Por Mariana Komiseroff. Protagonizada por Carlos Portaluppi, la puesta de Claudio Tolcachir en Timbre 4 fue una de las joyas del año teatral argentino. Este fin de semana son sus últimas funciones, a no perdérsela.
Emilia es la última creación de Timbre 4. Es también, al igual que en La omisión de la familia Coleman y en El viento en un violín, un drama familiar. Claudio Tolcachir utiliza a la familia como estructura del relato. Es la excusa, el ambiente donde los personajes manifiestan aquello que al autor y director le interesa retratar: los miedos e inseguridades.
Las familias de las que se ocupa Tolcachir son ensambladas, disfuncionales, retratadas en estos tiempos donde la mentira de la familia tipo se viene desmoronando hace rato. La desesperación, en principio pasiva, de Walter (Carlos Portaluppi) por sostener un orden que el mismo no pudo establecer, se disfraza de buena intensión por criar a un hijo que no es suyo y porque, al menos en apariencia, desea hacer feliz a una mujer que tampoco es suya. La idea de posesión del personaje al igual que un pater familias sobre el resto de los integrantes se ve legitimada en el hecho de ser el proveedor.
Cuando las relaciones de parentesco no tienen la obligatoriedad de la sangre, el peso del vínculo puede volverse una carga, una deuda dolorosa. Leo, el hijo de Carolina (Adriana Ferrer) tiene la responsabilidad de ser el hijo elegido de Walter. Debe ser lo que Walter quiere que sea. La manipulación es casi imperceptible cuando el amor es la herramienta de control que se utiliza.
La construcción de la masculinidad es un tema presente, enunciado en los juegos que Walter tiene con Leo. En la manera de demostrarle cariño de forma violenta, aunque esa violencia sea sutil, simbólica.
A través de Leo (Francisco Lumerman), el hijo adolescente en espejo con la adolescencia de Walter, se puede pensar en cómo sobrevaluamos la infancia. Cómo miramos los recortes desde un presente adulto que obvia los momentos de soledad y desamparo. Hay que protegerse, ya sea creando recuerdos nuevos u olvidando anécdotas que lastiman. Tal vez para sostener el absurdo de la infancia siempre feliz es que se inventa eso de que el pasado fue mejor. En la obra de Tolcachir, Emilia (Elena Boggan) trae su cariño de nodriza intacto y con él, fragmentos de esa niñez que la vida nueva de Walter no admite en su memoria.
Emilia para mostrar ese pasado lleva adelante la narración, entra y sale del racconto con una naturalidad que no necesita otro recurso que su potencia actoral. Auspicia de maestra de ceremonia del ritual íntimo de las escenas de la familia recién mudada. El caos ordenado, inaccesible como todo caos de una casa que no te pertenece, es mostrado de la mejor manera, con una escenografía hermosa, a cargo de Gonzalo Córdoba Estévez, que delimita el espacio escénico.
Emilia es la eterna cuidadora, aunque el tiempo le haya deparado un peor destino que ese, y el amor que le entregó a Walter de niño estuvo valuado en el precio que los padres de él le pagaban como sueldo. Tal vez por esto sus relaciones futuras también deben regirse por el mismo sistema de intercambio.
Recomiendo efusivamente Emilia, invita a la reflexión y conmueve porque si bien todas las familias son un poco miserables, Tolcachir muestra la dosis justa sin golpes bajos. Situaciones extremas mostradas con sutileza, en las que uno puede reconocerse en los personajes y solidarizarse con ellos.