Por Miguel Mazzeo – @mazzeo_miguel
“Sólo a una humanidad redimida le corresponde enteramente su pasado”
Walter Benjamín
La denominada “Teoría de los dos demonios” es un fenómeno político-discursivo que creíamos en retroceso. Sin dudas perdió terreno entre 2003 y 2015. Pero la situación de los últimos años nos muestra una reversión. Y es que el pasado se modifica según la relación de fuerzas en el presente. Ahora, esta Teoría, parece reactivarse como paradigma hegemónico de la derecha. Nuevamente se apela a ella desde el Estado para distorsionar en la sociedad la compresión del pasado y del presente. Por eso conviene volver sobre ella, para denunciar sus fundamentos y sus objetivos.
Esta Teoría, como se sabe, encontró su formulación más concreta en el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, específicamente en el prólogo de Ernesto Sábato al Nunca Más: “A los delitos de los terroristas las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor, produciendo la más grande tragedia de nuestra historia…”.
La equiparación de víctimas y victimarios no es precisamente el punto más falible de esta Teoría. Uno de los pilares sobre los que se erige, parte de la identificación en los demonizados y las demonizadas de un supuesto “culto a los medios” y una concepción de los objetivos como “meras coartadas”. De este modo, el “culto a la violencia” negaría por un lado los anhelos de liberación, justicia y transformación social de toda una generación y, por el otro, los objetivos reaccionarios de quienes abogaban por la reproducción del sistema de dominación por la vía de un ordenamiento social jerárquico y por la vía de la concentración de la riqueza en pocas manos. ¿Se pueden explicar las atrocidades del nazismo, por ejemplo, sólo a partir del funcionamiento de sus instancias burocráticas? ¿Los métodos no fueron plenamente funcionales a los objetivos?
Para esta Teoría ambos demonios “violaron las leyes” y eso los equipararía. La Teoría no toma en cuenta el sentido de la supuesta “violación” ni las características de esa legislación, los intereses que afectaba y los que perpetuaba. Tampoco repara en una paradoja: quienes defendieron y defienden esta Teoría no pueden dejar de reconocer que la violación sistemática de esa ley por parte de la Dictadura Militar condujo, en última instancia, a una renovada vigencia de las mismas. Es decir, en algún punto deben reconocer que los militares violaron la ley porque la ley estaba en peligro y porque sus mecanismos usuales resultaban insuficientes para autodefenderse. Los sectores que apoyaron la sistemática violación de la ley se convirtieron luego, una vez erradicado el “mal” que atentaba contra ella, en sus sostenedores. Esta Teoría, tras la fachada de la doble condena, oculta la justificación del Terrorismo de Estado. Por eso siempre funcionó como garantía de impunidad y gestó nuevas impunidades.
Esta Teoría generaliza retrospectivamente una situación. Sin hacer distinciones sociales, de clase o de grupo, afirma que en 1976 toda la sociedad estaba igual de aterrorizada por la guerrilla y la triple A. Tras esta afirmación se oculta el supuesto -pocas veces explícito- que sostiene que la mayoría del país consintió “en los hechos” el golpe de Estado, aportando así a la fundamentación de la teoría autoritaria del consenso “tácito” o “pasivo” que supuestamente prestan los argentinos y las argentinas cuando reclaman orden.
Por otra parte, esta Teoría escinde al pueblo de sus organizaciones a través de la noción de “masa vacante” y de sus esquemas binarios: pueblo-dirigentes, pueblo-agitadores, pueblo-infiltrados. Además reduce al sujeto social que impugnaba objetivamente al sistema de dominación a una de sus expresiones (la que por otra parte estaba en crisis y en retroceso hacia 1976): los grupos armados. ¿Y los trabajadores y las trabajadoras?
Las Fuerzas Armadas buscaron suprimir la gravitación de la sociedad sobre el Estado y la intervención “positiva” de éste sobre la sociedad. Sostenían que lo primero atentaba contra la concentración del poder en pocas manos, contra la “racionalidad” de la gestión administrativa mientras que, en forma paralela, consolidaba la capacidad de presión/impugnación de amplios sectores sociales. Planteaban que lo segundo -que remitía a la redistribución de la riqueza- favorecía la cohesión de los sectores populares.
Durante la Dictadura Militar el Estado se encargó de reconstruir las relaciones entre los intereses de las clases dominantes y sus propios intereses. Los militares aparecen como los salvadores del Estado, de un Estado que no podía canalizar el conflicto social, que no podía tener iniciativas claras en apoyo de los grupos dominantes, sin “desestructurar” a los sectores populares. Sobre esa desestructuración se consolidó un nuevo bloque de poder que impulsó las políticas neoliberales.
Finalmente esta Teoría niega los itinerarios de la Dictadura Militar que aún permanecen inconclusos. La reflexión sobre la Dictadura ha girado muchas veces alrededor del tópico de su posible retorno y de la necesidad de generar los mecanismos idóneos que acoten esa posibilidad: la apuesta fuerte a la consolidación del sistema institucional, la práctica activa de la memoria, una sana pedagogía que disponga las nuevas generaciones a la posición del “nunca más”. De este modo, todo el problema se reduce a una cuestión de “educación cívica”. El horror se congela y se transforma en puro pasado. Sólo se trata de garantizar su irrepetibilidad, ignorando una forma de dominio que sólo difiere de la anterior por sus atributos externos y formales.
Existe una realidad siniestra que una sociedad por hipócrita o por golpeada tiende a negar: la Dictadura está con nosotros y nosotras, aunque aparentemente el tiempo transcurrido la haya convertido en algo lejano y extraño. La principal certeza de la Dictadura es la supervivencia de sus efectos. La pregunta en torno a las posibilidades de que regresen los tiempos del horror no tiene sentido. Vivimos en él aunque se nos presente con otros ropajes: miseria, descomposición social, impunidad, impiedad, destrucción del espacio público. Sobre todo: la reedición en nuevos “formatos” de la violencia institucional y policial. Su aliento remite al espanto y es el espanto.
La Teoría de los dos demonios intenta convencernos de que la garantía del no retorno al tiempo del “caos” y el “horror” pasa por aceptar el dominio de los sectores dominantes y por aprender a convivir, resignadxs y promiscuxs, con sus efectos.