Por Por Sebastián De Mitri
A las Madres de Plaza de Mayo, a 40 años de su lucha.
El tejido de Azucena sobre el vuelo de palomas, camuflada ante soldados que se dejan ver por detrás de libres picos y plumas. La supersticiosa letra ‘R’ que abre paso a los días jueves como día icono de la memoria para lxs militantes de los derecho humanos, de la vida.
Desesperación, desesperanza; calma y esperanza, las inevitables contradicciones que atan con fuerza día tras día el nudo del pañuelo blanco. Los codos entrelazados y algunos bollos blancos que se pierden entre las manos, manos que supieron alojar menos grietas que las que hoy llevan consigo, pero que cuando se cierran sobre sí mismas, se convierten en puños de todos los tiempos.
La información se susurra y a los ojos del terror, mejor esquivarlos; por ahora.
¿Qué se hace, cómo se hace y cuántas veces se hace? Preguntas que no tienen espacio en la memoria ni en el registro histórico de las luchadoras más inclaudicables de nuestro país. La espera de que el abrazo siempre vuelva trasciende las ‘cantidades’ de cada acto, de cada intento.
Supieron días en que nadie se acercaba, nadie preguntaba, pero muchxs miraban. ¿Será que cualquier transeúnte no quiere verle la cara al terrorismo de Estado?, ¿o tal vez evitar imaginarse los galpones repletos de pibxs, de militantes?
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“¿Qué se pensaban? ¿Que nos iban a llevar a nuestros hijos y nosotras nos íbamos a quedar de brazos cruzados? Aquellos tienen muy poca inteligencia, deciles. No pensaron qué hacer con nosotras y ahora tienen un problema”
“Éramos 14, llegamos a 70 (…), toqué el cielo con las manos”.
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Sobre la marcha fueron naciendo. Sobre la marcha, el grito de lxs compañerxs desaparecidxs nuevamente cobraba voz.
Sobre la marcha, la vida.
Imposible silenciar la marcha con muerte, y le hablo a la muerte: la muerte no acalla, muerte. La muerte hace gritar más fuerte. Sólo podés desarrollarte como mísero acto cobarde y reflejo del germen de tu miedo; por intentar callarnos: a ellas, a sus hijxs, a nuestrxs compañerxs, a nosotrxs, a nuestra historia, a nuestra marcha.
Aprendimos, muerte, que al igual que los cóndores, ambos temen a los pañuelos.