Por Leandro Albani*. Un niño en colegio de curas. Una enfermedad. Un cambio brusco hacia la educación pública-estatal. La lectura de una novela. Un recuerdo que se dispara. Una reflexión sobre la formación de los niños que luego manejarán los destinos del país**.
Fui a colegio de curas. Bueno, eran hermanos. Si mal no recuerdo todos muy católicos, muy biblia abajo del brazo, pero seguro cogían con mucha menos culpa que los sacerdotes clásicos.
Muchos de los que íbamos a ese colegio éramos medio pelo. Mi vieja prefería esa escuela privada porque, decía, yo iba a tener una mejor educación. Le creo a mi vieja con sus razones. Aunque no comparto ni medio esa idea. Lo sabe.
Pero éramos bastante medio pelo, clase media holgada, aunque sé que a algunos padres les costaba la vida llegar con la cuota a principio de mes.
Por suerte, en cuarto grado me cambiaron de colegio. Ese último año con los hermanos, para mí, fue una catástrofe. Teníamos doble escolaridad, de siete de la mañana a cuatro de la tarde. Mis pulmones en un momento dijeron basta. No me acuerdo demasiado, pero sé que ese año estuve bastante enfermo.
Pese a todo tomé la comunión, aunque los días anteriores me los pasé encerrado en mi casa tratando de recuperarme de la salud.
Uno de los tantos médicos que me vieron le dijo a mi vieja que por más penicilina y corticoide que me inyectaran, las mañanas frías me iban a destrozar.
Pasé a la escuela 2, a la tarde. Quedaba en la terminal vieja de colectivos. Paredes amarillas y manchadas de humedad, techos que con los años se vencían y caían, un patio de cemento gris, y los veranos cargados de calor y transpiración. Pero mis pulmones comenzaron a funcionar bien y, pese a mi timidez, en poco tiempo me hice algunos buenos amigos. El mejor, Huguito. Vivía cerca de la casa de mi abuela y nos pasábamos largas tardes jugando al fútbol.
Buena gente y buenos recuerdos de la escuela 2. Y un colegio público, algo que siempre le agradecí a mi vieja: que me cambiara a ese colegio.
En la escuela de curas, o hermanos, o como quisieran llamarse (lo importante para ellos era la cuota mensual); decía, en ese colegio seguramente se formaron varios tipos y tipas que ahora manejan algunos hilos del país: políticos, estancieros, empresarios exitosos.
Qué bueno saber que mi vieja me sacó de ahí.
Pero, ¿por qué se me vino este flash de recuerdo?
Porque leí unas líneas de 77, novela de Guillermo Saccomanno. Así escribe Saccomano, salvando distancias geográficas, él en Buenos Aires, yo en Pergamino: “Desde este lado de la ciudad se estaba en otra parte: había negocios de moda, mujeres elegantes, hombres bien trajeados. Hasta los que vestían de sport tenían un aire de estar caminando por los jardines de Windsor. Acá los chicos siempre eran, además de rubios, herederos”.
Eso es lo que son, ahora, esos pibes con los que compartí el colegio de curas: herederos. No todos, por supuesto, pero muchos sí. De formación católica y excluyente, conocedores desde pequeños sobre tierras y ganados, y defensores de esa máxima que sostienen, como sea y sin saber muy bien por qué: su capacidad de explotar trabajadores y peones se encuentra en la propia genealogía que los escupió al mundo; su naturaleza, piensan ellos, es obtener ganancias a cualquier precio. Son herederos de una patria que se construyó con sangre obrera, hipocresías de cabaret y alucinaciones de una verdadera Europa sudamericana para las generaciones futuras.
* El autor nació el 30 de junio de 1980 en la ciudad de Pergamino, provincia de Buenos Aires. Ha publicado los libros de cuentos Mapas nocturnos y En el barro.
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