Por Lucía Caisso* “Yo lo que quiero saber es por qué no la mataron…”, me dice, pausadamente, Margarita. Desde su redondo metro cincuenta me mira, esperando de mí algún comentario. Una respuesta que no tengo.
Puedo elaborar una perorata express con argumentaciones históricas y políticas sobre los miles de desaparecidos que dejó la última dictadura, pero no puedo responder a esta mujer, de 56 años y 11 hijos (“uno robado, una fallecida”) por qué su hermana Rosa entró en La Perla y salió con vida, eludiendo luego cualquier pregunta familiar referida a su detención, su militancia y su supervivencia, hasta que una enfermedad cardíaca se la llevó en enero de 2002.
Estamos en el local del Movimiento y Margarita va detallándome aspectos de su relación con Rosa, mientras armamos un gran paquete de leche en polvo, cacao y (codiciada) azúcar con el que la mujer preparará -como todos los meses- una merienda diaria para más de 25 chicos hambrientos de Villa La Tablita, en el sudeste de la ciudad de Córdoba capital.
Margarita y Rosa habían estado separadas una de la otra durante casi toda su vida. Eran hijas de distinto padre y la mamá de ambas murió cuando Rosa tenía quince años y Marga apenas tres. A partir de ahí se fueron perdiendo el rastro. La brecha entre las dos se agrandó cada vez más con las numerosas mudanzas que acarrean las biografías humildes: “A veces le preguntaba a mi papá por qué no buscábamos a la Rosa… ¿para qué querés saber de ella? me decía él…y yo lloraba”
En el 99, después de treinta y pico de años sin verse, se re-encontraron. Fue Rosa -que también había llorado en silencio la pérdida de su hermana- la que se atrevió a publicar su búsqueda en el noticiero de canal 8. Los hijos de Margarita escucharon el pedido y corrieron a avisarle. Esta, ansiosa, buscó el único teléfono que había entonces en la villa y contactó con la producción del canal. Al día siguiente llegaron camarógrafos y periodistas y Marga contó sus angustias ante la cámara, pero fueron tantos los nervios de salir en la tele que olvidó pedir los datos de su hermana aparecida.
Poco después, sin embargo, la producción del noticiero le llevaría a “la Rosa” hasta la mismísima puerta de su casa. En medio de llantos, risas y presentaciones (Margarita ya tenía sus nueve hijos por entonces) Rosa le confesó: “no sabía si buscarte porque pensaba que te iba a avergonzar tener una hermana tan pobre”… “Yo un poco pensaba lo mismo”, me confesó Marga.
Las hermanas comenzaron a verse, intentando recuperar lo perdido. Así, Margarita supo que durante los años de distancia, Rosa había militado en el movimiento villero de Montoneros, y que por eso terminó en La Perla.“Ella estaba…cómo te puedo decir…se acercó a los Montoneros como yo al Movimiento…para interiorizarse de las cosas…para pechar un poco por lo que a uno no le gusta…pero eso es todo lo que sé, no te puedo decir nada más… porque cada vez que Rosa decía la palabra “Montoneros” se le caían las lágrimas, y sólo decía que había sido una época muy terrible”.
Margarita sabía de la debilidad cardíaca de su hermana y finalmente entendió que era mejor no preguntar nada que la hiciera sufrir. Dejaron así de hablar sobre los hechos del pasado. Al poco tiempo, la salud de Rosa empeoró y ya no pudo salir de su casa; Marga por su parte, con nueve hijos y nulos recursos económicos, no podía viajar a visitarla: los últimos meses sólo hablaron por teléfono. Rosa murió en enero de 2002.
Su hermana se enteró entonces que sus sobrinos habían heredado una caja con documentos, escritos y recortes de diario que Rosa les había dejado bajo la estricta consigna de “no dárselos nunca a nadie”, orden materna en la que es sencillo reconocer la prolongación de un miedo inextinguible, engendrado tiempo atrás. Marga insistió, pero sus sobrinos no accedieron, y la prohibición no hizo más que acrecentar su deseo de conocer, recuperar y reconstruir. “¿Vamos a La Perla?”, le propongo…“Sería ideal”, contesta. En un apacible día de primavera llegamos al “Ex Centro Clandestino de detención, tortura y exterminio”, tal como reza un cartel en la entrada del ahora museo.
Las sierras recortan el horizonte y el campo se extiende hacia los lados de la lomada sobre la que se ubica La Perla, a la que se accede por un camino ascendente. Una vez que nos alejamos de la ruta, sólo se escuchan los pájaros que pueblan la zona. “¿Quién podía escuchar un grito en un lugar así?”, murmuramos las dos casi al mismo tiempo. A mitad del sendero Marga va bajando el ritmo de su paso. Se detiene, tose, se agita. Recuerdo que es asmática. “¿La subida?”, le digo. “No…el sistema nervioso”, contesta.
Llegamos justo a tiempo para comenzar el recorrido con una guía del lugar. Lo primero que nos cuenta es que allí desaparecieron aproximadamente 2000 personas (en su mayoría obreros y sindicalistas) y que existió un número aproximado de entre 300 y 500 sobrevivientes. De pie frente a carteles que resaltan las acciones de los gobiernos kirchneristas en materia de derechos humanos, la guía nos comenta que algunos de esos sobrevivientes contaron que, al llegar a La Perla con los ojos vendados, lo primero que “sentían” eran las piedritas que pisaban y que se encuentran esparcidas todo alrededor del lugar.
Luego recorrimos las instalaciones, escuchando en silencio las explicaciones que nos daban: las “oficinas”, lugar del interrogatorio y tortura inicial a los que eran sometidos los recién llegados; la “cuadra”, una gran habitación donde permanecían constantemente acostados y con los ojos vendados todos los detenidos -incomunicados y bajo vigilancia permanente-; los baños y piletones, donde hombres y mujeres eran conducidos para bañarse y lavar la ropa de los fusilados.
En el “galpón de automotores” los represores reparaban los autos y camiones utilizados para los secuestros y operativos. También allí se repartían los objetos (muebles, ropa, electrodomésticos) robados a los detenidos. Mientras yo recorría el espacio, la guía se acercó a Margarita y comenzó a conversar con ella: “Me preguntó qué pensaba yo de todo esto…le dije que me parecía muy mal todo lo que había pasado…me preguntó por el gobierno y por los cacerolazos de la gente que no podía sacar dólares…yo le dije que la que sí puede comprar dólares es Cristina, y a la guía no le gustó…me dijo que ella era militante kirchnerista y yo le respondí que agradecía las cosas buenas que había hecho el gobierno con el tema de la dictadura, pero que había muchas cosas mal todavía”, me cuenta un rato después.
Luego nos acercamos a la sala de torturas. Está cerrada, tapiada, y es el sitio más alejado de la ruta. A su lado se extiende una gran planicie verde donde aún se encuentran sin investigar varias fosas comunes. Todo está en silencio, y la puerta negra y pequeña de la sala se recorta sobre la piedra del muro. Hay que reprimir una y otra vez la mente para no imaginar todo lo allí ocurrido, para no imaginar si Rosa pudo ver también -por debajo de su venda- esa puerta tétrica, minutos antes de ser sometida.
“Si los detenidos morían durante la tortura eran dejados en la caballeriza hasta que se los enterrara”, lee en voz alta Margarita de un cartel informativo colocado en la pared. “Los dejaban muertos con los animales…como animales”, se lamenta. Nos vamos alejando de ese lugar oscuro y luminoso a la vez, tan rodeado de verde, de árboles y pájaros. Caminamos despacio porque Marga tiene un paso lento. En eso se detiene y se agacha. Toma una de las piedritas del suelo y la mete en su bolsillo. No lleva cartera porque en la villa ir con cartera es tentar al robo, por eso anda siempre con su celular y su dinero en el corpiño, y ahora también, anda con una piedra en el bolsillo. Tal vez la recoge pensando que el crujir de esas piedras debajo de los pies es uno de los recuerdos sensoriales más indelebles que Rosa se llevó a la tumba, y Marga, que no conoce las palabras lesa humanidad ni genocidio ni asistió a grandilocuentes actos, tiene ahora una piedra para recordar.
Abandonamos el lugar en silencio y en silencio también esperamos el colectivo de vuelta a Córdoba capital. Ya en viaje, me cuenta que sabe que su hermana se reencontró “de grande” con un hijo, pero que no tiene la seguridad de que el bebé haya nacido en La Perla. Se pregunta cómo se sentirá un hijo que creció con una familia que no es la suya. Comienza entonces a contarme del bebé que a ella misma le robaron en el 88: luego de una consulta pediátrica, el niño de 7 meses quedó internado. Lo cuidó varios días en el hospital pero un día lo dejó sólo para ir a su casa con sus demás hijos. Cuando volvió al nosocomio le comunicaron que el niño había sido trasladado a Unquillo por aparente desnutrición. Como no tenía plata para llegarse hasta allí se comunicaba con la institución de ese lugar por teléfono. Le informaban que la salud de su hijo estaba bien y que pronto “se lo llevarían a su casa”.
A los días, un grupo de profesionales médicos y de la asistencia social fueron a verla en la villa para informarle que el pequeño había fallecido. Tuvo que esperar 5 días y pasar por innumerables trámites burocráticos hasta que le entregaron el cuerpo de un bebé que no era el suyo. Terminó de colapsar la mañana en que un funcionario -ante el que presentaba la denuncia- le contestó que ella era una mala madre por haber esperado tanto tiempo para retirar el cuerpo del pequeño.
Tiempo después, otra mujer que también había internado a su hijo en Unquillo la buscó para decirle que sabía que le habían entregado un muerto que no era su hijo, y que éste estaba vivo. Con el correr de los meses, harta de las negativas y la burocracia judicial, Margarita abandonó la búsqueda. Hablamos de la posibilidad de retomarla: “Con el Movimiento tomé coraje para venir a La Perla…será cuestión de tomar coraje para buscar a mi hijo”, me dice.
En la terminal nos despedimos. Me fui pensando que a fin de cuentas, aunque no hayan crecido juntas, Margarita y Rosa no son tan distintas. Pobreza, ausencias, violencias y atropellos les han pertenecido -aunque en distinto grado- a las dos. Pero también, como puntas de la misma madeja, las dos tuvieron la valentía para rebelarse contra la inmoralidad de las injusticias sociales, o como dice Margarita, para “interiorizarse de las cosas…para pechar un poco por lo que a uno no le gusta”.
* La autora vive en Córdoba y es antropóloga. Agradece las sugerencias de Andrés Fernández para la redacción de este texto.