Por Darío Cavacini
Durante este mes se cumple el aniversario del nacimiento de la terapia electroconsulviva (TEC), popularmente conocida como “electroshock”. Aprovechamos la efemérides para referirnos a esta terapia invasiva y con una larga historia de daños irreversibles en las y los pacientes y para pensar en la necesidad de que la psiquiatría deje de ser represiva para ser más humana. En esta primera parte, su creación y los efectos adversos.
Las décadas de 1940 y 1950 son recordadas dentro del mundo médico psiquiátrico como épocas de grandes avances y desarrollos, entre los que se destacan la creación del manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales (DSM), el surgimiento de la psicofarmacología y la masificación de una serie de tratamientos para curar “enfermedades mentales” tales como la leucotomía, el coma insulínico y la terapia electroconsulviva (TEC), popularmente conocida como electroshock.
Este último “logro” fue uno de los más mentados y rápidamente difundidos en occidente como una novedosa manera de expulsar los dolores psíquicos a través de la corriente eléctrica. Cien años después del nacimiento de la psiquiatría y del manicomio (como lugar específicamente médico, propicio para la “cura”) se producía otro intento por “humanizar” la vida de las personas internadas.
El iluminado, esta vez, fue el neurólogo italiano Ugo Cerletti, quien luego de observar en un matadero cómo lo cerdos se tranquilizaban al recibir una descarga eléctrica antes de ser faenados, diseñó y probó en un paciente humano la nueva técnica. Era abril de 1938 y en colaboración con su colega Lucio Bini, experimentaron por primera vez la TEC en una persona diagnosticada con esquizofrenia, que presentaba delirios, alucinaciones y confusión. Su idea era que a través de su uso se podrían “limpiar las mentes de los pacientes enfermos para que vuelvan a empezar de cero, imprimiéndoles una nueva personalidad”.
De esta forma relataba el propio Cerletti la experiencia: “Fui al matadero (…). Colocaban en las sienes de los cerdos unas grandes pinzas metálicas que estaban conectadas a la corriente eléctrica (125 voltios) (…). Los cerdos quedaban inconscientes, agarrotados, y unos segundos más tarde se agitaban como consecuencia de las convulsiones, como sucedía con los perros que utilizábamos en nuestros experimentos (…). Sentí que podíamos aventurarnos a probarlo en personas.
Tan pronto como se introducía la corriente, el paciente reaccionaba con una sacudida, y los músculos de su cuerpo se agarrotaban; después quedaba tendido en la cama sin perder la conciencia (…). Se propuso que deberíamos dejar al paciente descansar durante un cierto tiempo y repetir el experimento al día siguiente. De repente, el paciente, que evidentemente había seguido nuestra conversación, dijo claramente y con solemnidad, sin las incoherencias que decía habitualmente: ‘¡Otra vez no! ¡Es mortal!’”.[i]
Pronto se creó un mercado que apoyó la causa: numerosas investigaciones que daban cuenta de los beneficios de esta técnica eran realizadas por las propias empresas fabricantes de la maquinaria implementada en las sesiones. Los resultados obtenidos en estas investigaciones científicas obviaban la mayoría de los efectos adversos causados y se centraban sólo en las supuestas mejorías observadas.
Cómo anular la humanidad
Es necesario repasar algunos de estos efectos no deseados de la TEC para intentar comprender el alcance de los daños provocados en quienes han sido víctimas de su implementación:
Durante los primeros años, el electroshock fue utilizado en seco, sin anestesiar previamente a los pacientes, lo cual provocaba quebraduras en la columna vertebral y la mandíbula principalmente, y daños en los músculos a causa de la tensión que generaba la corriente eléctrica. Fue recién a partir de la década de 1960 cuando se comenzó a implementar barbitúricos anestésicos con el objetivo de disminuir el sufrimiento que causaba.
En algunos casos se registraron daños cerebrales irreversibles como hemorragias, necrosis, amnesias y disfunciones cognitivas severas. Walter Freeman, el médico que introdujo la TEC en Estados Unidos, argumentaba que cuanto más grande era el daño producido, mayores serían las probabilidades de que remitan los síntomas. Según su idea, un paciente podía pensar con mayor claridad y de manera más constructiva con una parte operativa de su cerebro más pequeña.
Uno de los usos principales de la TEC era tratar personas con depresiones graves sobre las cuales se habían implementado previamente otros tratamientos, pero no habían tenido el resultado deseado. Sin embargo, la tasa de recaídas en las depresiones, durante los primeros 6 meses de aplicado el electroshock, promediaba el 90 por ciento.
Otro efecto contradictorio de esta técnica era que luego de su aplicación en personas con riesgo de suicidio, muchas de ellas, aturdidas por los recuerdos de la corriente eléctrica recorriendo su cuerpo, se quitaron la vida. El suicidio del escritor estadounidense Ernest Hemingway, luego de meses de sesiones electroconvulsivas, es un claro ejemplo de aquello.
Como nunca se pudo comprobar la relación directa entre este tipo de hechos y la TEC, las muertes no fueron tenidas en cuenta como consecuencias de esta técnica, sino solamente como manifestaciones del estado en que se encontraban aquellas personas y que no pudo ser revertido, ni siquiera con la aplicación de este método milagroso.
Con profunda ironía, el poeta Jacobo Fijman ilustraba la ineficacia de la TEC: “Los médicos me aplicaron el electroshock. Seguramente veían en mí un mal que pretendieron expulsar con la electricidad. Y ciertamente parece que me hizo bien. Hace años que no me resfrío”.[ii]
A pesar de los efectos colaterales causados, esta pseudoterapia fue rápidamente difundida por el mundo occidental como la solución a los problemas sin resolver que durante décadas les habían quitado el sueño a psiquiatras, neurólogos y psicólogos.
Teniendo en cuenta los enormes riesgos que conlleva su implementación, la discutible eficacia terapéutica demostrada, sumados al abuso, la humillación y el menosprecio que produce, cabe cuestionarse por qué el electroshock fue una práctica con un arraigo tan fuerte dentro de la disciplina psiquiátrica, y por qué, todavía hoy, sigue siendo validado como método para tratar enfermedades mentales.
[i]John Read, Loren Mosher, Richard Bentall. Modelos de locura, Herder, Barcelona, 2006.
[ii] Jacobo Fijman, Obras completas, Del Dock, Bs. As., 2005, pág. 20.