Por Juan Aldecoa*
Una semifinal, un penal sobre la hora y un insulto. Además de un viaje imposible desde Uruguay para ver a Peñarol contra Vélez Sarsfield en Liniers. El club del Maestro Tabárez y el relato en primera persona del periodista deportivo uruguayo.
– “Erralo, Santi”.
– “La concha de tu madre, Juan. La concha de tu madre”.
El diálogo retumba en nuestras cabezas hasta hoy. Casi siete años pasaron de esa noche del jueves 2 de junio de 2011. El lugar, Liniers. El rival, Vélez Sarsfield. Las sensaciones, únicas. El estadio José Amalfitani estaba repleto, pero a nosotros no nos importaba nada, porque éramos muchos más que ellos –porque esto es Peñarol–. La caravana mágica que salió desde todos los rincones de Uruguay y se unió en Buenos Aires ya parecía presentir, sentir, que algo inmenso podía suceder esa noche. Y emprendimos viaje nomás hacia la ciudad que no duerme; éramos Mauro, Cristian, Pulla, Paulo, yo y una banda de gente desconocida en un ómnibus que de sano solo tenía la estructura.
El partido fue terrible. No les miento, había 10.000 personas en la tribuna visitante de la cancha de Vélez. Muchos, como nosotros, habían llegado con entada, pero tantos otros se rescataron ahí mismo, durante el día, de noche, o vaya a saber cómo. Creo que fueron los 90 minutos más sufridos de mi vida, aunque seguramente exagere: la vida junto a vos es un cúmulo de alegrías y sufrimientos que se renuevan todas las semanas. Toda la vida.
Les decía que el partido fue terrible, y no me dejarán mentir. Matías Mier puso el 1-0 para Peñarol y el cielo estaba más cerca. Pero faltaba muchísimo. Como en la ida Peñarol también había ganado 1-0 con un cabezazo hermoso de Darío Rodríguez, la final de la Libertadores estaba a un pasito. Pero nunca te podés confiar con estos equipos. En la última jugada del primer tiempo lo empató Fernando Tobio, ¡uf! Era evidente que nada iba a ser fácil. En el segundo tiempo se nos vinieron y apareció Santiago Silva para el 2-1. Quedaban a un gol de la clasificación y había que apretar los dientes; aparte, empezaron a cantar y se venía abajo el estadio. Quedaba más: Martínez, uno de los habilidosos de ellos, nos estaba enloqueciendo. Darío quiso hacer la de Darío, la perdió, Guillermo se tiró pero la pierna de Darío le hizo penal al Burrito Martínez. No se puede creer. Estaban a un gol de meterse en la final y tenían el penal a favor del Tanque Silva. Estábamos afuera, ya fue.
–“Erralo, Santi”.
–“La concha de tu madre, Juan. La concha de tu madre”.
Y ahí el diálogo del cielo. Andá a saber por qué a Juan Manuel Olivera, nuestro matador del área, se le ocurrió decirle eso a Santiago Silva. Después sabríamos que la relación era extra futbolística y que entre ellos son padrinos de sus hijos. ¿Por qué se le ocurriría al Flaco Olivera decirle eso a su compadre? Desesperación, le llaman. Y ahí fue el pelado. Y el resbalón. Y la pelota afuera. Y la locura y las lágrimas. Seguíamos con vida y quedaban todavía poco menos de quince minutos, los más largos de la historia del fútbol mundial. Y terminó y estábamos en la final de la Libertadores, algo que soñábamos de niños. Unos días después el Santos de Neymar nos robaría la ilusión, pero quién te quita lo bailado y las imágenes del final, todos juntos, de visitante.
Y Alejandro González, y el Chiche Corujo, y el Tony, que no jugó pero era capitán en el banco y después lo echaron y lo trajeron los mismos dirigentes que lo habían echado de su casa, y el Lolo, y Seba Sosa, y Aguiar, y Freitas y Albín y los chiquilines Pastorini y Mac Eachen, y Carlitos Valdez, que se las comió todas unos años después, y Diego Aguirre, la Fiera, que otra vez, como en el 87 volvía a rugir contra el alambrado y el “buena, carajo” que salió por Fox y retumbó en todo el país, en toda América y en el mundo –porque para nosotros vos sos el mundo–, y todos nosotros, y el llanto eterno y el sueño de toda la vida, de todos los niños y las niñas que nacen en Uruguay y se les pone una pelota abajo del brazo y una camiseta de Peñarol y la obsesión de ganar la Copa que nosotros no pudimos ver y nuestros padres, madres, abuelos, abuelas –mi abuela– sí gozaron. Y estábamos ahí, acariciando la gloria. Como en las viejas épocas. Como nos habían contado que era nuestro Peñarol, el de Spencer, Joya, el Tito, el Indio Olivera, el de los gurises de 1987 con el Maestro Tabárez a la cabeza. El Peñarol de los milagros.
*Periodista de La Diaria, Uruguay.