Los movimientos feministas vienen interpelando con fuerza las políticas públicas de salud. A su vez, las mujeres indígenas interpelan al Estado y a los propios movimientos feministas. Entender la salud como un proceso dinámico, complejo y colectivo permite analizar los desafíos que surgen en la construcción de perspectivas sanitarias con enfoques de géneros e interculturales. Estos no conllevan directamente una salud indígena y feminista, pero pueden (o no) ser un buen comienzo.
Por Luciana Mignoli para Revista Soberanía Sanitaria / Foto: Camila Lasalle Ramírez
Comenzar a ilusionarse con la construcción de políticas de salud indígena y feminista amerita revisar algunos diagnósticos, detectar los principales obstáculos y asumir cuáles pueden ser los mayores desafíos al interior del sistema de salud.
Se puede empezar -por ejemplo- por desterrar esa idea muy extendida que supone que los pueblos originarios habitan únicamente en áreas rurales. Como si solo pudieran vivir en un desierto, una montaña o en el medio del monte. Este imaginario no es casual y proviene del genocidio indígena en el cual se fundó este Estado-Nación.
Desde mediados del siglo XIX hasta entrado el siglo XX, se desarrollaron las llamadas “Campañas al Desierto”, una serie de operaciones cívico-militares que se realizaron fundamentalmente en las regiones de Pampa, Patagonia y Chaco, con el objetivo de someter violentamente a las poblaciones originarias para apropiarse de sus territorios y así expandir las fronteras.
Esa avanzada fue acompañada de una construcción discursiva del sujeto indígena como un “otro” salvaje y peligroso, ideas que aún perduran en el imaginario social con adjetivaciones y connotaciones extranjerizantes. Además, la palabra “desierto” proponía una idea de vacío de civilización que justificara el accionar represivo. Pero paradójicamente, era un desierto poblado de comunidades indígenas.
La construcción discursiva del sujeto indígena como un “otro” salvaje y peligroso aún perdura en el imaginario social con adjetivaciones y connotaciones extranjerizantes.
Antes no había indígenas y ahora tampoco. En la actualidad, la presencia indígena se encuentra sistemáticamente negada , más aún en los centros urbanos. Sin embargo, uno de cada cuatro integrantes de pueblos originarios reside en la ciudad de Buenos Aires y el Conurbano, mientras que a nivel nacional siete de cada diez viven en ciudades. El despojo territorial y la falta de oportunidades laborales y educativas empujaron a las familias y comunidades a migrar y a asentarse en periferias urbanas desde hace ya varias décadas.
La información fue sistematizada por Sebastián Valverde y equipo en el cuadernillo «¡Qué va a ser indígena si es mi vecino!» publicado por el Instituto de Ciencias Antropológicas de la UBA, en donde se advierte otra falacia muy generalizada, “la cual sostiene, que los integrantes de los pueblos originarios supuestamente ’dejan de ser’ indígenas cuando migran a las ciudades y que por lo tanto ´pierden su cultura’, que estaría asociada a ’lo rural’ como ámbito ’natural ’ de pertenencia”.
Esos imaginarios heredados del genocidio constituyente también atraviesan a los equipos de salud y a las políticas sanitarias al momento de pensar en estrategias de salud interculturales. Se olvida la enorme cantidad de población originaria que habita en las grandes ciudades y sus periferias. Por eso, conocer que tanto en el monte como en el cemento compartimos con una gran cantidad de naciones indígenas es vital para construir una salud colectiva donde convivan las diversidades.
Plurinacional
Hace más de quince años le consulté a un comunicador qom del Impenetrable chaqueño cuál sería la definición más correcta para hacer una nota sobre estos temas. Indios, indígenas, aborígenes, pueblos originarios… “Ninguna”, me respondió. Explicó que justamente la necesidad de agrupar distintas identidades en un solo concepto era un problema no-indígena; y que el peligro en realidad era presuponer que se puede unir a un qom, un selkman, un pilagá y un moqoit bajo una misma denominación.
Ese es justamente otro error muy usual que aparece una y otra vez en nuestras prácticas de salud interculturales: entender a “los pueblos originarios” como si fueran un todo homogéneo.
Actualmente el Estado reconoce al menos 36 pueblos indígenas, lo que no quita que a futuro se sumen nuevas identidades ya que la persecución y el terror instalados por aquel genocidio originario traspasaron las generaciones e hicieron que el autorreconocimiento indígena sea un proceso dinámico y complejo.
Hasta ahora, el Registro Nacional de Comunidades Indígenas (Re.Na.C.I.) enlista a los pueblos: Atacama, Chané, Charrúa, Chorote, Chulupí, Comechingón, Diaguita, Guaraní, Guaycurú, Huarpe, Iogys, Kolla, Kolla Atacameño, Lule, Lule Vilela, Mapuche, Mapuche Tehuelche, Mocoví, Mbya Guaraní, Ocloya, Omaguaca, Pilagá, Quechua, Ranquel, Sanavirón, Selk’Nam (Ona), Tapiete, Tastil, Tehuelche, Tilián, Toba (Qom), Tonokoté, Vilela, Wichí.
Cada una de estas etnias tiene su propia cultura y lenguaje, sus formas de entender la salud, los géneros, la procreación, la vida, la muerte. Además, al interior de un mismo pueblo las cosmovisiones no son monolíticas, si no que tienen variaciones en cada territorio y comunidad, de acuerdo a sus trayectorias y contextos. Esa es otra equivocación usual que denota una mirada esencialista: por ejemplo, la creencia de que una persona o comunidad mapuche tiene que tener la misma visión sobre determinado tema de salud que la globalidad de la Nación Mapuche que vive a ambos lados de la cordillera.
Por supuesto que estas particularidades complejizan el desafío a la hora de llevar adelante políticas de salud universales. ¿Cómo elaborar políticas universales sin homogeneizar ni arrasar con las diferencias? ¿Cómo llevar adelante estrategias efectivas ante una pluridiversidad de culturas, cosmovisiones y contextos?
La falta de conocimiento de las complejidades y múltiples variables que se cruzan en el campo de la salud intercultural hace que muchísimas veces (algunas con buenas intenciones y otras, como una mera cuestión ornamental) se lleven adelante iniciativas que solo “traducen” a algunas lenguas indígenas el modelo médico hegemónico: imperativo, jerárquico, machista y etnocéntrico. Y aquí otra vez el Estado definiendo cuáles son esos pocos pueblos que merecen una traducción sobre las casi 40 naciones.
¿Cómo elaborar políticas universales sin homogeneizar ni arrasar con las diferencias? ¿Cómo llevar adelante estrategias efectivas ante una pluridiversidad de culturas, cosmovisiones y contextos?
Otro de los riesgos no menor, es desarrollar experiencias sanitarias que se pretenden transformadoras pero quedan ancladas en una mirada paternalista y exotizante de lo indígena porque repiten imágenes estereotipadas y reeditan la misma asimetría de poder que intentan cuestionar. De hecho, casi nunca tienen a pobladores originarios como hacedores de su propia salud.
En efecto, en 2016 el “Área de Salud Indígena” (que estaba en la órbita del Programa Médicos Comunitarios) pasó a ser programa (Resolución 1036) pero con un cambio en la nomenclatura muy particular: “Programa Nacional de Salud para los Pueblos Indígenas”. Ya no es “salud indígena” si no “salud para pueblos indígenas”, nombre que menciona a los pueblos originarios como destinatarios y no como protagonistas.
Feminismos indígenas
El 3 de junio de 2015 se realizó la movilización más multitudinaria de la historia Argentina contra la violencia machista: “Ni una menos”. Si bien fue un hito por su masividad y porque instaló la preocupación por la violencia de género en la agenda pública y política, lejos está de ser un comienzo. Las luchas del movimiento de mujeres, lesbianas, trans y travestis tienen un largo recorrido en todo el país con luchas profusas, diversas e imposibles de sintetizar.
Para pincelar la línea histórica, se puede mencionar desde la Huelga de las Escobas (o de inquilinos/as) en 1907 que marcó la irrupción de la mujer en el liderazgo de un conflicto social, las Madres de Plaza de Mayo que llevan más de 40 años pidiendo memoria, verdad y justicia, los ya 33 encuentros nacionales de mujeres, las emblemáticas “Marchas del Silencio” en Catamarca por el femicidio de María Soledad Morales y manifestaciones por el divorcio, la educación sexual, el aborto, el matrimonio igualitario, la identidad de género, entre tantas otras.
No obstante, no se puede desconocer que -tras más de un siglo de historia feminista- a partir del primer “Ni una menos” se incrementó la militancia, la presencia en las calles y se diversificaron las luchas. Con esa nueva ola, lograron hacerse más visibles los feminismos indígenas que, por supuesto, también tienen sus propios trayectos y recorridos de larga data.
Las mujeres indígenas participan del Encuentro Nacional de Mujeres desde el primero en 1986. Si bien hace algunos encuentros atrás comenzó incorporarse la temática “pueblos originarios” a la grilla de talleres, el reclamo para que sea rebautizado como encuentro “plurinacional” es cada vez más fuerte.
También asumieron en los últimos años roles políticos y sociales que hoy se visibilizan hacia dentro los movimientos indígenas, feministas y de la sociedad en general. La estrecha relación de los diversos pueblos originarios con la naturaleza y el territorio fue quizás el motivo por el cual las mujeres indígenas han tomado un papel muy activo en las luchas por lo que algunas denominan el “buen vivir”: un concepto relativo al equilibrio y la armonía con el entorno, una idea de salud plena y en movimiento.
Manifestaciones públicas, marchas kilométricas, largos acampes y hasta huelgas de hambre. De las diversas formas fueron ocupando en nuestro país un lugar preponderante en las luchas por el agua, por la soberanía alimentaria, por el cumplimiento de las leyes de emergencia territorial y de bosques nativos, por el acceso a educación, salud y vivienda dignas, contra el extractivismo, el fracking, la megaminería y el desmonte, entre tantas otras.
En nuestro país, las mujeres, lesbianas, trans y travestis indígenas que dan estas peleas no se autoproclaman explícitamente ecofeministas (movimiento surgido en Europa en los años 60 que se expandió en la India), ni feministas comunitarias, ni poscoloniales ni decoloniales. No al menos globalmente. Pero sí muchos colectivos se reconocen directamente antirracistas y anticoloniales.
Una frase surgida del XIII Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, que se realizó en Perú en 2014, resume la relación medioambiente-luchas indígenas feministas: “El patriarcado le hace a nuestros cuerpos lo que las economías extractivistas y capitalistas le hacen a nuestros territorios”. En el medio de este entramado se da una fuerte lucha de sentido por otra idea de salud.
A su vez, s los feminismos indígenas están interpelando fuertemente a los feminismos hegemónicos de occidente (blancos, clase media, urbana), a los que les cuesta salir de la lógica etnocéntrica y clasista. Y ponen en el terreno la idea de interseccionalidad: las opresiones de género no se dan por separado de las de clase y etnia. Al contrario, son formas de exclusión que están interrelacionadas, creando un sistema de opresión que impacta de manera más brutal en los cuerpos de las feminidades racializadas. Cruces que no son ajenos a las múltiples violencias que sufren en el sistema de salud las mujeres, lesbianas, trans y travestis de pueblos originarios.
Nuevos desafíos
¿Qué es la soberanía sanitaria si no la posibilidad de construir un paradigma de salud alejado de los modelos médico-hegemónicos, patriarcales y colonialistas? Construir un Estado que acompañe -a través de sus políticas sanitarias y del compromiso de los equipos de salud locales- el crecimiento de comunidades más sanas. Esto implica reconocer la llamada “triple discriminación” que aquí se está poniendo en juego: de clase, etnia y género. Y no se debe olvidar que frente a los conflictos que surgen en la praxis, hay pueblos que cuentan con saberes propios para enfrentar colectivamente sus problemas, donde hay sujetos con identidad, activos y organizados.
Seguramente estemos muy lejos de poder pensar la posibilidad de construir una salud pública indígena y feminista con pobladores y pobladoras originarias como protagonistas en el diseño de estrategias de prevención, promoción y atención (que no es lo mismo que una salud intercultural con enfoque de género).
¿Qué es la soberanía sanitaria si no la posibilidad de construir un paradigma de salud alejado de los modelos médico-hegemónicos, patriarcales y colonialistas?
Sin embargo, el solo hecho de entender la necesidad imperiosa -y cada vez más evidente- de construir colectivamente un Estado que se reconozca plurinacional y que responda las demandas de los movimientos feministas ya es un gran comienzo.
Asumir el genocidio indígena en el que se fundó esta Nación. Aceptar las equivocaciones cometidas en las políticas sanitarias. Analizar críticamente nuestras prácticas desde los equipos de salud. Reconocer a las personas originarias que trabajan, a veces en forma invisible, en el sistema público de salud. Acercarse a las comunidades, en el monte y en el cemento, para conocer cómo se organizan para incidir en su propia salud.
Mirar hacia atrás y hacia adentro para poder cambiar lo que sigue. Desafíos ineludibles para crear experiencias transformadoras. Porque no existe soberanía sanitaria posible sin los feminismos y sin los pueblos originarios. Ese camino puede tardar más o menos, pero es irreversible.