Por Gonzalo Reartes
En esta nueva entrega de reseñas sobre clásicos del cine mundial para revivir online, nos adentramos en Scarface, uno de los grandes films protagonizados por Al Pacino.
Ver Scarface en clave política es difícil. Hasta quizás, un despropósito. La película comienza con oleadas de cubanos que huyen del “tirano” Fidel hacia la tierra de la libertad, los Estados Unidos de América. Pero minimizar los aspectos humanísticos que hay en el personaje interpretado por Al Pacino, Tony Montana, a un simple anticomunista es, cuanto menos, bochornoso. El espectador simpatiza con el lado humano de Tony pese a ser una persona tan violenta.
Scarface plantea un escenario interesantísimo de analizar a nivel sociológico. El cubano refugiado, criminal, perseguido, marginal, que llega a Estados Unidos y quiere conquistar el mundo. El sueño americano. Ese que al día de hoy miles de inmigrantes se lanzan a buscar, aun poniendo en riesgo sus vidas. Allí están los coyotes, los desiertos de Arizona y Texas, la frontera de Mexicali. Miles de mexicanos que se juegan la vida en nombre del progreso económico y social. Ni que hablar de los millones de asiáticos que llegan ilegalmente, en barcos, hacinados en cajas.
Tony Montana. El malo y feo. Violento. Tremenda y visceral actuación de Pacino. Tiene esa forma de mover la boca cuando habla ese inglés pesado, como si cada palabra fuera un puñal. Y hay una violencia inusitada en su mirada. Obliga a quien lo mira a voltear los ojos hacia un costado. Tony pisa suelo americano y lo primero que hace es matar por encargo a un preso político a cambio de una Green card. Luego, lava platos, mira a los narcotraficantes entrar a clubes nocturnos acompañado de mujeres hermosas. Se mira sus manos: “No vine a este país a lavar platos.” Llega otro trabajo para Tony y su fiel amigo y compañero Manny (Steven Bauer). Esta vez es una transacción de cocaína con un grupo de colombianos. Adiós lavar platos, adiós manos lastimadas. Este es el principio del sueño americano.
Llegan al lugar, algo sale mal. Los colombianos les tienden una trampa. Son encadenados en el baño. Uno de los amigos de Tony es asesinado brutalmente. Le cortan la cara con una moto sierra adelante sus ojos. Cuando le llega su hora, Manny aparece por la puerta principal tirando ráfagas de tiros. Recibe una bala en el hombro. Tony se abalanza sobre su ejecutor. Lo persigue por la calle y lo mata de un tiro en la frente. Fin de la transacción. Tienen la mercancía y el dinero. Tony se hace fuerte. Entregará el motín sin intermediarios, directamente al narco mayor, al jefe; a Frank López (Robert Loggia).
El encuentro se da sin mucho interés. López reconoce en Tony un potencial tremendo para el negocio de las drogas. Y en Miami en la década del 80, hay mucha demanda. Tony sonríe, se siente a gusto, pero pareciera aburrirse. Sin embargo, todo cambia cuando la ve a ella. Aparece deslumbrante, bajando a su encuentro desde un ascensor, un ángel del cielo, de una hermosura indescriptible y con las más lindas piernas de todo Florida. Pero ella es la mujer del jefe, Elvira (Michelle Pfeiffer). Y en los códigos de los de abajo, eso está prohibido. De todas formas, la ambición de Tony no conoce límites. Y a medida que crece en el negocio, crecerá ésta también de forma paulatina.
Tony es enviado a Bolivia. Descubre el potencial que hay en hacer negocios directamente y dejando de trabajar para López. Él quiere ser su propio jefe. No tiene nada que aprender de nadie. Viene de la nada, pero tiene toda la calle necesaria para llegar a la cima. Romperá con López, sabiendo que esto causará una guerra. Manny le pide cordura, tranquilidad, le dice que se acuerde que apenas meses atrás estaban limpiando inodoros en La Habana. Él le responde que no, que quiere olvidarse de eso. Manny le pregunta qué es lo que quiere y Tony responde: “El mundo, chico. Y todo lo que hay en él.”
Mientras tanto, Elvira, quien lo rechaza rotundamente una y otra vez, comienza a ceder, comienza a enamorarse de Tony. Pero sabe que nada puede hacerse mientras Frank López siga vivo. López se da cuenta de esto, increpa a Tony en una discoteca, lo ve hablándole demasiado cerca a Elvira y lo insta a conseguirse su propia mujer, a lo que Tony contesta: “Eso es lo que estoy haciendo.” Es la gota que derrama el vaso. López encarga la muerte de Tony. Pero milagrosamente, éste sobrevive. Y va a buscarlo. Es implacable. Sabe que en este negocio no hay lugar para la piedad. Le pide a Manny que mate a López, mientras él mata a un policía corrupto que ha estado pidiéndole dinero a cambio de protección. Es el fin. Tony es el nuevo rey del narcotráfico en Miami. Llegó a la cima. Se casa con Elvira. Compra una mansión gigante. Vino de la nada y ahora tiene más dinero del que puede gastar. Pero nada es eterno en la versión oscura y subterránea del sueño americano.
En el medio de toda esta vorágine, Tony muestra su lado más humano al ir en busca de su mamá y su hermana. Ambas perdidas en algún barrio bajo, con poco dinero y vidas humildes. Él llega, con un traje caro, un habano en la boca, apoya los pies en la mesa y le dice a la madre que lo logró, que es un éxito, que nunca más va a tener que trabajar. Tira unos dólares arriba de la mesa y espera las felicitaciones. Pero la madre de Tony es orgullosa y no quiere dinero con sangre. Dice que él es de esos que le dan un mal nombre a los cubanos trabajadores. Lo echa a patadas de su casa. Su hermana lo sigue. Ella es su debilidad. Él le da dinero y le pide que lo esconda. Manny mira todo desde el auto. Ellos se despiden. Cuando Manny le pregunta por ella, Tony pierde la cabeza. Su mirada se transforma. Tiene esa forma violenta de mirar, como esas personas que están listas para matar. Le grita que ella no es para él y que se olvide de ella. Pero más temprano que tarde, Tony descubrirá que no puede controlarlo todo.
Un mal negocio. Simplemente una mala decisión o un vestigio de mala fortuna puede terminar con todo el imperio formado por Tony. Demostrará haber sido un castillo de naipes más que un imperio. Es detenido por lavado de dinero, su socio en Bolivia, Alejandro Sosa (Paul Shenar) le ofrece escapar a la cárcel a cambio de un favor. Tony debe encargarse personalmente de asesinar a alguien que metió sus narices demasiado profundo en donde no debía y denunció todo el negocio de Sosa y su clan. Tony acepta. Junto a un empleado de Sosa, colocan una bomba debajo del auto de la víctima. Debe ser activada por un control remoto a 20 metros de distancia. Pero el día del atentado hay un imprevisto: la futura víctima va arriba del auto con sus hijas y su esposa. El empleado de sosa dice que se acerque, que está a punto de hacerlos volar. Tony comienza a negarse. ¿Qué clase de tipo se piensa que es? ¿Cree que va a matar a una mujer y dos niñas inocentes? Se niega. Sigue manejando. El empleado de Sosa le dice que se calle. Tony comienza a gestar esa mirada mala. Se lo puede ver ganando nerviosismo. Se va poniendo violento. “¿Matar a una mujer y dos niñas? A la mierda con eso. Te mato a ti.” Le vuela los sesos contra el vidrio del auto. Sabe que era la única oportunidad de matar a ese delator. Sabe que Sosa no lo perdonará. Sabe que mandará un ejército por su cabeza. Sabe que es el principio del fin.
Tony va en busca de Manny para contarle lo sucedido y a pedirle que se prepare para la guerra. Cuando llama a su puerta, Manny aparece en bata y a lo lejos, bajando por la escalera, aparece ella, su hermanita inocente, semidesnuda, con una sonrisa de amor. La cámara hace un primer plano de Tony y capta la transformación de su rostro. Es esa mirada de malvado que no mide consecuencias. En un rapto de ira y sin pensarlo, mata a Manny de un balazo. Su hermana baja corriendo, llorando: “Nos casamos ayer. Íbamos a decírtelo. Era una sorpresa.” Tony está atontado. No se da cuenta de lo que acaba de hacer. Y para colmo, Elvira lo ha dejado. Se ha ido, cansada de sus maltratos.
Recluido en su mansión, rodeado de cámaras, con un arsenal de ametralladoras y armas, con una montaña de cocaína en su escritorio, Tony espera. Pero es demasiado tarde. Manny está muerto. Elvira ha desaparecido. Su hermana lo odia. Hunde la nariz en esa montaña. Es el vértigo de la derrota. La resistencia a saberse derrotado. Él fue a la conquista del mundo y lo consiguió. Y no va a besar la lona sin antes dar pelea. Pero Sosa manda una verdadera tropa por su cabeza. Encerrado, Tony mata uno, dos, tres, pero son demasiados. Exaltado por la droga se para en el medio del segundo piso, donde se conectan dos escaleras y recibe los tiros de sus agresores, los recibe gritando que sigue de pie, que no pueden matarlo. Pero el asesino ya entró por la ventana y se acerca tras él. Tony recibe el impacto por la espalda y se deja caer a una fuente de agua que se va tiñendo de rojo. Tan rápido fue su ascenso como su caída. Es el fin. El mundo fue suyo. Y lo perdió.
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