La autora narra desde Buenos Aires el proceso histórico que vivió Chile. Mira hacia la infancia del otro lado de la cordillera, imagina un nuevo amanecer que se abre desde el pacífico. Ese Chile de su pasado cambió, hoy, renace.
Por Estefanía Muñoz
Hoy es 25 de octubre. He estado esperando este día durante meses, siento el peso de mi espera en la boca del estómago, que se retuerce cada vez más. Imposible comer algo. Estoy muy nerviosa y alegre a la vez. Hoy es el plebiscito que definirá una nueva Constitución para Chile, la cual va a derrocar a la actual, confeccionada por una dictadura militar.I ría en colectivo, pero mi esguince y la pandemia me dicen que no es conveniente. Pido un Beat, que muchos llaman Uber, metonimias resultantes de estos tiempos. Me subo. El conductor tiene un tono amable. Es colombiano. Reconoce mi “sipo” constante y le cuento que voy a votar. El celular del conductor anuncia el destino. Avenida Antártida Argentina 1355, Dirección Nacional de Migraciones.Empezamos a conversar. A diferencia de otros conductores, él me habla bien del estallido social. Compartimos comentarios acerca de la situación en Chile y de lo que ha escuchado de amigos y clientes. Creo que en Chile él votaría por el Apruebo. Sorpresivamente, un conductor de una moto pierde la estabilidad y cae. Nos detenemos para ver cómo está. Me quiero bajar, pero el conductor me pide disculpas porque se le podría complicar si se baja del auto. Pueden creer que él lo chocó. Un miedo que se siente a veces por ser migrante. Otro conductor se baja de un auto para asistirlo y nos sentimos más aliviados. Llegamos. Se despide sonriendo y mientras me bajo me desea que ganemos.
Entro a Migraciones y veo una enorme fila, compuesta mayoritariamente por jóvenes. Me recibe la abogada del consulado. La reconozco porque varias veces fui a legalizar una firma que me permitía declarar mis honorarios durante el año en Chile. Al tener unos pocos pesos declarados, se me posterga mi larga deuda con el Estado y la Universidad. A pesar de hacer este trámite, se sigue generando mi deuda. Una deuda que me hace ser una deudora constante, una termina adoptando ese rol en cada momento, porque en Chile estudiar no es un derecho.
La abogada me indica que mi mesa es la 3. Me alegro, podré contemplar el edificio, las gigantografías en los muros de migrantes rodeados por una larga fila de chilenxs. Desde lejos queremos estar presentes. Muchxs se abrazan, a pesar de la lluvia se siente la calidez en el aire. A pesar de no conocernos, nos reconocemos en la tonada, en la excitación y en la ilusión que -presentimos- se esconde al final de este día. Compartimos este día, este cielo y las experiencias de vivir lejos de casa. No se trata solamente de una lejanía física. Desde acá podemos ver mejor las injusticias y desigualdades en Chile, esos modos de ver y de vernos también nos van alejando cada vez más. Estar lejos te proporciona una mirada distinta, te encuentras con un país diferente, donde la educación es gratuita, sus aguas le pertenecen, los sindicatos existen, se intenta lidiar con la economía y el desarrollo a través de la educación y la cultura.
En cambio, en Chile la educación cuesta, es el privilegio de una clase. Estudiar con 43 compañerxs es normal. De esos 43, es esperable que solamente uno entre a la universidad porque ls demás no pueden. ¿Por qué no pueden? Porque no escucharon, no prestaron atención, no comieron en casa antes de ir a la escuela. Tuvieron que esperar el desayuno de la escuela. Y al llegar el añorado desayuno, a correr como una estampida, alocadxs y contentxs para recibir -con suerte- una taza de leche aguada y algo para entretener el estómago. Y luego, la esperanza de que sea viernes para comer completos. En Chile nada es igual para todxs. Algunxs no conocen la Legua. No bajo de Plaza Italia, te dicen. Te dejo acá, no conozco la zona. No me suena el San Juan de la Aguada. Ahora que Lemebel entró en tu biblioteca (o que tu biblioteca entró en el mundo de las locas de Pedrito) te va a sonar, huevón. Salgo por mi barrio, Las Condes, o lo Barnechea, me dicen. Plaza Italia siempre es el límite. De la plaza de la Dignidad emanan figuras de fiesta por momentos. También de pena y lucha.
Me viene la imagen de una consigna parecida cuando era chica: la del Sí o el No, el plebiscito del 88. A los cinco añitos cantaba todo el tiempo: “Vamos a decir que no”. Mi abuela, cada vez que me escuchaba, me pegaba en la boca y me decía que si no me callaba vendrían por mí, como les pasó a los vecinos de enfrente, que habían sido reprimidos varias veces. A pesar de ello, conservaban el retrato de Salvador Allende en el living de su casa. Mi abuela tenía miedo de vivir enfrente de ellos y ese miedo me lo traspasaba a mí. Yo me escabullía para estar con ellos, porque sabía que ahí podría estar con los míos. Sin embargo, nunca pensé que seguiría existiendo ese miedo prolongado, incluso en la promesa de democracia que significaba esa elección y que derrocaría a Pinochet.
Hoy es un momento histórico. Espero que nuestros derechos sean reivindicados, que se piense en política de una forma libre y democrática. Que nuestros pueblos originarios sean respetados y enaltecidos. Que los políticos coludidos por años de la dictadura desaparezcan. Es un triunfo con muchas significaciones, una reivindicación de todos los que pusieron el cuerpo en las calles. Literalmente sus cuerpos. No ir a votar era más que una acción, era un modo de despreciar esta lucha, de ningunearla. Ese mirar para otro lado y seguir caminando ya no es posible. En cada paso resuenan los disparos contra manifestantes, en cada mirada están presentes las mutilaciones oculares, los muertos y las humillaciones de un pueblo cansado que estalló a partir de un 18 de octubre. Hoy se derroca una Constitución maligna en su origen y se cambia por una surgida del pueblo. Una Constitución que -esperamos- invada de amor y ternura a tanto dolor.