Por Cezary Novek. La ensayista, dramaturga y directora Karina Wainschenker acaba de publicar su primera novela. Marcha dialogó con ella sobre No se dice mamushka. Aquí la segunda parte de nuestro diálogo.
Me gustaría que me hables sobre la cuestión rusa que aparece todo el tiempo en la novela -desde el título hasta la protagonista, pasando por capítulos “separadores” sobre folklore y tradiciones eslavas-, ¿hay una búsqueda de reflejar el alma eslava, ese abismo tan inaprensible que alguien -creo que Turgueniev, pero no estoy seguro- definió como “un bosque oscuro”? ¿Pasa más por comunicar cierta música familiar que es extraña, ajena y original para el resto o nace de un interés por establecer un territorio propio, un imaginario poético particular y tuyo?
Mi madre es nacida en la URSS y, como adelanté antes, mi padre hizo su trayecto universitario allí. El alfabeto, la literatura, el cine, y hasta los dibujitos animados que consumo desde que nací están influenciados inevitablemente por ellos. El alma rusa, el bosque oscuro al cual aludís, es parte de mi identidad. Es posible que para otros pueda ser algo exótico y lejano, pero para mí es lo común y corriente. Los personajes que aparecen en los separadores para mí son tan comunes como para otros puedan ser Mickey o Pato Lucas. No los incluí pensando en un atractivo exótico, aunque para algunos pueda tenerlo, los incluí porque siempre me gustó la idea de pensar que vemos el mundo y a quienes nos rodean a través del lente que construyen nuestros mitos. En No se dice mamushka, ya sea por comportamientos o por rasgos físicos, los personajes hacen eco de los personajes de esos mitos, constituyéndose como sus sombras o reflejos.
La novela tiene una estructura muy similar a la de la ópera. ¿Cuál es tu relación con el género? ¿Tomaste algo de alguna ópera en particular que se pueda reflejar en la trama de tu novela?
Entre el 2010 y el 2011 tuve la oportunidad de realizar un coaching actoral para una compañía de ópera autogestiva. Allí me sumergí en el mundo de la ópera. Asimismo, Rusalka, apodo que el personaje Mavorte le asigna a Olga, es un personaje mítico ruso del cual se han escrito dos óperas. Investigando sobre este personaje, a la vez que con el vacío de no saber aún qué estructura tendrían todos los escritos que se reproducían en mi disco rígido, me encontré con este dato que me salvó en esta búsqueda que parecía no tener un final cercano. La estructura de ópera fue más un encuentro casual producto de una intensa búsqueda, sumado a una experiencia previa, que una idea preconcebida y aplicada.
El tercer elemento que llama la atención es que el protagonista masculino es un zombie. Pero no un zombie repugnante y sin voluntad, sino erudito y seductor, con personalidad. Incluso con demasiada personalidad. ¿Es otra de tus obsesiones, un sueño recurrente o se trata de una metáfora?
Desde un primer momento me divirtió la incorporación de la figura del zombi. Una hija de puta y un muerto, literalmente, como dice el personaje de Anna. Gira mucho en torno a un amor intelectual: Mavorte se siente atraído por las ideas y pensamientos de Rusalka, por su cerebro, se le hace agua la boca imaginando las sinapsis de sus neuronas. Por eso la seduce y galantea. En general, en las ficciones, la figura del zombi encarna los miedos de una sociedad, ya sea el miedo a lo extranjero, a lo Otro, a la muerte. Mavorte, como zombi, es la muerte y está acostumbrado a ser temido, pero se encuentra primero con Anna, que no le teme sino que trata de incluirlo y le presenta a Olga, quien no sólo tampoco le teme sino que lo ama. Esto para él es una novedad. La encarnación del miedo es quien termina teniendo miedo, miedo al amor, miedo a sí mismo como sujeto capaz de ser aceptado.
En El escritor y sus fantasmas, Ernesto Sábato decía que los rusos se sentían a gusto en “la vieja Argentina de las grandes llanuras” ya que ésta tenía algunas características particulares que compartía con la Santa Madre Rusia: la extensión territorial, diversidad de etnias, el interés por la cultura de Europa Central (específicamente la francofilia), la dicotomía civilización/barbarie, la figura del jinete nómade (que en la Argentina está encarnado en el gaucho y que tiene su correlato en el kazak ruso), etc. Uno de los personajes de tu novela, Olga (a.k.a. Rusalka) se siente una rusa en Argentina y una argentina en Rusia. ¿Te identifica de alguna manera esa sensación de otredad que experimentan las personas que son herederas de dos tradiciones culturales diferentes, es decir, ser parte de ambas y a la vez no ser exclusivamente parte de ninguna?
Tanto Olga como Mavorte y como gran parte de la población argentina tienen alguna ascendencia extranjera. En Europa, las nacionalidades se heredan, se transmiten por sangre; es decir, al nacer, los padres elijen la nacionalidad del niño según sus nacionalidades y no por la tierra en la que nacieron. En algunas culturas originarias, la pertenencia a un lugar corresponde al lugar en el cual se enterró la placenta que acompañó durante la gestación. En Argentina y otros países de América, la nacionalidad corresponde al territorio en el que se nació. Pero muchas veces esa definición de ser “argentino” no resulta suficiente. Si prefiero vodka y arenque al vino y el asado, ¿soy menos argentina? ¿Si tomo mate a la tarde y al samovar lo dejo de adorno soy menos rusa? En este sentido, a veces sí, experimento un poco esa sensación de ser de ambos lugares, o de ningún lado, pero eso también es un lugar de pertenencia, el de los ciudadanos del mundo. En Buenos Aires, ciudad cosmopolita, hay muchos. Algunas teorías sociológicas dicen que la cultura latinoamericana nació posmoderna, nació mestiza, mixturada. Y en mi caso, al ser descendiente directa y no tener un par de generaciones entre medio para apropiarme del todo del territorio y la cultura local, sí, me identifico un poco con la afirmación de Olga.
Me gustaría que me cuentes sobre el proceso editorial, cómo llegaste a Milena Caserola o cómo ellos llegaron a vos.
Por el mundillo teatral conocí a Sebakis, quien fue el primero de Milena Caserola en ponerse en contacto con el material que proponía la novela. Luego, él me recomendó que editara directamente con Matías Reck. La corrección de estilo estuvo a cargo de Mariana Komiseroff, con quien tuve la oportunidad de trabajar en otros proyectos creativos. El diseño lo hizo Javier Antruejo, músico, arquitecto, fotógrafo e ilustrador; lo contacté y le propuse la idea de hacer la ilustración y diseño de tapa, y accedió enseguida. La contratapa fue cortesía de un escritor uruguayo a quien respeto profundamente, Ramiro Sanchiz. Milena Caserola es una editorial autogestiva que ha crecido mucho en sus años de trayectoria y me interesó publicar con ellos. El proceso de publicación fue una ida y vuelta entre todos ellos.
Por último y antes de terminar, ¿es esta novela una manera de desnudar un personaje o una voz narradora hasta el extremo que no quede nada que exponer? Me refiero a esa metáfora llevada al extremo. Pienso en la estructura de las muñecas, en el dibujo de la portada que hace referencia a esa historia tradicional, en la cebolla como símbolo del universo. No me olvido que la mujer tiene una presencia muy fuerte en la cultura eslava, que es prácticamente matriarcal. Da la impresión de que hay una búsqueda, una exploración sobre cuán hasta el hueso se puede desnudar esa voz femenina.
Me parece que distinguir una literatura femenina es riesgoso. Desde luego que hay un predominio de una voz femenina por el hecho de que Anna, la narradora, es una mujer así como Olga, la remitente de los mails, la poeta que le escribe a su Mavorte. Pero en la novela las conversaciones del chat son de a dos. No hubo una búsqueda en particular de desnudar una voz femenina, sí de desnudar a un personaje, que es lo que realmente me interesa. Me atrae la estética de lo confesional, hoy muy común en blogs como diarios íntimos públicos. Llevar esta estética al extremo es una manera de llevarla al absurdo. Tanto en Mavorte como en Rusalka hay un tinte de absurdo, de ridículo, en la manera en la que se muestran al otro, la forma en que se seducen, las historias que se cuentan (y las que no), lo que se dicen (y lo que no). En este extremo confesional también habita una vitalidad, una fogosidad, una sensibilidad ante el mundo, un deseo de vivir con intensidad cualquier cosa que se aparezca, aunque luego ello no siempre tenga una continuidad con la empiria y termine siendo una abstracción ficcional.