Por Florencia Puente y Facundo Martín / Foto: Pablo Carrera Oser
Segunda y última parte de nuestra entrevista exclusiva con Horacio Tarcus, uno de los intelectuales indispensables para abordar la realidad desde una mirada universal, a la vez que profundamente latinoamericana.
En esta segunda y última entrega de nuestro extenso diálogo con el intelectual argentino Horacio Tarcus, el fundandor del CEDINCI centra su mirada en la actualidad de la izquierda argentina y en el proceso electoral en curso.
-Respecto de la apertura del FIT, ¿qué tipo de relación pueden tener los movimientos sociales con la izquierda tradicional? ¿Cuál es tu valoración de la izquierda tradicional en este contexto de reactivación, con otro posicionamiento en el escenario político nacional?
-Soy muy crítico de las microestructuras de poder y disciplinamiento de la izquierda tradicional. Esto no es un juicio de valor sobre sus miembros, gente valiosa, que dedica su vida a la militancia. Es una visión crítica sobre las formas de subjetividad (de sujeción, diría) que producen estas microestructuras, como el aislamiento respecto de lo social, la división del trabajo jerarquizante (la dirección piensa y el militante activa), el dogmatismo teórico, el catastrofismo en los análisis, el exitismo en sus balances… Son estructuras endógamas, que cocinan todo dentro de su microclima, que piensan la política en relación de exterioridad con lo social.
En los términos de su imaginario, sólo crecerán masivamente con la Revolución proletaria; entre tanto crecerán molecularmente, individualmente, captando cuadros del movimiento social (llámese sindicato, centro de estudiantes, piquete o asamblea barrial). Son estructuras pequeñas, muy sólidas (que tienden a su autoreproducción) y al mismo tiempo muy frágiles (cualquier disidencia deriva en fractura).
El FIT encierra una gran paradoja: nacido de un acuerdo de última hora entre el PO y PTS (de otro modo no superaban las PASO), se convirtió sin quererlo en un polo de agregación de las izquierdas. La coyuntura de impasse del kirchnerismo, heredado por candidatos de centroderecha, y de fragmentación del centroizquierda, le proporcionó una ayuda inesperada. La situación es interesante: esa izquierda radical sabe que no posee un voto cautivo, y tiene por primera vez la posibilidad de hacerse oir más allá de la pequeña orga, de llegar a ese votante eventual para ganarlo a su causa; tiene una voz no sólo en el periódico partidario o la asamblea estudiantil, sino en la gran prensa, los medios, el parlamento incluso. Una izquierda que hasta ayer sólo levantaba programas maximalistas con vistas a la revolución social, se encuentra de pronto pensando en tiempos de relativa estabilidad sobre políticas de salud, políticas educativas, urbanismo, seguridad… Ya tienen diputados, y después de las elecciones de julio y octubre podrían conquistar algunos más.
La gran pregunta es, entonces, si se limitarán a una mera adaptación propagandística a esta audiencia mayor, si se acotarán a la actividad parlamentaria como mera denuncia y propaganda partidaria, o si esta exigencia de producir discurso para amplias mayorías y sus prácticas parlamentarias tendrán efectos sobre estas férreas estructuras. Si estas experiencias empujasen a la izquierda radical a comprometerse en transformaciones reales en un municipio, una provincia, el parlamento, es posible que se produzca un cuestionamiento, al menos un cortocircuito en su modo de pensar la política en el que todo quedaba suspendido hasta el día de la revolución.
En otras palabras: el discurso del fin del capitalismo es para pequeñas minorías. Si la izquierda quiere salir de su pequeño gueto tiene que ir más allá del discurso denuncialista: debe acompañar la experiencia de los trabajadores y las grandes masas que alimentan expectativas de mejoras dentro del capitalismo. Si no las acompañan, ceden como hasta hoy el lugar a los partidos reformistas.
Ahora bien: acompañar estas luchas no es necesariamente reformismo. Reformismo es creer que aún las reformas más radicales pueden conquistarse en el marco del capitalismo. Y catastrofismo es, a la inversa, creer que el capitalismo es un sistema estructuralmente incapaz de garantizar democracia, salud, educación, vivienda… El sistema no va otorgar nada de esto por concesión graciosa, desde luego, pero son conquistas que, hasta cierto punto, pueden arrancarse al capitalismo, y que puede concederlas sin desmoronarse. Yo creo que las experiencias latinoamericanas de los últimos 15 años muestran que son posibles aún dentro del capitalismo conquistas importantes para los trabajadores y los sectores populares. Conquistas impensables para la izquierda radical apenas unos años antes: Guillermo Lora, por ejemplo, hablaba de la “inviabilidad de la democracia en Bolivia” en el marco del capitalismo, imposibilidad que la experiencia del MAS vino a desmentir.
El capitalismo se ha revelado mucho más flexible de lo que creyeron Marx, Lenin, Trotsky o Rosa Luxemburg: es un sistema con siglos de historia, sujeto a crisis periódicas pero también capaz de alimentarse de ellas. La experiencia de los socialismos reales mostró, por la negativa, que el mercado es una institución secular, que llevamos internalizada, que funciona con eficacia y que no puede abolirse por decreto el día después de la revolución. Entonces, es necesario preparar, en el seno mismo del capitalismo, experiencias que lo excedan, como espacios y experiencias de decisión colectiva a expensas de los automatismos del mercado. Para la izquierda leninista, esto es reformismo o utopismo. Creo que hay que dejar en suspenso esos motes, y acompañar, articular todas las experiencias que quieran explorar los límites del capitalismo. La revolución no es un hecho puntual, es un proceso de ruptura estructural, y también de transformación subjetiva. No habrá necesidad de revolución sin deseo de revolución. Un deseo que tiene que exceder a un centenar o a un millar de militantes profesionales, que no se puede imponer sobre quienes no lo tienen.
Respecto de la apertura del FIT a los movimientos sociales, soy algo escéptico, pero es posible que la experiencia de la que vengo hablando propicie transformaciones o grietas dentro del esquema de la izquierda radical. También la militancia compartida puede ayudar al diálogo. En principio, son formas muy distintas. Las organizaciones de tradición leninista piensan la política en relación de exterioridad con lo social. En cambio, experiencias como las del FPDS no sólo se diferencian por sus formas de militancia más horizontales, asamblearias y reticulares, sino que se constituyen como formas de organización social atravesadas por lo político pero ajenas a la política.
Esquematizando, podríamos decir que ellos quieren que la política capture lo social (basta recordar la experiencia de las organizaciones trotskistas en las asambleas barriales de los años 2002 y 2003); los otros, que lo político ponga en tensión la política, el orden. Ellos quieren construir poder desde la política, ellos poder popular desde lo social. Es posible que, en el contexto de una experiencia compartida, muchos de ustedes se asombren de la eficacia de las organizaciones leninistas, pero también muchos leninistas podrán descubrir formas más horizontales, menos burocráticas, más libertarias, de militancia.
Mi apuesta es por la nueva izquierda pero creo que el diálogo y los intentos de acción conjunta son positivos, pues la vieja izquierda no desaparecerá de improviso. Probablemente muchas de las pequeñas organizaciones o sus militantes se recompondrán y formarán parte de algún nuevo espacio, si logramos generarlo. No creo que haya que imitar modelos, pero hoy tenemos a la vista en los países más castigados de Europa que un frente de izquierda es una opción de poder viable (Grecia), o que una nueva izquierda es posible (Podemos, en España).
–¿Por qué crees que la “nueva izquierda” no pudo generar aquí ese tipo de opciones?
–Creo que el sistema político en general y el peronismo en particular han mostrado una capacidad de recomposición inesperada en plena crisis de 2001 o 2002. Ahora sabemos que esas grietas no quedan abiertas mucho tiempo, pero el movimiento social entonces no lo sabía. En su apuesta porque la crisis permaneciera abierta, los espacios de autonomía fueron sobrepasados por la enorme voracidad política del peronismo (el kirchnerismo en este caso). La nueva izquierda tiene además retos muy grandes. Por un lado, está el peso de la vieja izquierda. El comunismo ha desaparecido, pero el trotskismo sigue activo en una enorme cantidad de grupos y grupúsculos, y en buena medida obtura el espacio. Por otro, y más importante, está el peronismo con su enorme capacidad de adaptación a las más diversas circunstancias, afirmándose por izquierda o por derecha. Es más difícil la construcción para la izquierda argentina que para la chilena o la uruguaya, teniendo enfrente a un movimiento como el peronista que en sus momentos progresistas demuestra una gran capacidad de cooptación de lo social (Perón 1945-52, Cámpora-Perón 1973, Kirchner 2003-08), y en sus momentos regresivos revela su capacidad de control y represión (Perón 1952-55, Perón-Isabel 1974-76, Menem 1989-99).
–En relación con eso, ¿qué límites o potencialidades le ves a la idea de construcción de poder popular?
-Lo que habitualmente se denomina poder popular es una forma de construcción hegemónica que tiene a lo social como escenario privilegiado; pero solo se termina de constituir en la medida en que se mide con el poder del Estado, y para eso es necesario que entre en la arena política. Esto significa intervenir también en el juego electoral, sin agotarse en él. Implica una intervención de lo político que se muestre capaz de poner la política en cuestión.
–¿Entonces, hasta que el poder popular no se expresa en una disputa de poder institucional, se trata de simple antagonismo?
-Efectivamente, y un antagonismo que, como muestra la experiencia zapatista, si no encuentra las vías para retroalimentarse, también se puede debilitar. El otro riesgo es la cooptación: si estas formas de poder social no encuentran a tiempo su propia forma política, es posible que sean cooptadas por movimientos políticos tradicionales, o emergentes. Les propongo un ejemplo histórico. El sindicalismo revolucionario, que se confunde con anarcosindicalismo, fue una tradición muy interesante que movilizó millones de trabajadores en todo el mundo. Fue muy importante en Argentina en la primera mitad del siglo XX. Postulaba al sindicato como una forma que no sólo protegía al trabajador del capital y el Estado, sino también como el espacio sobre la cual se organizaría la sociedad futura. Era contrario a la acción parlamentaria y consideraba que la política dividía a los trabajadores.
Diversos historiadores mostraron que el sindicalismo fue la base de sustentación del peronismo emergente. Perón apareció ante los sindicalistas como un hombre providencial, exterior a la política, que les ofrecía una alianza entre corporaciones (Ejército y sindicatos) donde cada asociación, sin mediación de la política, tendría su lugar establecido y reconocido en el Estado. Fue una forma de insertar a los sindicatos en una política que aparecía como no política, en sintonía con el discurso del sindicalismo. Ya conocemos el final de la historia: la liquidación del Partido Laborista después de las elecciones de febrero de 1946 que le dieron el triunfo a Perón, y una alianza entre peronismo y clase obrera que ya dura, no sin tironeos, 70 años.
En fin, quiero decir que el momento de la hegemonía política es irrenunciable. No desconozco que la construcción política implica otro riesgo: quedar atrapado en el juego de la política, que el nuevo partido se asimile a la lógica de la eficacia y a los tiempos de la política existente, que vaya renunciando insensiblemente a su vocación disruptiva, a su voluntad de anticipación utópica. Ahí está justamente el dilema de construir algo nuevo. Pero creo que vale la pena intentarlo.
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