Por Mariel Karolinski. En esta segunda parte analizamos las implicancias de la normativa que regulariza la incorporación de jardines educativos comunitarios al sistema educativo formal y los debates sobre una deuda histórica con un derecho.
Una normativa que garantiza, pero abre debates
Ahora bien, ¿qué regula la norma aprobada? La ley reconoce e incorpora al sistema educativo formal la modalidad de educación comunitaria y establece un régimen específico de derechos y deberes de los trabajadores y las trabajadoras de dichos establecimientos.
Se entiende por educación comunitaria aquella que surge de la gestión de la comunidad y como resultado de instancias previas de organización colectiva para dar respuesta a demandas educativas insatisfechas, con un fuerte carácter transformador de la realidad circundante; que se impulsa frente a la ausencia de ofertas acordes a las demandas; que promueve la inclusión a partir de espacios de escolarización con una profunda impronta social; que conjuga elementos de educación formal y no formal; que propicia la praxis horizontal, de carácter solidario y colectivo, abierta a todos los involucrados en el hecho educativo, sin fines de lucro; que respeta las particularidades culturales de la comunidad de origen; que resulta coherente con el diseño curricular provincial; y que, en función de las características territoriales y de la matrícula que atiende, busca desarrollar metodologías de trabajo adecuadas al contexto.
Reconoce como educadores y educadoras comunitarias a quienes emergen de la comunidad para abordar procesos educativos y desde allí dar respuesta a las necesidades pedagógicas contextualizadas, incluidos/incluidas en procesos de formación continua y supervisión especializada a cargo de la Dirección General de Cultura y Educación (DGCyE), en tanto autoridad de aplicación. A partir de la ley quedan incorporados al sistema, con similares derechos que los que el estatuto provincial establece para docentes de gestión estatal, aunque su designación, así como la del personal en su conjunto, queda a cargo del establecimiento, en acuerdo con la DGCyE.
Finalmente, plantea que el Poder Ejecutivo destinará anualmente una partida presupuestaria específicamente a esta modalidad, haciéndose cargo no sólo de salarios, sino también de infraestructura y mantenimiento.
Lo que la norma no explicita -y que alimenta las críticas y desconfianzas- son los requisitos que deben cumplir los trabajadores de la educación para ser reconocidos oficialmente como personal del sistema (y no de la institución/organización), ni el modo como la modalidad de educación comunitaria será incorporada en las estructuras de la DGCyE. Lo que los medios ignoran -u ocultan, según el caso- es que esta ley cuenta con un anteproyecto presentado un año atrás donde sí se explicitaba que para aquellas instituciones que atendiesen alumnos en el tramo de edad obligatorio (4 y 5 años), y que contasen con educadores sin título docente, la DGCyE promovería “las medidas conducentes para que obtengan la titulación correspondiente”, valorando “especialmente la experiencia, validación y capacitación” de los mismos. Asimismo, estipulaba que las instituciones que se crearan una vez que la presente ley entre en vigencia, deberían “contar con educadores y educadoras comunitarios con título docente” para atender la matrícula de las salas obligatorias.
Que las evidencias y omisiones señaladas son el resultado de disputas políticas, y que a la vez, abren nuevos conflictos que se resolverán en función de los intereses y relaciones de fuerza en juego, puede ser una obviedad. Sin embargo, es justamente aquí que se vuelve imperioso desarmar las falacias cristalizadas en los titulares mediáticos, y que así planteadas, desplazan el foco del problema.
Jardines comunitarios con proyecto pedagógico y educadoras formadas
Surgidos como experiencias de auto-organización popular para el cuidado de la niñez en territorios urbano-marginales, donde la ausencia de oferta estatal era evidente, muchas de estas iniciativas asumieron en sus inicios un carácter fuertemente asistencial: “guarderías” de jornada completa con contención fundamentalmente alimenticia, a cargo de mujeres de la comunidad, muchas de ellas madres de los propios niños y niñas. Sin embargo, poco a poco, y producto de la sobredemanda, fueron convirtiéndose en “jardines”, subordinando la atención alimentaria al desarrollo de un proyecto pedagógico cada vez más especializado. Este proceso de institucionalización implicó la adaptación de los espacios y los tiempos a la organización prototípica de un jardín de infantes (división en salas por edades, por ejemplo); la progresiva adecuación de la propuesta a los lineamientos del diseño curricular para el nivel inicial, y el estímulo a la formación de las educadoras, la mayoría de ellas, ex alumnas; madres de alumnos y/o egresado; y familiares de los referentes de la organización. (In)visibilizadas públicamente como “madres cuidadoras” -rótulo bajo el que las políticas sociales neoliberales homogeneizaron a este conjunto heterogéneo de educadoras comunitarias-, estas mujeres fueron especializándose como trabajadoras con la primera infancia, a través de múltiples ofertas: desde cursos y talleres brindados por ONGs locales y extranjeras; propuestas específicas en el marco de programas sociales nacionales, provinciales y municipales; hasta la inscripción y titulación en profesorados de nivel inicial estatales y privados.
En este camino, también cambiaron los interlocutores oficiales en la lucha: de ser solo sujetos beneficiarios de las políticas asistenciales de las carteras de Desarrollo Social (sobre todo a través del Programa Unidades de Desarrollo Infantil -UDI-); en el post 2001, y en el marco de un clima de fuerte conflictividad social, sus demandas comenzaron a ser procesadas desde Educación, lo que puso de manifiesto algún tipo de legitimidad política de la experiencia construida y de los saberes y capacidades en juego.
En este contexto, sostener que se oficializa a la militancia sin título docente es, como mínimo, desconocer tanto la experiencia formativa de las educadoras como el constante incentivo que reciben de parte de coordinadores de los jardines y referentes de las organizaciones que los impulsan para participar de instancias de capacitación continua. Lejos de reproducir una experiencia educativa “pobre para pobres”, la lucha de estos colectivos es por la ampliación del derecho a una educación de calidad para la primera infancia, donde la especialización docente es asumida como eje central del proyecto. La ley aprobada, aún con sus ambigüedades y vacíos, es resultado del trayecto recorrido.