer ficción.
Llegó a Córdoba a comienzos de la década pasada para estudiar Comunicación Social (carrera que concluyó hace unos años). Ya tenía una revista cuando, más tarde, comenzó a asistir a los talleres que dictaba Federico Falco y, cuando Falco partió para Buenos Aires, a los de Luciano Lamberti. Considera que los talleres son un espacio esencial para la consolidación de una voz literaria y también para la socialización de las producciones con las de los contemporáneos, como una forma de participar de la propia época.
Hablamos de los libros y autores a los que regresa siempre: “Hay dos novelas a las que vuelvo de vez en cuando: Los detectives salvajes de Roberto Bolaño y Pedro Páramo de Rulfo. Cuando era más joven leía y releía una y otra vez algunos cuentos de Raymond Carver. Y una novela que no es para nada un descubrimiento porque se publicó en 1985, pero yo la descubrí hace muy poco y que me gustó muchísimo es Menos que cero de Bret Easton Ellis”. Lee a muchos autores contemporáneos: “Es más, mi biblioteca tiene muy pocos clásicos, y a veces en reuniones con amigos escritores, que se ponen a hablar de grandes autores de la literatura, la verdad es que quedo afuera”.
De Córdoba rescata principalmente a Luciano Lamberti y Sergio Gaiteri: “Ahora me gustan mucho más porque tomaron como caminos distintos. Gaiteri hace rato que tiene su estilo afianzado, es metódico, prolijo y minucioso en sus relatos. Sin embargo, su sensibilidad sigue intacta. Luciano, por su parte, cada vez me sorprende más y lo que siento es que cada texto nuevo que escribe y tengo la posibilidad de leer es mejor que el anterior. También me gusta muchísimo Lucas Tejerina y Alejandro Schmidth. A pesar de que leo muy poca poesía, estos dos escritores me conmueven demasiado”.
Actualmente está corrigiendo un libro de cuentos. “La idea es que los distintos textos se relacionen a partir de un primer cuento que se trata de un grupo de chicos que salen de noche por las calles de Tartagal a quemar autos y danzar alrededor de los vehículos envueltos en llamas”, explica.
Antes de despedirnos, hablamos de los rituales, hábitos y tics de escritura, tan diferentes y a su vez tan comunes para quienes trabajan con la palabra. “Necesito algo muy importante que es ocio, mucho ocio -señala-. Necesito varias horas de Internet, leer los diarios, blogs deportivos, literarios y cuando ya no me interese nada o me cansé, recién puedo ponerme a escribir. También necesito mucho tiempo, no soy de esos escritores que en una sentada escribe cinco hojas, sino que voy de a poco, dudando mucho, borrando y volviendo a empezar hasta que la cosa parece arrancar. Por eso mismo hay días que tengo la netbook prendida el día entero y cuando la apago tengo apenas dos hojas.”