Por Marta Dillon*
Era noche de fiesta y fue de sangre. La masacre de Orlando es la suma de todos los odios contra los que oponemos nuestros cuerpos disidentes, sudacas, travas, maricas, tortas, cada vez que salimos a la calle tiznados de brillo y abrigados de besos. Nuestros besos disidentes, aquí y allá, dan espanto.
Dolor y rabia. Todas las palabras que fluyen y las que no fluyen están atravesadas por el dolor y la rabia. Los nombres de las víctimas, sus rostros, sus barbas candado sobre la piel marrón, y los rostros que no vemos, los de los pocos nombres femeninos que quedaron ocultos detrás de la palabra “gay”, que siempre quedan ocultos detrás de esa palabra. ¿Habrá sido Kimberly una lesbiana? ¿Habrá sido Shane una trans? ¿Cuántas trans perdieron su nombre con su vida? ¿Amanda era Amanda o su nombre era en masculino hasta que una bala se llevó su pulso y dejó a la intemperie su cadáver y su documento? La masacre de Orlando es la suma de todos los odios contra los que oponemos nuestros cuerpos disidentes, sudacas, travas, maricas, tortas, cada vez que salimos a la calle tiznados de brillo y abrigados de besos. Era noche de salsa y de merengue, de bachata y reguetón, noche latina, una noche para que disfruten quienes saben que sus vidas valen menos aun en Orlando donde el español o el espanglish es lengua mayoritaria, esos cuerpos racializados saben que importan infinitamente menos que los blancos, mucho menos aun si no cumplen con la heterosexualidad obligatoria. Era noche de fiesta y fue de sangre. Y un hilo de rabia y dolor se tensa a lo largo del continente y con los nombres que empiezan a aparecer de las víctimas de Orlando recitamos también los nuestros, los que sabemos porque comunitariamente rescatamos del olvido: Pepa Gaitán, Diana Sacayán, Noelia Ruiz –trava asesinada en Mendoza la misma noche en que masivamente dijimos ¡Ni una menos!. Y los que no sabemos pero nos debemos, los diez cadáveres apilados después de que un macho entrara a disparar en un boliche queer de Xapala, en México; otras dos travestis asesinadas en este país a los largo de mayo, cada adolescente que se suicida en silencio porque no tolera la máquina de violencia de la heterosexualidad obligatoria aun con matrimonio igualitario, aun con los gestos lavados mil veces del supuesto “gay friendly”.
No en nuestro nombre. Nuestros besos espantan y también por eso nuestros besos son tan dulces. Nuestros besos disidentes, nuestros aquí y allá, dan espanto. Los nombró el padre del asesino, dijo que el espanto latía en el dedo de su hijo cuando apretó el gatillo aunque esto se intente sepultar bajo el nombre del país de origen –Afganistán- del padre en cuestión, detrás de una posible vinculación con el Estado Islámico, en busca de nombrar éste como un acto terrorista que pueda ser reprimido con más policías, invasiones armadas, militarización de la vida cotidiana, más odio racializado contra musulmanes. Vaya oportunidad que encontraron para decir ahora que no importa si eran putos, travestis, trans o tortas los cuerpos que faltan, ahora resulta que somos todos. Justo en el mes del orgullo lgbtiqp, justo a tiempo para militar las marchas, para meter miedo a quienes estaban preparando sus brillos para salir a la calle, cuidado que pueden dispararte. Nunca importamos pero ahora sí podríamos servir para cerrar fronteras, poner a salvo valores occidentales, bañar de sangre otros territorios. No en nuestro nombre, nuestras luchas, las de los cuerpos disidentes, están enlazadas con las luchas de todos y todas los oprimidos. No hay orgullo en el odio al islam. Y sí nos importa qué clase de vidas fueron amputadas: eran vidas disidentes, eran maricas, travas, trans y tortas; esas que dan espanto porque a pesar del dolor seguimos bailando, porque sabemos tanto de la pérdida que cada vez que nos besamos en plena calle y a la luz del día o de la discoteca estamos mellando un poco más el cielo de la normalidad que insiste en nombrarnos como diversidad, como excepción que confirma la regla de a cada hombre una mujer y a cada mujer su media naranja que si no quedará sola y a la deriva, media mujer sin destino.
No es fobia. Nuestras vidas siempre fueron relatadas mayoritariamente por el diagnóstico o la judicialización. Se habla de homofobia y de xenofobia, pero se trata de odio. Las fobias están descriptas en los manuales médicos o psiquiátricos, el odio es lo que campea en la calle, lo que se lee en el cuerpo de las y los masacrados. Qué importa si el asesino era de origen afgano o había coqueteado con el fanatismo religioso, era sobre todo era un hijo sano del patriarcado que ya había descargado su violencia contra la mujer con quien se había casado. No es un monstruo, es un hombre que supo escuchar lo que la sociedad susurra en su oído: que hay un modo correcto del estar en el mundo, que contra lo que te da miedo se puede disparar –y comprar armas en el gran país del norte es tan fácil como llevarte un café del starbuck. Que el “estilo de vida” se defiende con sangre, que la paz se conserva con muerte. No hablemos más de fobias, no hay medicación ni tratamiento para esto. Lo que hay es un sistema heterosexual, patriarcal, capitalista que pretende modelar nuestros deseos –y tantas veces lo consigue-, que otorga privilegios a los varones blancos, privilegios que no se resignan y que se suponen naturales, que nos obliga a organizar la vida cotidiana en la lógica de la acumulación de objetos, prestigio y supuesto amor filial para que sigamos reproduciendo fuerza de trabajo y buenas anteojeras que impidan mirar al costado, sentir empatía con el dolor, conjurar la tristeza con pastillas. Hablemos de odio. Lo que susurra este sistema en el oído de los ejecutores es odio, lo que pone en sus manos convirtiendo a las armas letales en un objeto más de consumo es herramientas de disciplinamiento que tal vez después se disparen contra ellos mismos pero con el acto de descontar unos cuerpos más que desde antes no contaban ya consumado. ¿Qué diferencia hay entre esto y el paraíso prometido por el Estado Islámico para quienes den su vida por la causa? Ninguna. El asesino de Pulse no hizo más que realidad los sueños clandestinos de tantos y tantas que odian todo aquello que podría poner en riesgo la seguridad de que hay un “estilo de vida” en el que estar a salvo de las revoluciones posibles del deseo.
Sobre las lágrimas, nuestros besos. Las imágenes del duelo llegan rápido desde el norte hasta este confín helado, las redes sociales las reproducen igual que reproducen las respuestas airadas de quienes no van a cuadrarse en la lógica punitivista que busca capitalizar nuestro dolor para seguir armándose y alimentando el odio. Despertar no fue fácil el domingo, la noche del sábado todavía me rodeaba con sus brazos, habíamos compartido el primer fes-teje de la Colectiva Lohana Berkins, en la boca tenía bordados los besos dados y los recibidos, en el cuerpo los abrazos. Travas, maricas, tortas, trans, bailamos y cada vez que tomamos aliento se escuchó el grito de “Justicia por Diana Sacayán” y la memoria en el “¡presente!” por Lohana Berkins. En los cuerpos de las dos el odio y la exclusión podían leerse cuando las despedimos, desgarrados nuestros corazones y nuestras comunidades. Y sin embargo de esas ausencias esa fiesta, del silencio de sus voces esta organización que cada vez que toma la calle deja huella. La noticia de la masacre de Pulse fue un baño de lágrimas sobre el rastro de las caricias de madrugada. Y enseguida hubo comunicaciones urgentes, enseguida los hilos que nos atan empezaron a tensarse entre quienes nos sentimos parte de esas comunidades disidentes de la heterosexualidad obligatoria que sigue preguntando a niños de cuatro años si ya tienen noviecita como si fuera un juego inocente. Estas comunidades en las que me inscribo sabemos del dolor, sabemos de velorios tempranos, sabemos del odio y sabemos sobre todo de la potencia del deseo. Ese que nos hace reír cómplices aun frente a los cadáveres amados porque sabemos que así honramos sus trayectorias vitales, besándonos sobre la muerte, bailando contra el miedo, abrazándonos muy fuerte, aquí y allá porque todo lo que tenemos es a nosotr*s, un tejido amplio y abierto que no marca género, que no termina de nombrarse como comunidad en singular porque todavía está tejiendo sus redes pero que sí sabe nombrar a quienes faltan y no vamos a permitir que ahora se diluya nuestro dolor en un duelo políticamente correcto. No. Estos muertos, estas muertas, las reconocemos como propias.
Y por ellas y por ellos volveremos a besamos, con furia y con deseo, porque viv*s nos queremos.
* Publicado originalmente en Revista Anfibia.