En el especial de violencia institucional, esta vez hacemos foco en la provincia de Santa Fe. Nos abocamos a su capital y a la ciudad de Rosario para pensar cómo, en los últimos años, el narcotráfico y la connivencia policial generan homicidios y violencia en los barrios populares. Sin embargo, en los territorios siguen las construcciones y las defensas solidarias.
Por Redacción Marcha |
A días de cumplirse dos meses del asesinato del pastor y ex-concejal Eduardo Trasante, padre de Jere –víctima del triple crimen– y reconocido activista por la búsqueda de justicia, es, al menos llamativo la poca visibilización que tuvo su homicidio a manos de dos sicarios el pasado martes 14 de julio. Más allá de la causa y las responsabilidades individuales del crimen, este hecho, y sobre todo el silencio que lo acompañó, es un triste retrato de la realidad rosarina de los últimos años.
Naturalizar la violencia en las barriadas no se vincula de la misma manera para quienes viven allí respecto de la responsabilidad del Estado. Para quienes habitan los territorios, naturalizarla es, en parte, una herramienta para no vivir atemorizadas y atemorizados; pero por parte de los poderes de turno no es más que una posibilidad de desligarse de la responsabilidad de los altos índices de violencia que atraviesan la ciudad y la provincia. Por eso hoy, es difícil separar a Santa Fe de estos indicadores, del avance del narcotráfico y la estructura política, judicial y policial que lo ampara.
Para hacerse una idea de la situación que atraviesa la provincia litoraleña, basta tener en consideración como en 9 de los últimos 13 años ostenta el triste récord de ser la provincia con mayor tasa de homicidios, que llegaron en 2014 a un pico histórico de 13,2 asesinatos cada 100.000 habitantes. A pesar de que ese índice ha disminuido en los últimos años, la cantidad de vidas arrebatadas por homicidios sigue siendo enorme. Solo durante 2019, esta tasa duplicó la media nacional que se encontraba en 5,0.
Aún más alarmantes son estos números cuando hablamos de las dos principales ciudades de la provincia: su capital, y la ciudad de Rosario. En ambas ciudades se concentran el 80 por ciento de estos homicidios, donde son víctimas, en su gran mayoría, pibes jóvenes de los barrios populares. Quizás una de las historias que más sacudió el tablero de la agenda política y mediática sobre esta problemática fue el Triple Crimen de Villa Moreno, donde fueron asesinados los militantes populares Jere, Mono y Patón.
Triple Crimen: un punto de inflexión
Para profundizar sobre la implicancia que tuvo este suceso en la realidad santafesina Marcha dialogó con Jéssica Venturi, integrante de Territorios Saludables, abogada querellante de la causa por el Triple Crimen y compañera de los jóvenes asesinados. Para contextualizar, nos relató que “cuando mataron a nuestros compañeros, las cifras de asesinatos crecía en Rosario, la violencia de las bandas –ligada a la venta de drogas– ganaba las calles de las barriadas, siempre con participación o complicidad policial, y la circulación ilegal de armas de fuego también alarmaba”. Y recordó cómo las instituciones amparaban ese accionar: “La justicia no investigaba, las causas se archivaban bajo el rótulo ‘ajustes de cuentas’, por falta de pruebas, etc. En los medios masivos de comunicación solo aparecían estos hechos en la sección de policiales y casi siempre el relato se construía en base a la versión policial”.
“Tras ocho años del inicio de aquella lucha por justicia, podemos decir que logramos visibilizar la situación que se vivía en los barrios y poner esta problemática en la agenda política y mediática”, detalló Venturi sobre las conquistas que consiguieron durante ese camino recorrido. En esa misma línea, remarca como parte de estos logros “que los trabajadores y trabajadoras de prensa desnaturalizaran esa dinámica o lógica de trabajo y empezaran a escuchar a las familias, a las organizaciones sociales”. Finalmente, respecto de los autores del triple crimen, explicó que lograron “individualizar a los responsables de los asesinatos de nuestros compañeros, y pudimos llevarlos a juicio, donde fueron condenados”.
Más allá de las victorias que implicaron la lucha por justicia de los familiares, la violencia e impunidad con que se manejan estas bandas sigue presente en las barriadas populares de Rosario y en la ciudad de Santa Fe. Así lo describe Venturi: “Si analizamos la realidad de los últimos años en los barrios rosarinos, debemos señalar que notamos un mayor desarrollo de las estructuras delictivas, con dinámicas distintas a las de 2012 y nuevos actores que van apareciendo”. Y, en ese mismo sentido, concluyó: “Si bien logramos muchas cosas con la lucha por justicia, el fondo no cambió; en términos generales la realidad de la pibada en los barrios rosarinos sigue siendo la misma”.
Respuestas comunitarias a una crueldad cotidiana
Comprender los entramados institucionales que amparan este accionar es necesario hoy como reflexión para poder pensar la posible salida a esta problemática, que ha sido desconocida gobierno tras gobierno y continúa quedando al margen de la agenda pública. Desde la última dictadura al presente, la respuesta frente a la llamada “inseguridad” ha sido siempre la misma: punitivismo y mano dura, una respuesta que, precisamente, ha profundizado el problema.
Es que dotar a las fuerzas de seguridad de más equipamiento, más integrantes y más tecnologías, no cambia el trasfondo ya que las raíces y estructuras que la sostienen están prácticamente corrompidas. En consecuencia, cuando el Estado no da respuestas el único camino posible recae en las acciones solidarias de las mismas comunidades y de las organizaciones en los territorios. Y es desde ahí qué surge la pregunta de cómo defender a quienes defienden los derechos, sobre todo en los territorios donde se sucede la mayor tasa de homicidios.
Para comprender mejor cómo responde la comunidad frente a estos atropellos entrevistamos a Claudia “la Negra” Albornoz, de La Poderosa, quien es parte de la organización en el barrio Chalet de la ciudad de Santa Fe, ubicado en la zona oeste de la ciudad, y uno de los más empobrecidos de la capital. Allí, como en la mayoría de las barriadas populares, resulta cotidiano tanto el accionar de las bandas criminales, como complicidad policial que las apaña. Sobre esto, Claudia explicó: “Vemos cómo se llevan a los pibitos como soldaditos, y la policía ahí mira para otro lado. Nosotros podemos llegar a tener sospechas de que hay una connivencia, no la podemos probar, pero vemos cómo esa policía no actúa en lugares en donde sabemos que hay kioscos”.
Si nos detenemos a analizar un momento las estadísticas que publica el Ministerio Público de Acusación de la provincia de Santa Fe, se ve con claridad que las principales víctimas de la crueldad son los pibes y pibas menores de 30 años de las barriadas más empobrecidas, que abarcan aproximadamente el 50 por ciento de los homicidios en el último tiempo. Y un dato que no pasa inadvertido es que cerca del 90 por ciento de las víctimas son varones, como lo es en un porcentaje similar el correspondiente a los responsables de dichos crímenes.
Sobre este último aspecto señalar que sería ingenuo pensar que las únicas víctimas de esta problemática sean varones, la cuestión es cómo la violencia cotidiana atraviesa a unos y a otras de diferente manera. Si bien los conflictos no son ajenos al género y se encuentran atravesados por relaciones de poder patriarcal, existen distintas maneras de exponerse a los mismos.
Frente a esta lógica criminal que sostiene el Estado en complicidad con las bandas narcotraficantes, surge una iniciativa que la Poderosa multiplicó en diferentes barrios del país donde construye comunidad: el Control Popular de las Fuerzas de Seguridad. Albornoz nos cuenta sobre los inicios de ese sistema: “Nace en función de que esas fuerzas de seguridad, que muchas veces liberan zonas donde el narcotráfico termina matando, sean controladas”. En la misma línea nos explicó que el primer dispositivo surgió en Zavaleta, el barrio de la Ciudad de Buenos Aires en el que en un enfrentamiento de bandas narco asesinaron a Kevin, de sólo 8 años, adentro de su propia casa: “Lo que hicieron los “vecinos sin gorra”, tiene que ver con esto, en que si las fuerzas de seguridad nos obligan a identificarnos, ellos también tienen que identificarse, que el uso de la fuerza de ninguna manera está contemplado”.
La referente de La Poderosa siguió detallando el funcionamiento de estos dispositivos de control: “Lo que hacemos primero es tener una base de datos en donde podamos decir cuántos pibes son detenidos sin ningún tipo de garantías, saber a dónde tenemos que llamar”. A partir de esa lista, “hay diferentes familias que se van organizando, diferentes grupos de vecinas y vecinos que nos organizamos en función de hacer funcionar ese control popular, para que las fuerzas de seguridad no funcionen en nuestras barriadas como una cosa sin freno, sin mirada”, contó La Negra.
Por otro lado, en 2017, en la ciudad de Rosario, surgió la Multisectorial Contra la Violencia Institucional como una plataforma que se propuso unificar los diferentes reclamos que existían en torno a esta situación. Julieta Riquelme es hermana de Jonathan Herrera, víctima de gatillo fácil el 4 de enero de 2015 en manos del comando radioeléctrico y la policía de acción táctica. Como parte de la organización, nos contó que la Multisectorial “se propone no solamente denunciar un caso específico, si no denunciar toda la problemática en cualquier contexto y en cualquier lugar donde esté conectada la policía directamente”. Al respecto, profundizó: “Acompañamos a les familiares de víctimas en el proceso de búsqueda de justicia, y esos trabajos tenían que ver con distintas actividades que van desde festivales, murales, hacer pintadas por les pibes hasta comunicar a la gente cómo se estaban llevando adelante esos procesos”.
El coronavirus no es lo único que viene con curva ascendente
La pandemia, sin dudas, atacó gravemente a la economía del país, y los planes del gobierno de Santa Fe y la Nación. En ese sentido, la cuarentena vino a poner en evidencia ciertas cuestiones que en otro contexto quizás hubiera sido mucho más sencillo ocultar. Así como el Estado dio cuenta de los más de ocho millones de trabajadores/as informales que tiene el país, también han aflorado los actos de racismo, femicidios y abuso institucional.
“La violencia institucional de los últimos meses es innegable, y debe analizarse también en contexto. Hablamos de una policía que desde hace años viene participando, y siendo un común denominador en distintas estructuras delictivas; una policía estructuralmente violenta y corrupta, que siempre está atenta a aprovechar las coyunturas que las habilitan a desplegar todo ese poder a su manera”, explicó sobre el tema Jessica Venturi.
En un contexto actual atravesado por reclamos salariales, y hasta acuartelamientos, de diferentes fuerzas provinciales incluidas las santafesinas, no deben pasar inadvertidos estos relatos que nos hablan de una institución transversalmente corrupta, que aprovecha los escenarios de vulnerabilidad para avanzar en el fortalecimiento de su estructura de poder y control. Es importante también señalar que un sueldo de treinta o cuarenta mil pesos no es suficiente para nadie en este contexto, pero el debate sobre las fuerzas de seguridad debe necesariamente girar en torno a su funcionamiento y formación, y no exclusivamente sobre sus condiciones laborales. Hablemos de sueldos dignos para trabajos dignos.
Un dato de color que nos parece interesante apuntar en este escenario de acuartelamientos fue lo sucedido en Rosario durante los similares episodios ocurridos en 2013. Es que durante los tres días que duró ese reclamo, y con una ciudad desprovista de cuerpo policial, no sucedió ningún homicidio. Obviamente no es posible hablar hoy de desintegrar a las policías, pero sí urge –aún más bajo la virulencia de las manifestaciones de estos días– dar un profundo debate sobre el rol de las fuerzas, su formación, y entonces sí, de sus condiciones laborales.
Sin embargo, es necesario pensar en este entramado de violencias prestándole especial atención al rol de los medios hegemónicos de comunicación y un discurso que apunta a la criminalización de la pobreza. Claudia Albornoz reflexionó sobre el mensaje que transmiten los grandes medios: “Cuentan, en definitiva, la noticia que vende, la noticia que se metió como agenda pública en los grandes medios amarillistas, que venden miedo, desconfianza; por eso a veces cuando queremos salir de nuestros barrios la gente nos discrimina”.
Frente a esta construcción mediática que las y los margina, surgió la revista La Garganta Poderosa como una respuesta de las villas para batallar ese sentido común amparado por los grandes medios. “Fue un gran aprendizaje tener nuestro medio de comunicación, y a través de nuestro medio poder gritar lo que nos pasaba, y lo que tiene que ver con la injusticia social, con la desigualdad, y con este estigma que se pone sobre la pobreza que muchas veces no desarma sus causas, sino que ataca sus consecuencias”, cerró Albornoz.
Santa Fe: semillero de resistencias
A pesar de que los números alarman, y que la violencia se ha impregnado en muchos aspectos en el cotidiano de las barriadas santafesinas, nos parece fundamental centrar la atención en quienes día a día defienden los derechos a una vida digna, hacen frente a los habituales atropellos del aparato policial, sostienen las ollas populares y fortalecen las comunidades: los defensores y las defensoras comunitarias.
Son, precisamente, activistas que el Estado se esfuerza por invisibilizar, pero que en un contexto de pandemia resultaron cruciales para sostener las situaciones de injusticia que desbordaron en los barrios populares. Sobre esto, apuntó Venturi: “Lo que salva es la comunidad”, aunque, al mismo tiempo, nos alertaba del peligro de “caer en romantizar las tareas. Es urgente que estos trabajos de la economía popular sean reconocidos, retribuidos y deben fortalecerse con nuevas políticas públicas; deben incorporarse a la agenda política”.
Podemos decir entonces que frente a las instituciones que amparan y sostienen esta crueldad, nacen también los defensores y defensoras que acompañan y sostienen a las familias de víctimas de violencia narco y policial, empoderan a nuestros pibes y nuestras pibas, hacen del derecho a decidir una realidad, protegen nuestros territorios y fortalecen las economías populares. Defensores y defensoras de la vida digna y del sueño de un mundo más justo, y mucho menos cruel.