Por Lucas Abbruzzese
A pesar de que sigan queriendo instalar lo contrario, los jugadores de fútbol son los dueños de la pelota, tanto fuera como dentro de la cancha. O al menos deberían serlo, e instalar ellos reglas del juego más justas, un reparto equitativo de las ganancias, mejoras de calidad para los del ascenso y calendarios más acordes a lo racional que a los intereses de unos pocos.
Hay un circo que se llama fútbol, manejado por empresarios de traje que nada saben de este deporte maravilloso al que lo convirtieron en una mercancía cada vez más patética. Los futbolistas, los verdaderos dueños del evento, se transformaron en personajes secundarios que obedecen calendarios, entrenamientos para nada idóneos con el juego y que, lo que es peor, no se rebelan ante los que exigen e inculcan que sólo sirve ganar, y de cualquier manera. Hacen falta jugadores que alcen la voz, que paren la pelota y piensen en un deporte integrador, equitativo, educador y ejemplo.
Pensar por qué no lo hacen es un buen ejercicio. Si no es algo en conjunto, está el riesgo de que esos pocos atrevidos queden relegados de sus planteles. ¿Miedo a dejar de cobrar? ¿Temor a ser apretados?
No. Ponerle un freno a toda esta barbarie e injusticia es necesario. Nada mejor para llevarlo a cabo que los únicos y reales dueños de ese circo: los que juegan. El fútbol necesita de jugadores con firmeza fuera del rectángulo donde se practican las acciones. De futbolistas desobedientes de los popes del negocio. Imagínense por un instante si pararan la pelota con el lema de “basta, esta locura no puede seguir. Así no vamos a ningún lado”. Que le digan “no” a jugar en la altura “porque en cualquier momento se va a morir alguien”. Que se piense en lo humano, en sus compañeros y no en que quienes practican el deporte son máquinas que van de acá para allá.
Jugadores, paren la pelota
El fútbol necesita de jugadores que paren la bocha y vociferen “basta por Cristian Gómez, quien se murió por no haber personas verdaderamente capacitadas, responsables e idóneas cuando ocurre un desvanecimiento en una cancha”. Y que, también, remarquen “no jugamos más porque Emanuel Ortega no murió por mala suerte, sino porque hubo alguien antes que habilitó irracionalmente una estadio con una pared de cemento pegada a la línea de cal”. Porque se podría haber evitado. Todo no pasa.
En el contexto de una dirigencia que se relaciona con los poderes y las barras, los únicos que pueden frenar todo esto son los jugadores. Ellos deben romper sus gargantas y sus cabezas para transmitir ideas, para que el deporte vuelva a ser inclusivo, educador, integrador, formador de personas y de espectadores. “El hincha tiene que venir a disfrutar, nosotros debemos brindarle un gran espectáculo”, puede ser un buen puntapié para el primer mensaje. No se trata de imponer qué deben decir, sino de pensar una manera para acabar y modificar un sistema corrupto y que altera el orden de las importancias a su conveniencia.
Que los que lo hacen no sean las excepciones, sino la regla. Ellos necesitan pisar la pelota, suspender el fútbol y gritar que “no puede ser que haya representantes y entornos que a los debutantes en primera división le prometan putas, fiestas y autos lujosos en vez de guiarlos y regalarles libros y pensar en un mundo mejor”.
Porque es también tarea de los futbolistas cuestionar el orden establecido, salirse de la comodidad y explicar: “No puede haber algunos que cobren millones y millones por mes mientras otros están con la obligación de, además de jugar, buscar otros trabajos para darle de comer a su familia”. Imagínense a Lionel Messi y a Cristiano Ronaldo (los de más renombre, como también podrían otros cientos), esos a los que la publicidad y la maquinaria los enfrenta porque eso vende, plantarse ante los poderosos y reclamarles por un calendario menos agotador. Seguramente serían seguidos por muchos. Si ellos no juegan, no hay negocio. Si ellos no juegan, se obliga a replantearse lo asentado. Si ellos no juegan, entre otros motivos, pararían aunque fuera momentáneamente, una maquinaria de miles de millones que aumenta mientras el juego y el espectáculo es cada vez más pobre.
Porque preguntarse a quién favorecen esos amistosos de estrellas en medio de sus vacaciones o los torneos de verano o tantos desmanes, también es saludable. Representantes, empresas de marketing y de marcas deportivas engrosan sus cuentas bancarias. Atrás, a lo lejos, queda lo humano del jugador, sus posibilidades, su físico y un espectador que es cómplice y que va compra, consume, gasta y renueva sin cuestionar nada.
Se hace imprescindible un fútbol con protagonistas que tomen la iniciativa de no jugar más ante cada canto xenófobo, racista y discriminatorio. Que no sólo se muevan para exigir premios sino para construir una sociedad mejor, llena de valores, de amistad, de saber perder y de inculcar que un torneo o un partido no es de vida o muerte. Un fútbol con jugadores que se quejen de las barras bravas, que no las apañen ni les pasen dinero. Que disparen dialécticamente: “Basta de mercenarios, de apretadas y de hinchadas a las que sólo les interesa el dinero, implantar el miedo y sus negocios alrededor del juego más apasionante del universo”. “Basta –y que convenzan– de la corrupción y de los políticos y policías metidos en cada acción de los delincuentes”. Futbolistas que exijan que se baje el precio en las entradas, que cualquier sector social tenga un fácil acceso al evento y que no excluya.
Un fútbol que se alimente de aquellos seres humanos que en sus tiempos se nutrieron de viejos sabios que, curiosamente, antes habían sido jugadores y no empresarios o gente del atletismo. Que fomenten los proyectos y, si no ocurre, que no vuelvan a rodar la pelota “hasta que pensar a largo plazo sea una cuestión de todos e imprescindible para acabar con la histeria, las presiones y las locuras”.
¿Y si se crea algún tribunal o comité conformado por aquellos idóneos con la tarea de formar, educar, capacitar en pos de un fútbol y un deporte saludable, de todos y que lleve las riendas de lo que se necesita?
Jugadores que paren la bocha y digan “no se juega más hasta que cada club no presente sus balances claros con los ingresos, los egresos, de dónde proviene el dinero”. Y que agreguen: “Cada institución debe apoyarse en que esto se trata de un lugar sin fines de lucro, por lo que los jeques y los empresarios multimillonarios están afuera del fútbol, algo que no les pertenece. Los clubes son de los socios”. Ponerle fin a la corrupción, el dinero en exceso y castigar a los culpables de las quiebras tanto de clubes chicos como algunos que fueron importantes. Y que consideren primordial “no incorporar a nadie mientras se deba un peso, algo que servirá para fomentar las divisiones inferiores”.
Jugadores que no sean cómplices de Adidas o Nike (para que quieren tanto dinero los futbolistas o cualquier persona) sino que le pregunten por quienes confeccionan sus productos, en qué condiciones laborales lo hacen y meterse en cuestiones más profundas que promocionar un botín o ropa deportiva. Futbolistas que en vez de instalar balones de oro (¡en un deporte colectivo!) den más de lo que reciba.
¿O acaso quién le puede reprochar algo al futbolista si decide parar el fútbol? ¿Dónde se esconderían todas esas lacras que viven de ellos y son millonarios gracias a lo que generan? ¿Dónde quedaría el negocio de pocos? Los futbolistas son los dueños del circo. Sin ellos no habría espectáculo. Por ende, no habría dinero en juego. Y entonces, estaríamos obligados a replantearnos qué queremos, hacia dónde deseamos ir, cómo y por qué.