Por Tamara Perelmuter. Con la bendición de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, fue lanzada al mercado una nueva variedad de semilla de soja producida en el país. Las implicancias que tiene este hecho en el desarrollo y la producción del agro argentino.
Resistente a la sequía y a los suelos salinos, a diferencia de otras semillas similares, permite mayores rendimientos en las situaciones de estrés hídrico y también cuando hay humedad en los suelos. Las pruebas piloto dan cuenta de rendimientos entre 10% y 30% mayores a los de las semillas que no contienen el gen, en iguales condiciones climáticas.
Se trata de un proyecto que fue dirigido por Raquel Chan, investigadora principal del Conicet, en el marco de un acuerdo público – privado entre el mencionado organismo de Ciencia y Tecnología, la Universidad Nacional del Litoral (UNL) y la empresa Bioceres. Esta última, con sede en Rosario, fue fundada en el año 2001 por 23 productores agropecuarios y hoy ya cuenta con más de 230 accionistas, entre los que se encuentra el denominado “rey de la soja” Gustavo Grobocopatel.
La patente del descubrimiento es propiedad conjunta del Estado, a través de la titularidad del Conicet y la UNL, y se licencia su uso y explotación a la empresa Bioceres por veinte años. Se calcula que en concepto de regalías, tanto el Estado como la empresa, recibirán unos 75 millones de dólares.
Es interesante recordar, que en el ejercicio del monopolio concedido por los derechos de propiedad intelectual, las empresas semilleras desarrollan una tendencia a explotar el mercado al cobrar precios mas elevados. En algunos casos, a los agricultores se les exige hasta un 25% de la cosecha en pago por el empleo que hacen de las semillas, lo que implica un alto impacto en los costos, trasladados, cuando es posible, a los consumidores, y un serio riesgo para la subsistencia de los pequeños productores.
A esto, hay que sumarle otra consecuencia del patentamiento de las semillas, más allá de que se trate de una empresa transnacional, nacional o del mismo Estado: el impacto directo de éstas en los derechos de los productores agrarios a guardar, conservar, intercambiar y reproducir sus propias semillas. Ya la introducción de las semillas transgénicas ha llevado a que los productores no puedan reproducir tan fácilmente sus semillas y deben adquirir los insumos necesarios para la producción. A esto hay sumarle que las legislaciones de propiedad intelectual obliga a los agricultores a utilizar semillas registradas con lo que varias actividades que forman parte de las diversas tradiciones de sistemas de semillas diversificadas, comienzan a tornarse ilícitas: la producción y el intercambio local de semillas no controladas de variedades que en muchos casos no han sido liberadas no formalmente; la reposición de la diversidad genética tras un desastre; el mejoramiento vegetal participativo, basado en la diseminación informal de nuevas variedades (no liberadas formalmente); la organización de ferias de semillas, cuyo fin es compartir materiales seleccionados o adaptados localmente.
La presidenta Cristina Fernández de Kirchner, durante una videoconferencia que realizó desde la Casa de Gobierno en simultáneo con el predio de Tecnópolis, en donde se encontraban el ministro de Ciencia y Tecnología, Lino Barañao, y la mencionada directora del proyecto, señaló que “si se adapta esta tecnología en todo el mundo, con tan sólo los cultivos de soja se obtendrían unos 2500 millones de dólares en concepto de regalías por campaña”.
En estos términos, el aumento de lo productividad y la posibilidad de incrementar la caja recaudadora del Estado, son los únicos ejes desde donde sigue sustentándose la discusión. Siguen sin estar en debate los desalojos que sufren las comunidades indígenas y campesinas para la ampliación de la frontera sojera; las millones de hactéreas deforestadas en nuestro país para el mismo fin; las cientos de denuncias por contaminación causadas por los agrotóxicos. En fin, lo que sigue sin estar en debate es el modelo de desarrollo.