Por Víctor Gomez. Una aproximación al Fado, la música de Portugal, la voz de todo un pueblo. Su andar orillero y nostálgico ofrecen un mano a mano con el tango (más) porteño.
Cuentan las historias como cuenta la lluvia. Hay ahí, en ese decir y caer, tanto de lo que se escucha y se ve, como lo que no, y como lo que de a poco se va mencionando, en un susurro, en el lamento, en cierta felicidad. Lenta, suave y tan profunda como una mañana de otoño, olvidada de todos los veranos, lejana de todo frío cálculo de pronóstico -y sus presuntas seguridades igual de heladas- es que sucede. Se atraviesa, se atravesará la existencia -propia y todas las posibles- entre tantos matices y contradicciones como que nos hundimos en la calidez de la pena, de la ausencia, capaces de alumbrar y de acompañar hasta que ya se sepa uno, y eso mismo que se fue, un recuerdo. Y entonces lo absoluto, lo puntual y lo concreto. Porque la historia no será otra cosa que lo que se evoca. Cada vez será así, mejorando, deseando, siendo los niños que se perderán encontrados, en una calle de piedras eternas o en el campo rebosante de juegos y todas las frutas que serán robadas. Ya no es ni será una búsqueda siquiera, sino más bien el acercar tantas distancias que se fueron haciendo angustia, con de tanto en tanto un puñado, un mojón de alegría.
Ahí un fado, como un tango, podrá decirse. Pero un fado ahí, a secas o sencillamente, es, envolviéndolo todo, dejando a las palabras su decir, mano a mano con una guitarra de un lado, bien española, y otra igual a la par, bien portuguesa. Una, un par de guitarras siempre, en un principio y al fin, y un piano también en algunas ocasiones. Y en el fado ahí, en esta tierra de apenas, no es otro el sitio que se respira que Portugal, con su Lisboa de tránsitos del mundo entero, con Amalfa y Mouraria en ella misma y en sus recovecos; en Coímbra, entretanto, un poco más allá pero tan igual de cerca.
Se sabe, se dice que fue escuchado alguna primera vez en el siglo XVIII, cuando su segunda mitad había comenzado o tal vez un poco más acá en los días transcurridos. Será un dato relativo, una excusa para rastrear jornadas de nacimientos, a desandar, si se quiere, el camino del alma en esos bordes y límites del antiguo mundo.
Un puerto de melancolías conduce a estrechas calles donde se intuye un cielo, tal vez también alguna estrella. De empedrados y luces tenues será el paisaje de fondo y de primera mano. Explicar, intentar acercarse a una música con palabras es, quizá, algo tan vano como querer explicar una poesía o el sentido de una vida. Pero de insensatas, aventureras ideas, afortunadamente, estamos hechos. Y aquí estamos, y aquí vamos, y encima vamos siendo.
Una voz dulce, largamente dulce se extiende en y con el fado. Están las excepciones de todos los casos, claro, donde impera cierta alegría. Pero, o aunque, como dice Pessoa, el fado puede que sea la fatiga del alma fuerte, porque no es ni alegre ni triste, solo formó el alma portuguesa cuando no existía y deseaba todo sin tener fuerza para desearlo.
“Almas vencidas, noches perdidas. Sombras bizarras, en la Mouraria, canta un rufián, lloran las guitarras, amor y celos, cenizas y lumbre, dolor y pecado, todo esto existe, todo esto es triste, todo esto es el fado. Si quieres ser mi señor y tenerme siempre a tu lado, no me hables solo de amor, háblame también del fado. Es el fado, es mi castigo, sólo naciste para perderme, el fado es todo lo que digo, más lo que no se decir,” canta Amalia Rodrigues, casi a contramano del poeta. Ella, quien, cuando el siglo pasado se partía, sería la que le pondría voz, cuerpo y corazón, como tantas y como ninguna, a esta música, a esta mirada de una parte de algo que también se hizo y deshizo para siempre.
También Mariza, Mafalda Arnauth, Mísia, Lucília do Carmo o Dulce Pontes lo dicen, lo cantan. Por capricho y arbitrio son algunas de las mujeres que bien saben del fado, las intérpretes que se pueden escuchar en otro inicio, como para comenzar a perderse y encontrarse otra vez, en esa música donde concurren perdidas felicidades, pero felicidades al fin.
Orillero como ese lugar en el mundo, el fado surge de un pueblo y a él vuelve. Para los que nada o poco tienen, expulsados del paraíso, fue creado, más allá de las oleadas de la moda y de lo que todo lo compra y todo lo vende. Sabedor es como nadie ese pueblo, en esa música y todos sus aromas, de que solo se trata de querer, que el resto son y serán imponderables.