Por Gonzalo Reartes. En esta entrega de nuestras notas sobre películas para revivir, ya sea online o revisando viejas videotecas, te acercamos una mirada sobre Taxi Driver, en un nuevo aniversario de su estreno.
Prostitutas. Drogadictos. Suciedad. Cines pornográficos. Proxenetas. Violencia. Paranoia. Calles de mala muerte. Un ex marine mentalmente inestable y con problemas de adaptabilidad social post Vietnam. Taxi Driver ha logrado, con el paso del tiempo, convertirse en una película de culto. Un clásico que resiste el paso del tiempo.
Es una de esas películas que golpean al espectador en la mandíbula. Lo sitúa en el contexto de la época y, sobre todo, en el ambiente. El Nueva York oscuro. Las calles habitadas por los personajes tenebrosos de la sociedad. Esos que no pueden dormir. Esos que se alimentan y mueven en la oscuridad de la noche como aves nocturnas, que deambulan como muertos vivos buscando algo, buscando amor, buscando excesos, buscando lo que sea.
La actuación de Robert De Niro es brillante. Nada nuevo puede decirse de este actor. A través de los años nos ha dado retratos de papeles sumamente diversos, extremos y complejos. En este caso particular, su rol como Travis Bickle, nos lleva un poco más allá. Nos obliga a leer entre líneas. A interpretar silencios. Travis es un solitario. Alguien que no puede dormir por las noches, que pasa las horas nocturnas recorriendo la ciudad en colectivos y subtes y decide que bien podría dedicar su insomnio a matar esas horas conduciendo un taxi y recibiendo dinero a cambio.
Pero hay algo más en él. Algo más profundo. Algo que escapa a los diálogos y al relato realizado por él mismo. Algo nos transmite su rostro. Desolado. Ojeroso. Hasta, a veces, sin vida. Tiene la mirada de alguien que vivió el infierno en primera persona. Martin Scorsese (quien incluso tiene un pequeño papel, como un marido desengañado y cocainómano que quiere asesinar a su mujer porque ésta le es infiel) juega con los primeros planos para transmitir esta idea de que el silencio ensordecedor de un rostro puede decir mil cosas distintas. De Niro le entrega vida a cada uno de sus personajes y esta no es la excepción. Como rol que lo catapulta al reconocimiento masivo, entrega una de las interpretaciones más duras e impresionantes de la historia del cine del siglo XX.
Harvey Keitel (Matthew) se pone en la piel de un proxeneta típico de la época, un explotador sexual de mujeres que se conduce con una violencia teñida de cierta calidez. Escoria entre escorias, administra el tiempo y cuerpo de una jovencísima Jodie Foster (Iris), una prostituta de 12 años y medio con fama de satisfacer ampliamente los deseos y fantasías de sus clientes. Travis desciende al infierno de la oscuridad newyorkina a rescatar a Iris. Y es allí donde toda la locura, donde toda la demencia, toma su curso.
La violencia, las armas, la muerte, la paranoia, todo se mezcla en un torbellino del que el espectador no puede apartar los ojos. Sube al cuarto con ella. El cafiolo le pide dinero a cambio de la habitación. Ella quiere complacerlo. Él quiere salvarla. Ella lo llama “Señor”, le afloja el cinturón, le baja la bragueta. Él la toma por los hombros y la empuja, le dice que se detenga, sube su bragueta y le dice que no está allí para tener sexo con ella sino para rescatarla. Ella le dice que cuando no está drogada no tiene dónde ir, que los explotadores sexuales la cuidan. Que la protegen de ella misma. Él se encoge los hombros, la mira sorprendido y dice “bueno, lo intenté”. Sin embargo no es el fin. Volverá a intentarlo. Volverán a verse. Se despiden. Adiós, dulce Iris.
Pero en el medio de toda esa tiniebla regada de sangre y pensamientos turbios, hay lugar también para el amor. Travis se enamora del personaje de Cybill Shepherd (Betsy), un ángel que se mueve entra los escombros de las ruinas de una ciudad gris y permanece intacta. Betsy trabaja en la oficina de propaganda de un Senador que es candidato a presidente y se mueve entre slogans populistas (“Nosotros somos la gente”). Ella accede en un primer momento a una cita con Travis pero corta abruptamente la relación cuando éste la lleva a un cine porno y se conduce torpemente con ella, producto de su clara inestabilidad emocional y social.
El fin de esta relación trae otra vez la oscuridad a la vida de Travis y alimenta su resentimiento hacia las mujeres en general (“Ella es como todas, todas son iguales, frías y distantes”) y hacia una sociedad poblada de personajes turbulentos. Compra varias armas, asesina a un ladrón, afeita su cabeza como un mohicano, le habla al espejo al tiempo que desenfunda una pistola (“¿Me estás hablando a mí?”) y da a una de las escenas más aplaudidas de la historia del cine. La tensión se acumula y desemboca en una inevitable tormenta de violencia. La violencia llueve desde todos lados y Travis permanece intacto. También sucumbe a esa violencia. Es herido. La sangre lo alcanza. Las balas también. Le disparan en el cuello, en el brazo. La sangre tiñe de rojo las paredes. Pero en los ojos del espectador permanece intocable.
Los clásicos hacen eso. Exceden al tiempo. Sin dudas Taxi Driver ha logrado elevarse y permanecer en esa categoría. La energía del final se va diluyendo (con la musicalización ideal, un jazz suave) y en la mente del espectador, que apenas se está reponiendo al tremendo huracán de escenas violentas y psicóticas, resuenan las palabras de Travis: “Escuchen imbéciles de mierda, aquí hay un hombre que va a cortar por lo sano, un hombre que va a hacer frente a la chusma, a la prostitución, a las drogas, a la podredumbre, a la basura. Un hombre que acabará con todo eso.”
Es el taxista que viene a acabar con todo lo malo, no en nombre de la religión, ni de la política, ni de la espiritualidad, ni del progreso. Sino en nombre de la locura. De la locura de sobrevivir una guerra, de la locura de ser testigo de lo que ofrecen las calles cuando los ciudadanos respetables se van a dormir. De la locura que habita a lo largo y ancho de un mundo donde la violencia y la paranoia laten debajo del asfalto. Es la soledad enfrentando a la sociedad. El débil contra los poderosos. Es un héroe en un mundo de villanos. No hay final feliz. No hay princesas fieles. Taxi Driver es un relato crudo. Crudo, como la vida misma.