La Unión Europea recibió el viernes pasado el Premio Nobel de la Paz. Un evidente respaldo anímico y político para evitar la atomización de Europa, en el medio de la peor crisis económica desde la Segunda Guerra Mundial.
“El presidente no lo cree y lo considera una broma pesada”, sentenció irreverente el portavoz del presidente checo Vaclav Klaus, ante un puñado de periodistas que esperaban ansiosos una declaración sobre el recién entregado Premio Nobel de la Paz a la Unión Europea. En Praga, como en muchas otras capitales europeas, los reporteros de diarios y revistas de todo el mundo que tienen el privilegio de trabajar codo a codo con jefes de estado y gobierno aseguran que la reacción a la noticia fue la misma. “Debe ser una broma”, repetían asesores y funcionarios antes de llamar a Oslo para exigir una explicación. Pero de toda respuesta recibieron una confirmación.
El comité encargado de entregar anualmente el Premio Nobel de la Paz, conformado por diputados y senadores del parlamento noruego, decidieron premiar a la Unión Europea por haberse transformado “de un continente de guerras a un continente de paz”, desde la Segunda Guerra Mundial a hoy. Thorbjoern Jagland, presidente del comité y Secretario General del Consejo de Europa, resumió en un breve discurso ante la prensa lo que este premio significa. “Este es un mensaje a Europa para que haga todo lo posible para asegurar lo que ha logrado y siga adelante”. Es decir, un incentivo para que la UE “se esfuerce” y evite su desintegración, algo que evidentemente las altas esferas de la política internacional ven como bastante probable, como para entregar un galardón similar corriendo el riesgo de quedar en ridículo.
El premio Nobel de la Paz fue instituido para repartir la herencia del magnate sueco Alfred Nóbel, inventor del uso de la dinamita en excavaciones mineras, que antes de morir instruyó para que su fortuna fuese entregada anualmente “a la persona que haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz”. En su historia, el parlamento noruego ya ha hecho sendos papelones a la hora de indicar los ganadores. Como en 1906, cuando fue anunciado a favor del presidente norteamericano Theodore Roosevelt, propulsor de la Doctrina del Garrote en Centroamérica, o en 1919, al entregar el premio a Woodrow Wilson, otro presidente de los Estados Unidos que profundizó el yugo militar sobre América Latina. En 1976 el premio fue para Henry Kissinger, quien esponsoreó el golpe de Pinochet en Chile mientras bombardeaba Indochina, y cuando en 2009 el parlamento de Oslo anunció a Barack Obama como ganador, pocos sabían pero todos imaginaban que tres años después se podían contabilizar las víctimas de su ‘política de paz’, como los 3000 pakistaníes asesinados por aviones no tripulados estadounidenses.
Hasta Adolf Hitler fue nominado al Premio Nobel de la Paz en 1939, algo que da a entender cómo este galardón que quiere ser universal y objetivo esté atravesado por los avatares políticos y económicos de la época. Y en este momento el que recibe el premio es el ajuste. Desde el comienzo de la crisis económica mundial, en 2008, los países de la Unión Europea respondieron con un sinfin de iniciativas de corte neoliberal en la esperanza de encontrar en la rigidez impositiva y el apuntalamiento del sistema financiero una salida viable a su situación. En España, país quizás más golpeado por la debacle a causa de su monumental burbuja especulativa en el sector inmobiliario, el índice de miseria llegó recientemente al 26,4%, mientras se calcula que los diez financistas más ricos del país incrementaron sus haberes en un 8% en 2011 en la bolsa de Madrid. El desempleo en la Unión Europea trepó al 13,5%, con picos que superan el 25% en España y Grecia, seguidas por Letonia (19,6%), Portugal (18,5%), Eslovaquia (18,4%) y Lituania (18,1%).
La Unión Europea, galardonada por un parlamento que rechazó por tres veces consecutivas su inclusión en el bloque, fue elegida “por su contribución durante seis décadas al avance de la paz y la reconciliación, la democracia, y los derechos humanos en Europa”. A estos argumentos se le pueden objetar claras omisiones, como la participación de los países de la UE en las invasiones en Afganistán, Irak, Libia y más recientemente la financiación directa de los “rebeldes” sirios. O la producción y venta de armamentos a escala global -Francia, Alemania y Reino Unido figuran entre los cinco países con mayor producción armamentística del mundo-. Pero además, esta justificación del premio parecería dejar por fuera de la categoría de derechos humanos el empleo, los derechos sociales y económicos de la población europea, la vivienda -en España continúan los conocidos desahucios-, salud y educación -principal blanco de los recortes- y, en general, el estado social, joyita del pensamiento político liberal europeo de los últimos 200 años.
En fin, el presidente checo fue probablemente el último mandatario europeo en entender que no se trataba de una burla. Los millones de ciudadanos del viejo continente, probablemente aún lo crean.