Especial #SomosMultitud. Hay un hilo que une a lxs artistas con su público. Ésta es una historia de sueños cumplidos y de hilos que se tejen para perdurar.
Por César Saravia/ Foto DarbaCulture
A mediados de los 90, San Salvador comenzaba a parecer lo más cercano a una ciudad normal. El sonido de las balas de finales de los 80, ya sonaba como un eco, como una pequeña brisa que sobrevivía en los ojos de sus habitantes. El toque de queda era sustituido por la hora de la fiesta. Los bares abrían para liberar expresiones culturales que habían estado amarradas. Ahí se trasladaban las utopías inconclusas, las narrativas que quedaban de una revolución que no llegó. Con la firma de los Acuerdos de Paz, nadie ganó la guerra, aunque muchxs la perdieron.
En ese entonces yo vivía junto a mi madre en el municipio de Mejicanos, en los alrededores del complejo habitacional de la Zacamil. En esos días lo que más se escuchaba en las radios era el pop mexicano y la salsa venezolana. Los círculos más “under” decantaban por la Trova y el rock alternativo. En casa, mi madre aprovechaba los ratos en que mis hermanxs y yo estábamos en la escuela para escuchar la música de Víctor Jaramillo, Mercedes Sosa, Pablo Milanés, y por supuesto Joan Manuel Serrat.
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La primera vez que Serrat llegó a El Salvador fue en 1975. El mismo año en que, entre otros, fueron asesinados el poeta Roque Dalton y el sacerdote jesuita, referente de la teología de la liberación, Rutilio Grande. Fue el año en que Serrat se tuvo que exiliar en México luego de que en una conferencia condenara al régimen de Franco y se solidarizara con la postura de México de solo reconocer a la Segunda República Española.
En ese entonces mi mamá tenía 19 años y vivía en la ciudad de San Miguel, a tres horas de San Salvador. Pese a que a esas alturas ya conocía la música de Serrat, eligió quedarse en su ciudad para celebrar el “Carnaval”. Unos años más tarde El Salvador entraría en un conflicto armado que duraría 12 años. Dicen que las segundas oportunidades tardan en llegar. Mi madre, tendría que esperar 36 años para poder ver en vivo a su cantante favorito.
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A Pacita, mi mamá, siempre le gustó cantar. Cada tanto se ponía al frente de un mariachi para cantar en algún cumpleaños o en las celebraciones del Día de la Madre de la escuela. En los 90, algunas noches cantaba en bares junto a su amigo Max y en los encuentros familiares con mi tío Manuel. Nunca lo hizo profesionalmente, aunque seguro le habría gustado. Pero pasa algo diferente cuando canta la música de Serrat. Sus ojos se cierran y pareciera cantar con la intensidad de quien vive una pasión. Hay un hilo tenso invisible que junta a un músico con sus seguidores, deben combinarse varias cosas, el sentimiento, la época, las vivencias, todo eso une a un artista con su público. Entre Pacita y Serrat, siempre estuvo ese hilo.
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Cuando supe que Serrat llegaría a El Salvador en 2011 y que el concierto era en homenaje a los 100 años del nacimiento de Miguel Hernández, tomé los pocos ahorros que tenía y compré dos entradas de general para mí y mi mamá. No lo pensé mucho, supongo que no había mucho que pensar. El concierto fue en el teatro del Centro Internacional de Ferias y Convenciones, el equivalente a lo que sería la “Rural”, en Buenos Aires. Un anfiteatro con capacidad para unas 15 mil personas y con una acústica ideal para la orquesta que acompañó al cantante catalán. Contrario a lo que se podía pensar, respecto al rango etario del público, el concierto reunió a personas de todas las edades. Supongo que su llegada era todo un acontecimiento para un país que 20 años de derecha ultraconservadora habían privado de todo tipo de músicos, desde Silvio Rodríguez, pasando por Molotov, ¡y hasta Fito Paez y Julieta Venegas! Eso, o que ese hilo de Serrat llegó a más de una generación.
Pacita y yo nos sentamos en el centro del anfiteatro, cerveza en mano, nos preparamos para escuchar un concierto que duraría casi dos horas. Ahí, Serrat presentó los temas de su disco Hijo de la Luz y de la Sombra con temas inéditos y poemas de Miguel Hernández musicalizados. También hubo tiempo para los clásicos, “aquellas pequeñas cosas”, “mediterráneo”, “pueblo blanco”, “Señora”, “La fiesta”, “Esos locos bajitos”, etc. No recuerdo otra vez que mi madre y yo estuviéramos en el mismo lugar disfrutando de la misma manera. Ahora, cuando un continente de distancia nos separa, y un virus nos mete a todxs en la casa, cierro los ojos y recuerdo ese día.
Muy elocuente en su presentación, Serrat contó la historia de un músico brasileño que se tomaba descansos cuando cantaba mientras el público se quedaba solo entonando a todo pulmón las canciones sin siquiera darse cuenta de que el cantante ya no estaba. Algo similar se repetiría en ese concierto. Serrat confesó que había ciertos temas que no incluía por miedo a olvidar la letra, mientras el público al fondo pedía “Penélope”. Tomó su guitarra y empezó a cantar, luces del escenario apagadas, orquesta en silencio y el anfiteatro entonando al unísono la canción. Como había anticipado, se le olvidó la letra, pero casi nadie lo notó. Volví a ver a Pacita cantando y fue como si fuera ella la protagonista y alrededor, un público extasiado, le hiciera los coros.
Cuando terminó el concierto, luego del clásico tema extra, Pacita aprovechó para ir del sector general a platea (que era más caro) y pararse frente al escenario. Yo la seguí un poco despistado. En ese momento, Serrat asomó la cabeza por el escenario, caminó con su guitarra y cantó “tu nombre me sabe a hierba” en un anfiteatro que se había quedado solo y frente a unas 30 personas. Ahí, mi mamá extendió su mano para saludar a Serrat y éste sujetó la suya. Hay un hilo que une a lxs artistas con su público. Ese día, Pacita, hizo ese hilo más fuerte.